Desembarcó Santiago Domecq en Bilbao con un corridón de inmerecido final. La corrida más bilbaína de todo el serial, poblada de toros fuertes, de viejo trapío, cinqueños todos, algunos pasados, uno a días de cumplir los seis años y otro con los seis cumplidos. Cotorrito se llamaba. De portentosa cabeza, formidable morrillo, pero de finas hechuras. La expresión de la edad lo armaba por delante de forma imponente. Cuando viajó en el remate de la larga con la que Leo Valadez abrochó un saludo intempestivo de faroles y caleserinas, apuntó una categoría superior. Tan pronto. La siguiente intervención de Valadez, después de dos puyazos en orden, fue por zapopinas o lopecinas, con lo que en sus manos se hacía difícil verlo. A LV le había tocado el gordo del euromillón y no lo sabía. O sí, pues lo brindó como carta de presentación de su debut en Vista Alegre.
Sentiría el sentimiento del agraciado cuando Cotorrito se estiró, otra vez, en los doblones de apertura de faena: volcó en ellos una profundidad abisal. Por uno y otro pitón, repitió con son, siempre por abajo, yéndose hasta más allá del final, con ese tranco gozoso para torear como un acto espiritual. Que fue lo que más se echó en falta: el mexicano hizo lo que supo y pudo y corrió la mano con los dones que Dios le ha dado para el toreo, entre los que no se encuentra la finura. Para tratar de arreglar la superioridad de la embestida echó las rodillas por tierra en un epílogo por manoletinas. Lo mejor llegaría con la estocada, su punto fuerte junto con el arrojo. Para Cotorrito se antojó escasa la ovación en el arrastre, un vino gran reserva.
Antonio Ferrera despejó la tarde con un toro abierto de cara, vigoroso y fuerte, medido sin embargo en el caballo. Atacó con una potente movilidad que se iría atemperando con el desgaste en el curtido oficio de Ferrera. Todo sucedió según y cómo, no siempre igual ni con el mismo ritmo. Según los terrenos y la distancia. La embestida se apaciguó con más nobleza que empuje o clase para que AF hallase el relajo perseguido. Que brotó en varias series, ya fueran de derechazos o al natural. Entró a matar también muy en corto y, más que en la suerte de recibir, aquello acabó al encuentro. O en un encontronazo. El espadazo valió pese a su travesía. Hubo una ligera petición de oreja y el veterano extremeño se animó a dar la vuelta al ruedo. La ocasión no volvió a presentarse con un cuarto que se desordenó de movimientos, quizá dañado, sin encontrar tampoco la serena muleta que lo ordenase.
Traía la fijeza y un buen fondo un segundo que se hacía un tío desde todos los ángulos. Empujó con riñones en el caballo y luego resultó algo tardo. Ya en banderillas le tiraban los adentros. Y allí precisamente fue donde José Garrido le planteó una faena muy asentada y expresada que se quedó en eso. No hubo remate con la espada. Tampoco con el quinto, el toro más espectacular de toda la semana, tan despampanante. Definidísimo de calidades, ya en su galope, en el modo de colocar la cara en el capote de Garrido. Que lo meció a compás a la verónica. Y se envolvió con él en chicuelinas. Prometía Contento el paraíso de la alegría, incluso con su punto de fragilidad, ese punto quebradizo de la clase, de lo exquisito. JG no lo entendió ya desde que inició la faena con las dos rodillas por tierra. Y, a la postre, tras algunos momentos de más tacto y luz entre montoneras, tampoco con aquel último muletazo que lo derruyó en el epílogo. Una pena.
La corrida de Santi Domecq no mereció el desenlace que le deparó el destino. Apareció mermado el último bajo su venerable y larguísima fachada, a unos días de cumplir los seis años. Matías asomó el pañuelo verde. Y saltó entonces un sobrero con 646 kilos repartidos sobre unas espantosas hechuras. Como si fuera de otra raza. Desedijo, además, con su complicado comportamiento, como defendiéndose del yugo que se echaba en falta. Leo Valadez no volvió la cara y presentó batalla, infructuosamente. Volvió a ejercer como inapelable estoqueador, su más sólida condición.
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