lunes, 31 de octubre de 2022

GRACIAS A EL MUNDO, INMERSIÓN EN LA INTIMIDAD DE MORANTE Reportaje de ZABALA DE LA SERNA / EL MUNDO, MADRID.

 La cita es en el hotel Ocurris, más hostal que hotel, enclavado en el mismo centro del luminoso pueblo de Ubrique. Por el fondo oscuro del pasillo de la segunda planta, aparece Morante de la Puebla, el torero del año, un torero de época, de otra época quizá, recién duchado, envuelto en una toalla blanca, el torso aceitunado desnudo, descalzo por el frío suelo de baldosas, el móvil asomando por la cintura, un café solo en la mano y peinado como una estrella de Hollywood de los años 50. Le falta una caracola en la frente. Sonríe y bromea: «El pueblo es bonito, no tiene nada que ver con Jesulín».  Hay un cambio de planes y de habitación. De la 211 a la 202. Afronta su tarde número 100 -en la que dictará su enésima obra maestra, constataremos luego- de una temporada histórica, memorable. Quiere que la conversación fluya mientras se enfunda por última vez en 2022 el vestido de luces, un terno negro de hilo blanco. 

El privilegio de la inmersión en su intimidad es nuestro, de los lectores de EL MUNDO.

A sus 43 años y 25 de alternativa, ¿ha sido la temporada soñada?

Bueno, hoy [por el sábado] se va a cumplir el objetivo más difícil, que era llegar a las 100 corridas. Después de 25 años, de estar muy visto, entre comillas, el público me ha requerido y se han dado las circunstancias para alcanzar las 100. A veces, soñándolo en voz alta, le susurraba el proyecto a Pedro [su apoderado], que se puso manos a la obra conmigo en la sombra. Las empresas se interesaron y, con un poco de esfuerzo en cada uno de nosotros, emprendimos el camino hasta la cima.
Al margen de ese interés empresarial, usted subrayó que aspiraba a devolver la fiesta a los pueblos con una estrategia expansiva contra el elitismo reinante.
La tendencia de las figuras a no comparecer en los lugares de menos responsabilidad, menos público [léase también menos dinero] y menos entidad era peligrosa. Y a mí me preocupaba. Como me inquieta el futuro. Soy un torero que está en la madurez, ya casi a punto de que pase. Para torear 100 corridas hay que ir a los pueblos, anunciarse con compañeros inusuales y matar ganaderías que no se matan. Había que ir en contra de la corriente. Me encuentro satisfecho.
Donde dice madurez podría decir plenitud, viendo su temporada...
Sí, pero hay que ser consciente de que la naturaleza no perdona. Cada año que pasa es un año más, y el toro siempre sale con la misma edad. El sufrimiento que uno acumula también se hace más longevo, y me lleva a preguntarme hasta cuándo. Es difícil pensar en dejar de torear. La genética me ha tratado bien. Luzco abundante pelo [risas], tengo fuertes las piernas y una buena complexión física. Psíquica no tanto [vuelve a reírse]. Es un hecho inédito que en la actualidad cuente, en el plano artístico, con más atractivo que nunca: con una trayectoria como la mía lo normal hubiera sido pasar a un plano secundario. Y, sin embargo, soy cabeza de cartel. No sólo he mantenido la ilusión en el aficionado, lo que implica una continua renovación, sino que he ido ido a más. Me sorprende el caso, seguir sorprendiendo un cuarto de siglo después.
A principios de año sufrió tres volteretas muy duras. ¿Temió no llegar a las 100?
Especialmente en La Línea, el día antes de Resurrección. Sentí que se partía el hombro. No soy hombre de números pero sí de lógica. Y pensé: «Aquí se acaba la historia». Todavía sigo resintiéndome [y se toca la articulación derecha, frunciendo el ceño]. A Sevilla llegué muy dolorido, infiltrado, inseguro. Si daba un pasito atrás moría el sueño. Había que hacer el esfuerzo y tirar hacia delante, no acostumbrarme a la renuncia. O se escaparían las 100 tardes.
De todas las grandes faenas en plazas clave [Sevilla, Madrid, Pamplona, Salamanca...], ¿con cuál se queda?
Me quedo con que todas han sido diferentes, y para mí en eso reside una importancia fundamental. Da la dimensión de no ser un torero preconcebido. La inspiración, la variedad, la distinción de cada faena, es vital. Y es lo que me ha conducido a este momento. De todas, la que más me emocionó fue la de la Beneficencia de Madrid, que es una plaza muy difícil. Anduve cerquita de la Puerta Grande, un anhelo pendiente.
¿Creía que a ciertas alturas eso importaba menos que cuajar de verdad un toro?
Hombre... [chasca la lengua contra el paladar]. La plaza ya la vi desde arriba, en un festival en el que salí a hombros de novillero. Después, en cuatro tardes la espada frustró la Puerta Grande. Esta vez ya estaba dentro, faltaba tan poquito... Si dijera que me da igual, sería un falso. Me gustaría pasear por ahí arriba a hombros.

