Presentación del libro “El fin de la fiesta”, de Rubén Amón.
Club Matador, Madrid, 24 de marzo de 2021.
Muchos de ustedes se han sorprendido al verme en esta rueda o ruedo de prensa. Yo también. ¿Qué hago yo aquí? Es una buena pregunta.
Primero. No sé nada de toros. Sí soy una chica de campo. Mi infancia son unas marismas de Entre Ríos, Argentina. Crecí entre carpinchos, caballos y toros. Eso sí, mansos. Al amanecer salía con los gauchos —el sabio Don Pelele— a mover el ganado de un potrero a otro: tres horas de ida a caballo; tres de vuelta. He marcado terneros a fuego. Y hasta he cortado criadillas con facón. ¡Ojo, Iglesias! Pero salvo una bestia de raza cebú, al que mi padre bautizó “Adolfo” por su inverosímil ferocidad, apenas conozco el mundo del toro bravo.
La prueba de mi radical ignorancia es que cuando el maestro Morante de La Puebla me brindó un toro, el pasado 12 de octubre en Córdoba, no supe qué hacer. Me quedé de pie, mirando primero la arena y luego al tendido, embobada, presa de mi torpeza y mi emoción. Morante, como dice Rubén en este libro —tan bellamente escrito como editado— es la mejor expresión estética de la tauromaquia contemporánea: Apolo y Dionisio.
El segundo motivo por el que no merezco este honor es que soy política. Y este libro es un alegato contra la estúpida y tóxica politización de los toros. Esa que llevó al nacionalismo catalán —categoría en la que incluyo al PSC, por supuesto— a cometer la fechoría de prohibir los toros en Cataluña y en cambio proteger, reivindicar y financiar los Bous al carrer.
La tercera razón es que soy de derechas. Bueno, yo diría de centro radical, pero vaya: de derechas. Es decir, que mi presencia hoy aquí podría resultar contraproducente porque reafirma otro de los malentendidos que nuestro autor se afana en deshacer. La idea de que los toros son el sanguinario divertimento de los señoritos, los pijos y las marquesas. Y, en cambio, la protección de los animales —y la ecología—, el patrimonio del pueblo y de la gente ilustrada y con buen corazón. Es decir, de la izquierda.
Por tanto, lo primero a destacar hoy es la personalidad de Rubén Amón. Podría haberse buscado para esta presentación un culturetas de izquierdas, que él de la cultureta sabe mucho. Pero no lo ha hecho. Y yo se lo agradezco. Y le rindo tributo. Es una prueba de valor. Y hasta de sentido del humor. Nuestro autor se ríe de las etiquetas. Refuta el marco dominante. Desafía la corriente y se rebela contra la tiranía de la corrección política.
Rubén Amón es un hombre libre. Y en los tiempos que corren, de censura y sobre todo de autocensura, la libertad es un valor supremo.
Y como Amón, su libro.
Se habla mucho ahora de la batalla cultural. Es el sintagma de moda y como tal se está prestando al abuso y la tergiversación. Este libro, sin embargo, le devuelve su sentido profundo y exacto. No porque los toros puedan considerarse legítimamente Cultura, que lo son, sino porque el ensayo en sí planta cara a una determinada visión del individuo y de la sociedad. Una sociedad incolora, inodora, insípida, uniforme, que abjura del rito, la liturgia y las manifestaciones creativas extremas, escribe Rubén. Una sociedad al baño María, añadiría yo, en la que los individuos vegetan sin sobresaltos ni tribulaciones aparentes, sobreprotegidos, uniformados, nivelados, masificados. Papilla a perpetuidad.
Pero vamos al fondo del libro. Los toros tienen muchos detractores. Es lógico que así sea. Pero también han tenido y tienen notables defensores. El problema es que, en general, esos defensores no sólo no impugnan el marco de sus detractores, sino que lo refuerzan. Uno de esos marcos es la identidad. La identidad española.
Voy a contarles una anécdota.
Hace unos años entrevisté a Nicolás Sarkozy, que aspiraba entonces a reconquistar la presidencia de la República. Para conseguirlo tenía que frenar el avance de Marine Le Pen y había escrito un libro lleno de enfáticas apelaciones a la identidad de Francia, la grandeza de Francia, e incluso el alma de Francia.
