Por Bertha Hernández
“Era bella sin hipérbole”, escribió el anónimo redactor del periódico El Imparcial el 4 de diciembre de 1909, y hasta presumió de haberla conocido alguna vez. Por eso, pretendió “hacer a un lado el noticierismo”, es decir, aquel naciente canon periodístico que se asociaba a los periódicos modernos, para narrar cómo aquella jovencita, con el entendimiento nublado por la vergüenza y el horror, decidió suicidarse, causando el escándalo de la ciudad de México, que se preparaba para las fiestas de fin de año.
Pero, aún cuando “la nota” era el suicidio de la muchacha, el hecho no correspondía al titular de primera plana del popular periódico. Desde luego, se necesitaba una “cabeza”, un título llamador, de esos que vendían muchos, pero muchos ejemplares. De manera que, junto a la nota principal, que hablaba de roces entre los gobiernos de Nicaragua y Estados Unidos; por encima de la nota de la inminente construcción de un hipódromo para la ciudad de México, y más importante que la búsqueda de los restos de Hernán Cortés en el templo adyacente al viejo Hospital de Jesús, estaba el caso de aquella desdichada joven, titulado; “Rodolfo Gaona fue detenido anoche, a las 7, en la sexta comisaría”. “Suicidio de una bella joven”, era el titular menor.
Parecía que, en esos días de fin de año, importaba más la fama de aquel diestro, sus triunfos y sus escándalos, porque ya se había convertido en ídolo popular, que el drama íntimo de una muchachita que no tenía sino quince años y medio, y a la que, un momento de emoción irreflexiva, la puso en el camino hacia la tumba y la empujó a la estridente notoriedad de las hojas sueltas y a la lacrimógena narrativa de la prensa, que vio en su desdicha la oportunidad de ganar la noticia, buscando el escenario de su muerte.
Al día siguiente, la dirección de El Imparcial, había decidido que el rostro de la jovencita María Luisa Nocker -en algunas publicaciones escribieron Noecker- era, sin duda, lo que atraería a los lectores del día. Gracias a los tenaces reporteros de aquella redacción, el diario pudo conseguir, de un fotógrafo de la calle de Revillagigedo, la que podría ser la última imagen de la joven: carita redonda, mirada suave, peinado ampuloso. Toda una señorita, de buena familia, del México que gobernaba don Porfirio. Que se hubiera suicidado, era escandaloso. Que se hubiera suicidado porque pasó la noche fuera de su casa, en compañía de una ruidosa cuadrilla de toreros en un baile, y que uno de ellos, presumiblemente el famoso Rodolfo Gaona, la hubiera seducido y le hubiera “arrebatado el honor”, revelaba una historia de malas decisiones que convirtieron a la pobre chica, cuando su cuerpo ya se encontraba en el depósito de cadáveres de la Inspección de Policía, en la “María Luisa, la suicida”, personaje de una hoja volante que dio a ganar una buena cantidad de pesos a don Antonio Vanegas Arroyo.
“EL INDIO” GAONA, ÍDOLO DE LAS MASAS
Uno de los detalles importantísimos en esta historia, que afloró gracias al trabajo de los reporteros y de los sabuesos de la imprenta Vanegas Arroyo fue que María Luisa Nocker, que vivía en la calle Nuevo México, hoy Artículo 123, era una jovencita que, como tantas otras, estaba “enamorada” del popularísimo Rodolfo Gaona. Claro que tenía novio, pero Gaona era otra cosa: era la estrella de la fiesta brava, el matador popularísimo, que había saltado a la fama en 1907 y que, gracias a sus esfuerzos, y pese a su cuna humilde, era personaje famoso, admitido en algunas fiestas y eventos de la buena sociedad.
