FERIA DE SAN MIGUEL
El suceso de Juan Ortega: el temblor de la verónica
La explosión del capote de Juan Ortega convirtió la Maestranza en otro volcán en erupción. A la vera del Guadalquivir bajaba la lava ardiente de las verónicas. Una detrás de otra erupcionaron la plaza. Que despedía oles como rocas contra el cielo. Al quinto lance, sublimemente perfecto, dormido en su pereza, parado en su pureza, tembló Triana. Cumbre Vieja en Sevilla. El río de fuego desembocó en una media enroscada, belmontina, un pasmo como un crujido en la cadera. Una marejada de gentes puesta pie aclamaba la maravilla, el espectáculo de lo antiguo. El toro de Borja Domecq prestó su poder contado, su fondo medido, un temple de excepcional, de salida, para derramarse en el compás de J. O. Su carta de presentación para el debut en Sevilla causó el asombro de los sucesos históricos.
Galleó por chicuelinas con una sutileza exquisita. Otra media, de otro modo, escandalizó ahora por su cadencia. El jandilla de exactas hechuras amagaba ya un desgaste excesivo, tan cortito su fuelle. Duró lo que duran dos hielos en un güisqui on the rocks: para la belleza de la obertura de faena y nada más. La trinchera, el pase de la firma, otro trincherazo y... Fuera de las rayas el toro se defendió, no quiso, negado y agarrado al albero. A Ortega, tan luminoso, se le encasquilló el descabello. La ovación por lo acontecido, por las verónicas imborrables, por aquel sueño, lo bendijo con sus óleos.
Quedaba el último cartucho, un toro de piel encendida de rojos, tan bajo como asfixiado de cuello. Nunca descolgó, y las verónicas esbozadas aprovecharon la inercia de salida, prendidas en su estela. Juan Ortega brindó su muerte a Rafael Jiménez Chicuelo, la coda de la gloriosa estirpe del toreo sevillano. Pero el jandilla a todo a lo que aspiraba era a quitarse la muleta de delante. La colocación cabal de Ortega valió simplemente para hacer el trámite con dignidad. Metió el brazo para enterrar una estocada de despedida. Las palmas le arroparon como un eco de aquel temblor de verónicas, ya lejano.
Aquí, en este mundo del toro, a cada paso se descubre un pequeño dictadorzuelo. El nuevo Tristán de la banda del maestro Tejera, que reina en la Maestranza, decide ahora, según su santo criterio, cuando corta la música. Y así, igual que el día anterior, dejó muda de pronto la faena de Morante a su capricho, este domingo paró en seco su batuta, silenciando la templada izquierda de Manzanares. Que se creció en el castigo, acariciando naturales contra la desconexión momentánea del público que provocó el maestrillo de la música. El jandilla había aminorado el empuje de su notable entrega. De hecho fue el toro con más finales de la corrida. Manzanares lo había toreado previamente con asiento y trazo en su mano derecha. Como concluyó. Su inapelable espada redondeó hasta rendir la oreja con un rotundo volapié.
Otro espadazo descomunal le recetó al quinto, el más alto, desgarbado y descompuesto de la corrida de Jandilla. JMM tragó con todo y con más, ya se viniera vencido o cruzado con su loco movimiento. Mucha firmeza y no menos mérito.
El escasísimo poder del toro de Jandilla que inauguró la tarde con los rizos de sus casi seis años, el pelo lustroso de azabaches, su desarrollado tren delantero y su cara de seria de expresión lastró la buena condición que apuntaba. El Fandi, variado con el capote, más sobrado que lucido con los palos, lo trató amablemente. Pero el jandilla se dio una serie por la mano derecha y se afligió en la siguiente; se dio otra por la izquierda y repitió patrón. Ante el cuarto, tercer cinqueño del hermoso sexteto en su diferentes hechuras -su manejable lote fue el más parejo-, Fandi volvió a tropezarse con inicios de embestida prometedores, pero sin el último tramo, el último metro, frenándose el toro en las manos. No pasó nada. Ya había pasado todo: el suceso de Ortega a la verónica.
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