jueves, 30 de julio de 2020

ADIÓS, ROMERO Por Luis Pérez Oramas


 

 

 

Foto de Arjona, que inspiró la escultura de Curro Romero en Sevilla

 

He estado buscando en mi memoria, a falta de encontrarlo entre mis notas, el recuerdo de haber visto a Francisco Romero, Faraón de Camas, torear en el óvalo de arena antiquísimo de Nimes. Y sólo tengo dos imágenes: la de un hombre plantado en el suelo como si la gravedad pesara más en sus pies que en cualquier otra región del planeta y un mundo de gentes, en otra ciudad no menos memoriosa, bajando en multitud con ramilletes de romero como si fuera a ver el esperado cumplimiento de un milagro. 

Corrían los últimos días de septiembre y San Miguel Arcángel estaba de fiestas viendo desde su minarete altísimo la ciudad que le rinde patronazgo. Toreaba Romero aquella tarde de domingo en Sevilla y una dama, viéndome perdido, viéndome tardío, me espetó con su ofrenda de romero fresco entre las manos: “¡Apurasse chiquillo, que lo mejó de Curro ej er paseo!”. Curro Romero -nombre de romance lorquiano, como bien lo dijo su primer cronista hace medio siglo- se retiró para siempre de los toros durante el curso del año 2000. Ha logrado, pues, lo más difícil de su oficio, según lo dijera una tarde Mazzantini al emperador de los franceses en Bayona, que es llegar a viejo. De su retirada se han escrito páginas enteras en todos los grandes periódicos hispánicos y en algunos de los mejores rotativos del mundo, como el francés Le Monde, en donde le han dedicado bellísimas semblanzas. Porque Curro Romero fué, por encima de toda afición taurina, uno de los grandes ingenios españoles de la segunda mitad del siglo XX. Cincuenta años ha estado Romero frente a los toros y -los entendidos sabrán- sólo recuerda haber hecho una sola revolera. Quiere esto decir -para los que no son entendidosque la fidelidad de Curro a una tauromaquia clásica ha sido absoluta y que todos sus toros han despertado a la luz de sus verónicas con un recorte sobrio, como una madera de Martínez Montañés, que los ha detenido en seco, y así han quedado parados para siempre, cuando le ha salido a Curro el toro bueno, el toro bravo y que embiste, el toro soñado. Porque cuando no ha salido el toro tampoco ha salido Curro, quedándose sonámbulo oyendo espetar su nombre con rabia a multitudes. Así las revoleras -tan bonitas, pero en las que el toro se pierde y se le pierden al animal los ojos- se las dejó Romero a otros toreros, como también les dejó las manoletinas, las chicuelinas y todos los pases de acaso, no de dominio; todos los fuegos de artificio que no son castigo sublime, todas las flores marchitas. Pero yo recuerdo en fin, a falta de detalles de una faena en Nimes en la que el capote del torero nos hizo ver apariciones, aquel río de gentes llevando manojos de romero por las calles de Sevilla con la misma fé absurda y emocionada con la que se va a ver salir el “cachorro” de Triana en las marismas de la madrugada, con la misma devoción con la que se amanece a los pies de la Macarena orando por seguirillas. Yo comprendí entonces toda la teología del milagro, que es pura emoción acumulada y también la cercanía que tienen estas cosas con los asuntos de la desilusión y con la ira. Porque aquel pueblo devoto a su torero -aquel pueblo que tuvo en su torero a su propio espejo roto- supo también gritar al aire de sus decepciones cuando el señor Curro no vió salir a ninguno de sus toros aquella tarde de San Miguel Arcángel, limitándose a dar unos pasitos para atrás con la muleta. Francisco Romero comenzó a torear sin caballos, de novillero, en 1951. Se puede decir entonces que estuvo ante los toros durante el más árduo de los medio siglos de la tauromaquia, durante el medio siglo que vió substituirse todo espacio ritual por un sin lugar de imágenes televisadas, satelizadas y virtuales; durante