Bastante difícil es descifrar el alma de una persona como para distinguir el alma de una nación…
Le pregunté por este punto y, un tanto irritado, me contestó: “¡Usted también tiene una identidad!”
“¿Yo?”, le contesté. Pero si soy lo que el tango llama “una mezcla rara”. Una mestiza de libro. Pero insistió: “Sí, sí. Y además —me reprochó— hay una identidad colectiva. Cuando veo a mis amigos españoles veo una identidad colectiva española.”
Intrigada, divertida, le pregunté: “¿Y esa identidad española… en qué consiste exactamente?” Sin pensarlo dos veces me contestó: “Es una identidad fascinada por la tauromaquia, en la que destaca la omnipresencia de la muerte, del drama. No tiene nada que ver con la identidad francesa.”
Lo repito: “…Una identidad española fascinada por la tauromaquia, en la que destaca la omnipresencia de la muerte, del drama. Nada que ver con la francesa…”
Rubén habría disfrutado. Le habría hablado de Simon Casas, y de Sebastián Castella, y de cuando el público del anfiteatro romano de Arles cantó en pie la Marsellesa para defender los toros, sus toros, de la prohibición. Le habría explicado que Francia es hoy el gran santuario de la tauromaquia y que la reivindica invocando nada menos que la excepción cultural.
Yo simplemente le contesté: “Pues en Francia hay toros y en Cataluña están prohibidos.”
A partir de ahí la entrevista se convirtió en una discusión sobre la presunta identidad cultural de Cataluña. Sarkozy llegó a decirme que la identidad de las naciones no cambia jamás. Y en fin. Tuvimos nuestras discrepancias.
Los toros son España, sin duda. Parte de la triada “sol, sexo y fiesta” —esta última en sus dos acepciones— que tanto escandaliza y fascina a los anglosajones. (A muchos españoles esta actitud anglo hacia España les irrita. Confieso que a mí me hace gracia. Creo que antes que combatir inútilmente el tópico, mejor reivindicarlo con humor y con astucia: “Sí, somos la tierra de Carmen, Escamillo y Don José. ¡Vengan ustedes a disfrutarla!”)
Pero los toros son algo más que España. Son el Mediterráneo. Son también Iberoamérica: el gran Roca Rey. Son Francia, desde luego. En la única foto que conservo de mis abuelos paternos aparecen juntos y sonrientes en la plaza de toros de Nîmes. Ella, una francesa moderna de Marsella. El, un aristócrata arruinado del Nápoles español. Los felices años 20.
Y, por supuesto, los toros son también Cataluña. Como diputada por Barcelona me conjuro para que vuelvan. En mi primera etapa política, me asignaron un escaño en una esquina del Grupo Parlamentario junto a Esquerra República de Cataluña. Mi vecino era Joan Tardà. Una tarde, mientras la sesión languidecía, le encontré absorto, leyendo. Miré la cubierta de su libro: “Juan Belmonte, matador de toros”. Sorprendida, le pregunté: “Oye, Joan: ¿cómo es posible que leas esta maravilla que aúna a Belmonte y Chaves Nogales, el torero español y el símbolo de la Tercera España, y luego promuevas desde la tribuna la destrucción de todo lo que uno y otro significan?”
“Buen libro”, me contestó sin levantar la cabeza.
Sirvan estas anécdotas para ilustrar lo enraizado que está el tópico identitario en el imaginario colectivo. Hasta qué punto la asociación entre la tauromaquia y la identidad es problemática. Y sobre todo lo difícil que es contraponer al abolicionismo un corpus intelectual alternativo. Ese es el enorme valor del libro que hoy presentamos. Un ensayo inteligente. Elegante. Cartesianamente concebido y estructurado. Un manual de combate. Rubén Amón ofrece a la tauromaquia una defensa racional, cabal, integral y eficaz. Un arsenal argumental que matiza y trasciende por mucho el marco identitario.
Y ahora, si tienen paciencia, quiero destacar cuatro ideas del libro.
La primera es la reivindicación de una ciudadanía adulta.