Pero en 1909, los toreros tenían muy mala fama. Malísima. Ningún miembro de la élite porfiriana pensaría en un torero, aunque fuese Gaona, para emparentar, por medio de un matrimonio con alguna de las hijas de las elegantes familias del país. Los toreros formaban parte del mundo oscuro, de los bajos fondos del México porfiriano. Eran sí, personajes brillantes, aplaudidos. Pero tenían fama de haraganes para todo lo que no fuera ruedo y faena, y solían acompañarse de gente muy poco recomendable, como bribones, jugadores y prostitutas. Los que estaban al día en las letras nacionales no olvidaban que, en aquella novela muy vendida, “Santa”, de Federico Gamboa, aparecían toreros enamorados, celosos y violentos que resolvían sus cuitas sentimentales con brutalidad. Esos eran los toreros.
Pero ignorando la moralina del señor Gamboa, los seguidores del torero Gaona eran muchos, cientos, miles. Gaona había sido contratado para anunciar una cerveza; su fotografía, botella en mano, con traje formal, era un atractivo reclamo publicitario. Tan querido era que un cierto cigarrillo, producido por la gran empresa El Buen Tono, llevaba el nombre del diestro; tan popular era, que su foto se vendía por cientos en el formato de tarjeta postal y hasta le habían compuesto una marcha. Las hojas volantes, que no solo se ocupaban de los hechos de sangre, le habían dedicado su atención en 1908, dedicándole ingeniosos versos:
Pues señor, se necesita
Ser un idiota cabal
Para ignorar la famita
Del diestro ya universal.
Era tan famoso Rodolfo Gaona, que no debía extrañar que muchas jovencitas como María Luisa Nocker, y muchas otras, ya mayorcitas, se apasionaran de él, anhelaran conocerlo, y soñaban con que, si tal cosa ocurría, el ídolo se prendaría de ellas, correspondiendo su amor.
Cuando el terco reportero de El Imparcial logró meterse a la recámara de la pobre suicida, notó un detalle que no dejó de escribir en la nota que le encomendaron en ese diciembre de 1909: las paredes del cuarto de María Luisa Nocker estaban tapizadas de fotografías de Rodolfo Gaona.
ASÍ OCURRIÓ LA TRAGEDIA
“¡Al primero que se acerque, le disparo!”, gritó una enloquecida María Luisa Nocker: la servidumbre de la casa se echó hacia atrás, aterrada; el novio de la muchacha, cuyo nombre “por decoro y respeto” quedó oculto, intentó, sin éxito, tranquilizarla. María Luisa no escuchaba, y mucho menos a aquel muchacho, su novio. ¿Cómo le iba a explicar lo que había ocurrido? Lo que ese chico sabía es que, la noche del 2 de diciembre, María Luisa no durmió en su casa, porque se había quedado con una amiga. El incidente tenía furioso a su tío, que amenazó, de inmediato, con enviarla interna a un colegio de señoritas.
Ciega, histérica, María Luisa se apoderó del revólver propiedad de su tío; estaba decidida a matarse, y en cuanto la servidumbre se dio cuenta, empezó la gritería. El novio, que no creía a la chica capaz de ninguna barbaridad, le habló con dulzura. Pero ella no escuchaba. Incluso, dijo que, si se acercaba su tío, “también le dispararía”.
Por evidente falta de pericia, el revolver se le disparó a la muchacha. Los sirvientes salieron corriendo. El segundo balazo ya no fue accidental: María Luisa Nocker se disparó en la frente. Cayó muerta. Su novio la tomó en brazos, pero la chica ya no era de este mundo. El joven, atribulado, no comprendía: ¿qué había orillado a María Luisa a quitarse la vida? ¡Si no era tan grave! Es cierto que una señorita decente de 1909 no salía a las 8:30 de la noche de su hogar, diciendo que iba a “ver a una amiga”, que no tardaría… para regresar casi a las 7 de la mañana del día siguiente. El asunto, juzgó el novio, terminaría con María Luisa en un colegio, prometiendo portarse adecuadamente el resto de su vida.
