viernes, 31 de julio de 2020

VALDERRAMA EL DE LOS MIURAS Por Luis Pérez Oramas


 

 

Luis Pérez Orama, autor de esta hermosa crónica en la que descubre la rara bravura escondida en los mansos ... aparentes!



De Zahariche vinieron los toros sin una gota de sangre que no fuera de Miura. De Zahariche vino esta forma rara de bravura que se esconde bajo la electricidad de los mansos aparentes, peligrosos fieros cuyos cuernos llevan encima el drama y el miedo. Primero, 560 kilos cárdenos bragados sembró el pánico en el ruedo y en pocos minutos de fragor nos ofreció una escena goyesca de estampida, de tablas de barrera por el aire, de gritos de terror, de cuadrilla espantada. Pepe Luis Martín, torero de Ronda, dejó de lado las bellas maneras del matador aristocrático y tras una serie de metálicos doblones se encontró pronto bajo los cuernos del toro, con sangre en la cara y la taleguilla desgarrada. Es que se nos iba a nublar más en los ojos la pesadumbre de las tragedias de Miura.

Pero yo quiero nombrar, más que el coraje y la agilidad, a la voluntad estética ante lo imposible, a la belleza como fracaso vecino de la muerte, que también entre nosotros ronda. Yo quiero hablar aquí de las apuestas atrevidas y valientes que pueblan la historia de los toros y la despiertan, de tiempo en tiempo, a sus luces.

Vinieron los toros de Zahariche con sus mugidos de monstruos nocturnos que tiemblan en Lora del Río, pero por otros caminos, por senderos de pastoreo vino de El Torbiscal, dulce nombre de cortijo sevillano, donde vive, un jóven que uno viera caminar por una calle de Triana, y apenas voltearía otra vez para mirarlo. Porque Domingo Valderrama Román es pequeño -lo que todos anotan-, como pequeño era Belmonte -lo que pocos recuerdan-, y modesto por gentilicio. Pero en sus pocos centímetros de cuerpo respiran febriles una agilidad y una malicia, una elegancia y una voluntad principesca, una inteligencia en fin que se revela preponderante ante los toros.

Cierto, Domingo Valderrama no cortó las orejas de sus bichos, pero son tan pocos hoy los que quieren verle la cara a los Miuras y tan escasos los que saben hacerlo, que la vuelta al ruedo de su salida en Nimes debería valerle para mucho. Porque estuvo Valderrama como hay que estar delante de sus toros, y ni la experiencia de miuradas innumerables del maestro Campuzano, ni la valiente elegancia de Pepe Luis Martín, que también se lo jugaba todo, pudieron opacarlo y al contrario, como en un espejo por la tarde enceguecida, le alumbraron la talla de su otra, enorme altura.

Novillero hasta el mes de octubre de 1992, Valderrama toma la alternativa en una placita girondina de los suburbios de Burdeos y con solo tres corridas de toros en su haber acepta enfrentar en la primera Feria de Francia, el domingo de fuego de Pentecostés, a los monstruos de Don Eduardo Miura. La tauromaquia esta aventada de apuestas suicidarias sobre las que se construye, a la vez, la leyenda y el triunfo. Si este torero de veinte y dos años, de un metro cincuenta y cinco de estatura, con menos de un año de alternativa, pudo estar ágil, denso y vencedor ante lo más peligroso que la naturaleza ha dado a luz como lo estuvo ayer, con capacidad de parar, de mandar, de templarle naturales y derechazos sólidos, surgidos de una ilusión imposible e insólita, hubiese cabido pensar entonces que, con pasmo en el alma, aquel era el primer día de una gesta que comenzaba y que debería, si la justicia y la sensatez se dieran la mano, culminar memorable en los años que se anuncian.

Patética fue la muerte de Amargoso, que pesaba 630 kilos y, desde el morrillo al suelo, medía más de ciento sesenta centímetros. La faena fue grande y nadie pone en duda que Valderrama se hubiera llevado la oreja de su Miura en la chaquetilla, si acaso la espada hubiese entrado en el primer intento. Los que con temor le vimos andar decidido hacia el círculo de arena recordaremos, perdurable y efímera, aquella larga soberbia rematada en quiebro que dejó, alelado y seco, vencido, al toro que se llamaba Harmónico, media tonelada negra de amargura, inocente de haber nacido para encontrarse un día con el sol vestido de oro y rosa, cargando la muleta, transformando a los emisarios de la muerte en lenguas de fuego y vida nueva.

Yo quisiera en fin hablar de la injusticia y del silencio, esa otra muerte, y del olvido, esa otra vida. Hay en un cortijo del pueblo sevillano de Los Palacios un torero que espera, quizás, otros toros, tan bravos, pero quizás más nobles, para destilar con los brazos un arte innato y escondido, la elegancia maciza que se dejaba adivinar aquella tarde, última de Mayo, ante las pesadillas de Zahariche.

Todo arte es inválido y sin la generosa atención que debe prestársele puede permanecer mudo para siempre. Hablando de Picasso, que tuvo suerte de figura del toreo, un gran especialista de su obra, en los epílogos gloriosos del cuadro llamado Las Señoritas de Aviñón, lo recordaba : "Sin una misericordia plena de atención ninguna obra de arte podrá elevarse nunca al rango de obra maestra".

Yo no sé si en El Torbiscal hay sombras y hay senderos pastorales. Yo no sé si la miserocordia se ha puesto a ver sus frutos. Yo sólo sé que hubo un arte grande en las maneras valientes de Valderrama el de los Miuras, un arte que pudiera dar en un mundo posible, si el mundo no fuera esta suma de desilusiones, la talla de la historia, la envergadura de los que ya lo han precedido y quienes desde la ausencia lo estaban viendo aquella tarde venir hacia nosotros, la espada brillando en una mano y en la otra, definitiva y matinal, la Gracia.

(1993)

 

 

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