Su primo Juan Carlos, el mozo de espadas vitalicio, pelirrojo y solícito, que armó la silla al principio de la entrevista y preparó los esparadrapos como espinilleras, atiende el requerimiento de darle al maestro las medias y la camisa blancas. El corbatín rojo como el fajín, la taleguilla negra, el chaleco de oro, todas las piezas irán encajando en el puzle del ritual al que asistimos desde el asombro. Hasta que Morante de la Puebla alcance esa apariencia de Dios en la tierra, capaz de dotar de torería una regularidad impensable. Durante el año, tardes aciagas han sido las menos. Y no por falta de toros dificultosos [su bajío en los sorteos es manifiesto], sino por su disposición y capacidad. Que lo elevan como el torero de arte más poderoso de la historia. "Es verdad que otras temporadas esas broncas se han repetido más. Alguna ha habido. Pero he notado que el aficionado y el público me han tenido respeto cuando las cosas no han salido".

¿Y no será que esto se debe al compromiso transmitido, tanto en el planteamiento de la campaña como ante el toro?
Sí, sin duda, así lo siento. Y el reconocimiento de los compañeros. Por torear con algunos que otros no dan cabida, por matar algunas ganaderías que tampoco tienen hueco, por ir a los pueblos...
¿Sería «generosidad» la palabra para definir su año?
Pero es una generosidad que hace falta. Es lo justo aunque no sea cómodo. Eran caminos que en la antigüedad se trazaban con más normalidad. Los toreros pasan y los toros siguen. No me gusta que los morantistas digan que el día que me retire ya no irán a las plazas.
Debajo de toda su tauromaquia subyace un valor sin fisuras, no tan ostensible como en otros; el valor para torear tan ceñido, asentado y despacio a tantos toros.
Al igual que generaciones anteriores, también le he concedido mucha trascendencia al culto al miedo. Nos educamos en Juan Belmonte, un ser muy espiritual, melancólico y oscuro. El miedo suponía una continua rumia en su cabeza. Corrochano escribe en su libro ¿Qué es torear?: «Si tienes miedo, no seas torero». Joder, este tío lo que me está diciendo es que no piense en el miedo. Así que he pretendido hacer algo tan difícil como darle la vuelta y cultivar el culto al valor. La clave para sostener la regularidad en una temporada de 100 tardes ha sido volverle la espalda al culto al miedo.
¿A toros duros como los que saltaron en Dax o Bilbao, otrora inabordables, les halló faena y extrajo su fondo?
Son toros que asustan. Te asustan si vas predispuesto al susto. Si no le das importancia al susto... Tú te debes decir que lo que sucede no es más que lo que sucede, y lo que no sucede es que no existe: el miedo. No me he afligido en los sustos como otras veces. Si te crees el miedo, el miedo te atrapa. Es cierto que también los toros me han respetado.

Durante la conversación, la mutación de hombre a caballero andante ha seguido su curso, que culminará con la chaquetilla y la castañeta. A Morante le pusieron la camisa, se subió las medias y, ahora, le ajustan la taleguilla, esa subida que duele. Al apretarle los machos caen algunas morillas que suenan como perlas botando en las frías baldosas de la habitación 202. La hora de pisar la última plaza se acerca imparable. Por la ventana entreabierta entra un aire leve, la luz de la tarde.

Abruma el número de toros que ha cuajado a la verónica.
En realidad tampoco he toreado tantos toros bien con el capote aunque haya habido varios. Lo que sí es cierto es que le he plantado cara a un gran porcentaje. Les he sacado los brazos y me he quedado quieto.
¿A qué llama entonces torear bien con el capote?
A algo más profundo, que no siempre sale.
Suele estar siempre muy bien colocado en la lidia, en la plaza, presto al quite.
No se estila, y eso me enfada con los compañeros.
Sus cabreos más sonados han sido por el mal estado del ruedo en Madrid y San Sebastián.
En un lado estaba muy duro y en el otro era un patatal. Para mí es un problema, sencillamente porque lo es para el toro.
A los 10 vestidos que ha estrenado este año les ha dado un sello personal: una camisa verde bastaba.
Siempre con un respeto al mundo antiguo del que venimos. La guinda del pastel. Un toque que da distinción.
El vestido bicolor del centenario de la plaza de Pamplona y el de la Goyesca de Ronda se hacían especiales incluso en su especialidad.
El de San Fermín no lo iba a usar más y lo doné al Gran Hotel La Perla y el rondeño lo basé en el que usó Rodolfo Valentino en Sangre y arena, la versión de cine mudo, claro.
Es un estudioso del pasado.
Más que estudioso, aficionado. Me gusta que las cosas no se pierdan.
Su tauromaquia es un archivo de invocaciones añejas.
El público también lo agradece. Y se interesa por personajes que desempolvas. La historia de José [por Joselito el Gallo] estaba muy perdida, y es maravillosa.
Usted es un gallista que se explica por Belmonte.
Lo de José era inalcanzable y Belmonte lo asienta. Todo en él es despaciosidad, lentitud. Es una forma de entender el toreo por la belleza.
Ha entrado en el Club de los 100: Gallito, Belmonte, Benítez, Espartaco, Ponce...
¡Y Jesulín! [Ríe de nuevo]. Además tiene el récord [161 corridas en 1995].
¿Y el año próximo qué pasará, maestro?
Eso venía pensando. A este hombre, que me va a hacer esa pregunta, ¿qué le digo yo? Como no me gusta repetirme y no sé si voy a torear más o menos, le voy a dar una noticia: no voy a anunciarme hasta Sevilla. Y así me doy tiempo para meditar. De Ubrique a Sevilla. De momento a ver qué pasa hoy.

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