Los detalles oscuros empezaron a aflorar después de que la muchacha se suicidara: la inspección de Policía entró en acción, y así se supo que María Luisa no había pasado la noche con ninguna amiga. Había estado en una alegre fiesta donde se encontraba la cuadrilla de Rodolfo Gaona, y que había entrado buscando al famoso diestro. Cuando se enteró que el torero no se encontraba ahí, mohína y enojada, temerosa al mismo tiempo, porque imaginaba que en casa le esperaba una buena regañada, pretendió abandonar el lugar. Pero ahí estaba un amigo suyo, un fulano que se dedicaba a la venta de huevo, y que respondía por Cirilo.
María Luisa había hecho migas con el vendedor, porque Cirilo siempre estaba presumiendo que era buen amigo de Rodolfo Gaona, y, entrado en confianza, al enterarse de la emoción que el diestro le despertaba a la muchacha, le ofreció presentárselo. La muchacha no cabía en sí de la emoción: ¡conocería al gran Gaona! Y la sola posibilidad le alentó la audacia en su joven corazón.
En la fiesta, Cirilo se le acercó y la tranquilizó. La muchacha, compungida, quería irse a casa. Espera, le dijo el huevero. “No está Rodolfo, pero… está Enrique, su hermano”.
Interrogados, los taurinos contaron después que, entre todos, la convencieron de quedarse. Recordaron que ella no bebió ni una gota de alcohol. Qué pasó después, ellos no supieron. Pero los reporteros dieron con el propietario de un hotel de la calle 5 de Mayo, que refirió cómo un hombre que no era Rodolfo Gaona, entró del brazo de María Luisa Nocker, a quien identificó por haberla visto en la primera plana de El Imparcial. La pareja, declaró el hotelero “daba la impresión de ser amantes”. Recibieron la llave de la habitación 19 y se perdieron en las escaleras. El dueño del establecimiento se despreocupó: era una escena como tantas de la vida nocturna de la capital.
El drama empezó al día siguiente, cuando María Luisa Nocker volvió a su casa, aterrada, “deshonrada”, agobiada. No soportó la tormenta de emociones que llevaba dentro más de 24 horas; incapaz de soportar el peso de su propia conciencia, porque a nadie había confiado su aventura, tomó el revólver de su tío, y en gran escándalo, que nadie de los suyos atinaba a comprender, se quitó la vida.
Las primeras investigaciones lograron rastrear la ruta nocturna de María Luisa. Al enterarse de que el propósito de la escapada era conocer a Gaona, la policía no lo pensó: apresó al famoso torero, y lo encerró en una bartolina de la cárcel de Belem. A poco de ello, apareció el hermano, Enrique, que confesó su responsabilidad en los hechos. A pesar de ello, Rodolfo Gaona permaneció preso hasta el 30 de diciembre de 1909, mientras proseguían las investigaciones. El drama de la muchacha se desvaneció entre las fiestas y las campanadas que anunciaban el fin de 1909 y la llegada del año del Centenario.
DE LA MORGUE A LA HOJA VOLANTE
María Luisa Nocker, hija de un matrimonio franco-alemán, fue objeto de lo que hoy llamaríamos revictimización: su drama no solo apareció en las primeras planas; Vanegas Arroyo se concentró en la prisión y liberación, mediante el pago de una fianza de cinco mil pesos -muchísimo dinero- de Rodolfo Gaona, quien continuó su carrera, aplaudido y admirado, hasta su muerte, muy entrado el siglo XX, en 1975.
Siguiendo la corriente del escándalo social, que vio muy mal la historia de la jovencita que, fuera de la mirada vigilante de sus progenitores -el padre había viajado a Alemania y la madre, enferma de tifo, estaba internada en el Hospital Americano- había arriesgado todo por una boba pasión gratuita -ni siquiera iba a corridas de toros, declaró su tío- y había quedado deshonrada, el impresor Vanegas pensó que se merecía su propia hoja volante.
Así, la tragedia concluyó con una serie de versos, donde el alma de la suicida pasaba revista a sus errores, y recomendaba a las muchachas no dejarse llevar por la imprudencia, las compañías malas y las tentaciones de las figuras famosas. De lo contrario, acabarían como ella, sin nombre ni honor, convertidas en el apodo que le dio Vanegas Arroyo: “María Luisa, la Suicida
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