La crónica no pretendía ser más, sólo por hoy, que la certificación de una victoria, de la llegada a la última meta del vencedor de esta Vuelta a España de 100 tardes, de la celebración gozosa de la plenitud de Morante de la Puebla. Y ha acabado siendo otro canto al toreo grande de quien ha vestido el maillot amarillo de la torería en Valdemorillo y no se ha bajado del liderazgo desde entonces.
Ocho meses haciendo el milagro diario del toreo, una regularidad impensada en el arte, en la inspiración sostenida en el tiempo, basada en tres pilares: un valor silente -para torear más asentado, ceñido y despacio que nadie-; una poderosa técnica invisible -y una inteligencia privilegiada- bajo la apariencia de la belleza; y una variedad inalcanzable, ese archivo de viejas tauromaquias, que no ha dado dos obras maestras iguales. Y las ha habido memorables: en Sevilla, en Madrid, en Pamplona o en Salamanca.
A saber por todos esos pueblos por donde Morante ha desplegado su estrategia expansiva de la fiesta, su alegría de verónicas y esculturas. Rumboso el genio con los públicos; generoso con los ganaderos y las diversas sangres de la raza [Carlos Núñez este sábado de gloria]; paciente con el toro, su mala suerte y la lectura de los códigos de la bravura. Y desprendido, finalmente, para pisar el sitio del compromiso que nos ha traído aquí, a los pies de la sierra de Ubrique, para celebrar a un torero de época, su proeza y el privilegio de poder contarlo.
A las 19.30, cuando ya caía la noche, Morante dictó la última lección de 100 tardes. Después de agarrar los palos en un tercio de banderillas de menos más -ojo el segundo par asomándose al balcón y el tercero al quiebro-, pleno de majeza, fundió la enésima obra en el molde de lo imborrable. Desde el principio, sentado en el estribo, rodilla en tierra, al epílogo por naturales apaulados, invocando a Rafael, todo desprendió peso, poso y hondura. El toro de Carlos Núñez reivindicó el honor de su sangre y el maestro, el caro compás de su arte. Tan hundido en su derecha o en el crujido de su izquierda. No importaron los pinchazos y un aviso para que el palco pusiera el broche de las dos orejas a un año inconmensurable.
Atrás habían quedado el brindis a su apoderado, Pedro Marques, y un viento calmado que peinaba la última arena que pisaba MdlP, a sus 43 años y 25 redondos de alternativa. Vestía un terno negro con hilo blanco, uno de los 10 que ha estrenado este año. Dejó un discurso inconcluso de armonías con un lindo toro que colocaba bien la cara, que venía pero no se iba. El tranco más de los núñez no apareció esta vez y la espada no sumó.
A Aguado le sonrió la suerte con un toro aún más sesentero, que a su buen inicio en los embroques le ponía clase, especialmente por la mano izquierda, sobre todo cuando le exigió abajo, evitando distracciones. Pablo dibujó una bonita e ingrávida faena que cambió por una oreja. La corrida que había subido con el notable segundo toro de Morante dio también un sexto de viaje largo y manos muy cortas, siempre un punto rebrincado. Pablo Aguado, que había brindado al maestro, no quiso quedarse atrás. Y a la postre lo acompañó con un trofeo más.
El rejoneador Andrés Romero le cortó el rabo a un toro extraordinario -fabuloso el ritmo- de Bohórquez, premiado con la vuelta en el arrastre. Al anterior, leve, pastueño y flojo, también le puso una ferretería.
A hombros arroparon a Morante y parecía que iba solo.
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