Los toros son un espectáculo para adultos. No en el sentido literal, claro. Pero sí metafórico. Para empezar, está la muerte. Y esto lo explica especialmente bien Rubén. La muerte es la gran proscrita de la sociedad contemporánea. Bueno, más que la muerte en sí, la visión de la muerte. La nuestra es una sociedad eminentemente hipócrita. Aceptamos la muerte, qué remedio, pero siempre y cuando no la veamos. Basta recordar —y Rubén lo hace– el escándalo que provocó la publicación en la portada de El Mundo de una foto del Palacio de Hielo, con cientos de ataúdes alineados. Cadáveres del coronavirus.
Sólo hay una cosa que soportamos peor que la exhibición de la muerte humana. La exhibición de la muerte animal. Por ahí no pasamos. La sedación del pobre perro Excalibur durante la crisis del ébola provocó una auténtica sublevación popular. Desde el inicio de la pandemia del coronavirus han muerto en España 100.000 hombres y mujeres, muchos de ellos en la más horrible soledad. Tenemos el mayor exceso de muerte de Europa. Y en cambio este escándalo —esto sí que es un escándalo— no ha concitado ni una sola protesta, manifestación, marcha, concentración. Nada. Por no hablar del jolgorio tuitero que causaron las muertes de los toreros Iván Fandiño y Víctor Barrios, que ya entra dentro de la más radical inhumanidad, cuando no directamente en el anti-humanismo.
La nuestra es una sociedad Disney. Y los toros la impugnan. La desafían. También en otro sentido, todavía más exigente.
El aficionado honesto asume la premisa, eminentemente adulta, de que no todo en la vida es mohair, mimos y celofán. No todo es bueno, bonito y barato. Ni siquiera moral. Ser adulto es comprender que el alma humana tiene zonas oscuras. Que tenemos pulsiones atávicas, irracionales, que hemos aprendido a dominar. Aunque sea en el límite justo y sublimadas por el arte, el rito y la belleza. Claro que los toros pueden resultar ofensivos. Pero frente a una sociedad domesticada y falsamente moralizante, sanctimonious, yo reclamo mi derecho a ofender y a ser ofendida.
El segundo asunto importante que trata este libro es el papel del héroe en la sociedad. Rubén analiza, con maestría, la banalización del héroe en las sociedades contemporáneas y la contrapone al torero que se juega no ya el prestigio sino la vida. Yo iría aún más lejos. Y aquí voy a cometer un pecado a ojos de nuestro autor. “El Fin de la Fiesta” denuncia el empeño en etiquetar ideológicamente la tauromaquia. Pero voy a decirlo: los toros no son de derechas ni de izquierdas, claro, pero sí tienen mucho de liberales. En el sentido más puro, menos infectado —¡menos político!— de la palabra.
El torero es el individuo hecho a sí mismo. Aquellos muchachos que vi sentados en la tapia del tentadero de los Nuñez Cervera en Tarifa, mezcla conmovedora de humildad y ambición. El torero es el individuo venido de abajo. Literalmente. Lo explica Rubén: frente al hombre a caballo —el caballero—, el hombre de a pie —el torero—.
Y algo más. Seguro que recuerdan el célebre fragmento del discurso que Theodore Roosevelt pronunció en La Sorbona, el 23 de abril de 1910, bajo el titulo “La ciudadanía en una República”. Dice así:
“No es el crítico el que cuenta, aquel que señala al hombre fuerte cuando tropieza o que le dice al hacedor de cosas cómo podría haberlas hecho mejor. El mérito recae en el hombre en la arena, cuyo rostro está cubierto de polvo y de sudor y de sangre; que pelea valientemente; que se equivoca; que falla una y otra vez porque no hay esfuerzo sin revés, pero que se afana por conseguir sus objetivos; que conoce grandes entusiasmos, grandes devociones, que se desgasta en una causa digna; que en el mejor de los casos saborea el triunfo de los grandes éxitos, y en el peor, si fracasa, al menos lo hace arriesgando con grandeza, de forma que su lugar nunca estará entre esas almas pusilánimes y frías que no conocen ni la victoria ni la derrota”.
