En una extraña tarde, rara, inusual, Ferrera metió a todos en ese laberinto personal que transita. Fuera de todo guion. Y nunca más a su aire, aceptando la plaza un discurso que en los tres primeros toros hizo de Las Ventas un tentador tentadero, ejerciendo como ordenante de lidia para reconvertirla en un caso. Más ligera fue la segunda parte, sujetado todo el largometraje en tercios de la banderillas cumbres de Sánchez, Chacón, Ferreira y compañía. Tal fue la corrida que los de Adolfo, sin ser buen encierro, quedó por ver en la muleta donde algunos se intuyeron más toreables. Pidió el sobrero por sorpresa, gran toro de Pallarés, para pedir otro más llegando el caos: almohadillas para la negativa reglamentaria. Un laberinto Madrid, causa y efecto del laberinto Ferrera.
Hubo mucho humo en el primer tramo. Caballo aquí. Ponlo allá. Tres puyazos sin ser a veces idóneos para los toros. Muy agarrado al piso el primero, para abreviar. El segundo, muy castigado en varas, pareció tener más embestidas que las que sacó Ferrera en prosopopeya lidia. El tercero aprendió en la muleta, pero dio la impresión de ser un toro manoseado por una lidia sobre las piernas poco a modo del toro, que nunca se sintió empujado desde el embroque.
Cambió el ordenado caos en el cuarto. De hecho, la corrida fue más ligera con un toro que embistió bien en una tanda con la derecha, para luego apagarse. En el quinto, Fernando Sánchez se hizo el amo en un par soberbio, quiso responder por el mismo paño Montoliú y se jugó la vida en una cogida fea. Enormes los dos. Embistió bastante el de ‘adolfo’, llevándose Ferrera el toro al tendido cinco, que lo acogió con cariño, mientras el tendido siete protestaba por esa forma de ponerse, de irse y de hacer en su laberinto.
El sexto se definió pronto embistiendo bien y abriéndose como para irse. Le cogió el aire de forma superior en dos tandas, pero luego se fue a su caos de Tauromaquia de torear ajeno a estructura alguna, dos, uno y el remate, con el toro a su aire. Con la espada, toda la tarde, de aprobado raspón.
Y entonces pidió el sobrero. Un lío. Una novedad. Una herejía. Lo había bordado compartiendo tercio de banderillas con Sánchez, Chacón y Joao Antonio Ferreira. Enorme. El toro de Pallarés, hondo y serio, tuvo una enorme clase. Un gran toro. Dos tandas fueron lo mejor de la tarde, manos por debajo de la pala del pitón, asiento y ligazón. A partir de ahí, ya no buscó ese ritmo, para buscar ese laberinto de su toreo. Si la faena hubiera seguido por los mismos caminos que al principio, habría cortado las dos orejas con la misma estocada, media trasera.
Luego pido otro sobrero. Que se anunció. Pero que no se lidió porque alguien leyó el libreto. Una parte del público lo gozó. Otra se cabreo. Almohadillas. Ovación al torero al irse de la plaza hacia su laberinto. Después de haber metido a Madrid dentro de su laberinto. Y de él se habla. De nada más. Del caos metido en una tarde rara de cumbre torera con los palos.
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