el medio siglo que vió el mayor número de estilos artísticos internacionales surgir y diseminarse como pandemias formales; durante el medio siglo menos vernáculo de todos los siglos y sobre el mismo medio siglo que, desde el duelo por Belmonte y Manolete, vió surgir una tauromaquia contemporánea, una tauromaquia business, de toreros boyantes y tremendistas cuyo aprendizaje al toreo llevaba por destino lidiar públicos, más que toros. Esto quiere decir que no fué Curro Romero un genio y que la tauromaquia no sufrió con él revoluciones. En un tiempo de heterodoxias, en días de eclecticismo y de olvido fue el Faraón de Camas un torero nacido en los suburbios industriales de una ciudad más antigua que toda memoria, quien vino a recoger su capote ‘con dos deditos’ y a instrumentar inefables pases de toda la vida, verónicas de siempre con angelical perfección, al punto de que más de uno sugirió cambiarles el nombre, y llamarlas en adelante romerinas. José Bergamín, que debe haber visto a Curro algún día, escribió sabidurías enormes sobre el geométrico arte de lidiar los toros, y entre ellas algunas hondas reflexiones sobre la despaciosidad, sobre el oficio de la lentitud, sobre la vital filosofía de la espera. “Todos andan de cabeza porque hay puesta una trampa en el mundo, que es la velocidad” -le ha dicho Curro con acentos de Gracián a su confesor literario, Antonio Burgos, en un emocionante recuento de su vida torera. Y es que Curro ha sido un torero para esperar. Algunos meses antes de retirarse de su vocación también decía que “el toro maravilloso que quiero para torear aún no ha llegado”. Su público, esa ‘cofradía del silencio’, que no chillaba nunca, supo esperar, a veces años, a que Curro apareciera en los alberos como otro milagro. La razón profunda de ese milagro, de esa ilusión milagrosa; la razón de ser ontológica de tanta aparente maravilla ante el furor de un toro negro como las honduras de la muerte no es otra que cierto sentido del desgarramiento interior. Es que sin haber sido Curro un gitano fue adoptado por ellos, por Camarón que lo adoraba, por la Pastora que lo veneraba. Es que toreaba Curro, cuando salió a torear de veras, como un cante jondo, como un quejido leve e infinito. Es que Curro sabía -y así lo ha dicho- que su toreo no es un toreo de grandes recursos, sino tan sólo de ligerísimas torsiones de muñecas: “un toreo de muñecas, de las grandes fatigas”. La razón, pues, profunda -filosófica- de esta tauromaquia de Romero es que viene, como el desgarro de los gitanos, desde las grandes fatigas a hacerse exterioridad pura, puro cante. Obviamente el mundo bien hecho de las instituciones, el mundo de las comidas iguales, de los olores ausentes, de la inmediatez y de la pulcritud absoluta, el mundo higiénico de la falta (o de la pérdida) de la experiencia, que espera tener en la boca siempre el mismo exacto alimento, no entiende nada de esta teología ni de esta humanidad. Es por ello que Curro ha pasado amargos tragos en su vida de torero y ha terminado algunas tardes de miedo y de sabiduría en la comisaría de policía, arrestado por no matar a sus toros. Es por ello que los curristas, que son una religión moderna, sólo saben balbucear la plegaria de la espera. Es verdad que a veces esta espera se ha hecho interminable y los mismos curristas se han dejado llevar por la ira de los milagros ausentes: ¡Aprende Curro! -le gritan cuando otros toreros que comparten el mismo cartel han salido al ruedo. Y es que los curristas, hasta cuando ven a otros toreros, estan pensado en Curro, siguen - como dice el mismo Faraón- “reinando en él”. Inmensas fueron las pasiones que se levantaron alrrededor de Curro Romero. Sevilla se dividió en dos. Nimes se dividió en dos. Madrid se dividió en dos. Divisiones que duraron medio siglo y que sólo vino el mismo Curro a