El torero es el hombre en la arena. En sentido recto, pero también en sentido metafórico, político, como diría Savater. Es el hombre que no se limita a criticar desde la barrera ni se esconde en el burladero, sino que asume personalmente el riesgo y la responsabilidad. El que no busca atajos ni culpables ajenos ni la sobreprotección de nadie. El que exhibe una valentía inconmensurable. Ante el público más exigente. Frente a un rival noble, a su altura. Ante la sombra de la propia muerte.
En este tiempo de impostura, cálculo y cobardía, en este tiempo de victimismos y susceptibilidades a flor de piel, la figura del torero emerge como algo más que un héroe. Es un ejemplo cívico. Un ciudadano ejemplar.
El tercer asunto que Rubén aborda con especial eficacia es la absurda contraposición entre tauromaquia y ecología. Me he reído, por no llorar, con lo que cuenta sobre el nuevo movimiento que pretende prohibir el lenguaje no inclusivo cuando afecta a los animales. Queden proscritas, por denigratorias, expresiones como: “nos aburrimos como ostras”, “matar dos pájaros de un tiro”, “loca como una cabra” y “coger el toro por los cuernos”. Esta última la utilizaba Rajoy como mínimo dos veces por semana. Tampoco podrá usarse la palabra “mascotas”. Desde ahora serán nuestros “compañeros”. O, quizá mejor, nuestras “camaradas”.
A ver cuánto tardan en exigirnos que pidamos perdón retrospectivo a los animales por el abuso histórico que les hemos infligido. Todos esos bisontes arrastrados hacia la cueva. ¿Y quién será el primer líder mundial en ponerse de rodillas? Y, por cierto, estoy deseando que me expliquen qué obligaciones van a tener los animales en justa correspondencia con sus derechos. Ya se sabe: no hay derechos sin obligaciones. Como camarada de varios perros y un gato, es un asunto que me interesa sobremanera.
Dice Rubén que no hay en España un partido realmente ecologista, no adulterado por el animalismo radical. Tiene razón. Yo animo al PP a que sea ese partido. Capaz de entender y explicar que los toros aúnan, de una forma insólita y veraz, la conservación con la transgresión. ¡Poder ser conservadores y transgresores a la vez! Qué oportunidad.
El valor de la transgresión: quizá sea lo más importante de lo que ha escrito Rubén, aunque sea citando a mi ex adversaria parlamentaria Carmen Calvo. Aunque, pensándolo bien, sobre esto sí podríamos conversar las dos con un café.
“Comunismo o Libertad”, dicen —decimos— ahora. Pues en los toros fue posible decir “Comunismo y Libertad”. No hace falta citar a los comunistas taurinos. Fueron tantos. Y grandes. Universales.
La Fiesta suma y aúna porque es un ámbito de libertad. Escapa a la ambición tutelar de los burócratas y los déspotas. Exige respeto a la libertad ajena y también un compromiso inquebrantable con la propia. Una disposición a asumir el coste de la heterodoxia. Ese coste es alto y la valentía no abunda. Nuestra sociedad es acomodaticia, gregaria y sumisona. Y, sin embargo, yo no soy pesimista. Primero, porque el pesimismo es mala educación, como ha dicho nuestra común amiga Rosa Belmonte. El Apocalipsis es otra forma de utopía. Pero, además, hay motivos objetivos para el optimismo. Como el que despliega Rubén al final del libro. No es un optimismo infantil, sino combativo. Del ciudadano que planta cara. Que no se rinde ni tampoco transige. Mejor la prohibición de los toros que una transacción respecto a la muerte, que sería la muerta en diferido. No de un toro, sino del toro. La abolición tendría, además, otra ventaja añadida frente a la inanición. Y es que tras ella vendría la clandestinidad. Y la clandestinidad, como apunta Rubén Amón en uno de sus últimos párrafos, un párrafo inteligente y bienhumorado, es una idea enormemente atractiva. Excitante, diría. Pasaríamos a la Resistencia, el sino y la suerte de los hombres libres.
Si eso ocurriera, esta lega, esta profana criada entre vacas mansas, se ofrecería feliz como último peón de la cuadrilla.
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