apaciguar. Hasta algún juicio, en Sevilla, tuvo al romerismo por asunto y es de creer que el magistrado de aquel tribunal no era precisamente una personalidad neutral, pues sentenció a favor de un “currista” puesto en la calle por algún patrón anticurrista que era “previsible la reacción ardorosamente defensiva de quien lógica y naturalmente se considera ofendido” por poseer “sentimiento currista, que es indudable y notoriamente altruista en favor del diestro, arraigado y profundo como el que más, creador de una ilusión permanente, de una esperanza incondicional y de una forma de entender la vida, por lo que exige el máximo respeto de quienes no -o sí- lo tienen...” Por mi parte yo trato de buscar una memoria del torero en mis perdidas imágenes. No lo ví aquella tarde porque los milagros tardan y a veces nunca llegan. No lo ví porque salió Curro al albero de la Maestranza y la gente que había venido a ver la Macarena volar en sus paños, al “cachorro” haciendo inexplicable lentitud en su muleta lanzó con furia al suelo todas las ramas de romero y las pisoteó con gritos de rabia: apenas pudo Curro garabatear una verónica y echaba hacia atrás el cuerpo como si el toro fuese un dragón de fuego. Un hijo de Camino, que fué la sombra de su padre, instrumentó entonces un desvaído natural. Curro picado, herido de orgullo, lo intentó y Sevilla entera se levantó ante tanta falsa, y breve, esperanza. Yo me fuí aquella tarde a Baena, donde toreaba Córdoba o Ubrique, Ponce o Litri, o cualquiera de estos jóvenes que cortan la mar de orejas y salen a hombros de todos los pueblos. Conservo sin embargo la ilusión de haberle visto una noche en sueños, temblando en mis retinas dormidas. Y era como ver un ovillo de luz que Velazquez puso, alguna tarde de verano, con el cielo del Norte murmurándole en la espalda, sobre el amplio manto de las princesas de España; era como ver, en aquel capote milagroso, el blanco inmaculado de los santos de Zurbarán que recibieran la caricia infinita y prodigiosa de una imágen indeleble, eterna. El próximo domingo de Resurrección los sevillanos irán a la corrida, que siempre fué de Curro, portando manojos de romero. No apurarán el paso para llegar a tiempo al paseo majestuoso del torero de Camas, porque no surgirá ese día la silueta del Faraón por la puerta de cuadrillas. La arena de oro de Sevilla resplandecerá con otras sombras. Algo faltará: un vacío en el corazón del mundo. Lejos Curro estará en Marbella, en los montes, viendo el mar desde las cumbres, porque “la soledad es más bonita todavía que los piropos”. Un toro aguardará, en cualquier sitio, el sueño de un torero. Y cuando las furias del domingo de sol mujan buscando el paño rojo de la lentitud, la vieja plaza de barroca gracia, florecida para nadie de ramilletes verdes, dirá en susurros, como una plegaria virginal, enmudecida: “Adiós Romero”.

 

Luis Pérez Oramas es un lujo como aficionado, lujo que nos honra compartir en Ventaurinos el chat que conducen Eloy Anzola y Manuel Torres y el que seguimos una buena cantidad de aficionados. Hoy publico el primero de dos artículos que, sin su autorización, extraje del chat alucinado por el equilibrio rítmico de los sentidos impresos. Pérez Oramas es  director del Proyecto Curatorial Roesler, que apunta a producir una serie de exposiciones experimentales y sin precedentes, publicaciones e iniciativas de investigación que inviten a la reflexión para fomentar el diálogo entre artistas, curadores y académicos.  Habiendo disfrutado de sus dos  artículos taurinos, siento que de no compartirlo sería condenado por el pecado de la avaricia si no los comparto con nuestros amigos de A los toros, aficionados infatigables que sabrán abogar por el perdón para un usurpador de la belleza literaria. ¡Perdón!  … y ¡Gracias!

 

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