Apoderados
Cuando la ventana de la temporada taurina va echando la persiana, la Fiesta se queda oscura, medio silente, sumida en recuerdos, proyectos y reflexiones. Al menos en España, así es. Más en estos tiempos de incertidumbre en las plazas de toros allende la mar, con torbellinos de animalismos y “progresismos” de ideología radical corroyendo, paso a paso y golpe a golpe, respectivamente, su esencia y grandeza; un tema, la Tauromaquia, que pasa por un momento crucial –trascendental, más bien—, para consolidar su pervivencia. Aquí y ahora, los toreros entran en período de reflexión. Algunos, han hecho arqueo y echado cuentas, operaciones ambas que, en algunos casos, determinan la toma de dos importantes decisiones: renovación de cuadrillas y cambio de apoderado. Unos se van y otros llegan. Unos se quedan como estaban y otros se quedan a verlas venir. Es un trasiego que no cesa, un goteo de idas y vueltas que consumen el interregno invernal prácticamente en su totalidad.
De estas dos cuestiones, tan personales como inevitables, la que siempre me llamó la atención fue la del apoderado. Respecto del torero, ¿qué es, realmente, un apoderado? ¿Un plenipotenciario? ¿Un director artístico? ¿Un consejero? ¿Un representante? ¿Un administrador? ¿Un comisionista?
Le preguntas al interfecto (el apoderado) y te responderá: “de todo un poco”. Les preguntas a los toreros y su respuesta es casi siempre la misma: el que sea capaz de colocarme en las mejores ferias y los mejores carteles, lo cual redunda en unas condiciones económicas más lucrativas. Y aquí empieza la danza de promesas que se esfuman y decepciones que se estancan; pero, ciertamente, ¿quién se inventó esto del apoderado?
Durante todo el siglo XIX –especialmente el último cuarto del siglo– los toreros se rodearon de las gentes afines de su entorno que les ayudaban en la ingrata tarea de contactar con las empresas, si bien el tema económico lo decidía el decidía el propio torero. El empresario hablaba de dinero directamente con el torero, compraba los toros que el ganadero escogía en el campo, y los encerraba en los corrales de la Plaza. No había reconocimientos veterinarios exhaustivos, ni presiones del presidente de la corrida. El organizador del espectáculo tenía suprema autoridad sobre el montaje y desarrollo del mismo y el ganadero había decidido, incluso ¡el orden de su lidia! de sus toros, hasta que se implantó el sorteo. Del apoderado, ni rastro. Quizá pululaban en el entorno del torero algunos amigos íntimos, patricios ricachones, farautes ocasionales y correveidiles de oficio; pero del apoderado como tal –el que, se supone, tiene poderes para actuar en nombre de quien apodera–, nada de nada.
Del apoderado comenzó a hablarse cuando Joselito el Gallo consiguió relegar a los ganaderos a su calidad de servidores de ganado, sin más atributos organizativos ni poder decisorio. En realidad, lo que él y Belmonte hicieron fue nombrar a gestores y veedores de toros en el campo. José, a Manuel Pineda como “apoderado” y a Juan Soto como administrador, y Juan a Antonio Soto como “apoderado” y “veedor” en el campo bravo y después a Juan Manuel Rodríguez. Ahora bien, ninguno de los dos colosos de la Edad de Oro dejaba poderes absolutos a ninguno de ellos; es más, Joselito recorría las dehesas de mayor renombre todos los años, conocía encastes y camadas más y mejor que los propios ganaderos, la mayoría terratenientes y aristócratas, admiradores del “rey de los toreros”, a quien nadie osó darle órdenes, ni en la Plaza ni fuera de ella. Por tanto, ajustaba cuentas con las empresas y tomaba las decisiones personalmente, mientras Belmonte se limitaba a decir: “lo que diga José”.
En los años 30 un tal Domingo Ruiz se hizo apoderado del infortunado Gitanillo de Triana, y el empresario Eduardo Pagés, sagaz e ingenioso hombre de negocios taurinos, trajo al toreo las “exclusivas” a toreros, haciendo un “lote” de máximo atractivo: Juan Belmonte, Rafael el Gallo e Ignacio Sánchez Mejías, viejas glorias de la Fiesta que reaparecieron en los ruedos en 1934, a razón de 25.000 pesetas por coleta y corrida. Un poco antes (en el año 30), surge el viejo Dominguín de Quismondo con el descubrimiento de Domingo Ortega bajo el brazo y, sobre todo, José Flores, Camará, concha inseparable de un rico molusco, con perla incluida, llamado Manolete. De entonces acá, los apoderados hay brotado a porrillo, como los níscalos en los pinares de mi pueblo, al sol que más calienta por estas fechas, llegando a la, a mi juicio, nefanda dualidad de mezclar contrataciones y representaciones de toreros; es decir, adquirir un producto y ofrecer otro al propio tiempo.
Convengamos en algo: el torero es un personaje extremadamente vulnerable. En su interior primerizo se inquietan la esperanza, la incertidumbre y la ilusión, tres sentimientos fecundos y mollares para que en ellos germine la semilla externa de la avaricia ajena, terreno abonado para que llegue el “experto” en descubrir futuras figuras del toreo o el que “pone un dinero” a cambio de un goloso interés futuro; una apuesta, en suma, que la mayoría de las veces acaba en papel mojado.
He conocido muchos apoderados, digamos, en estado “puro”; es decir, los que ejercen de empleados del torero a tiempo completo, sin cumplir paralelamente otra función que la de estar siempre pendiente de su poderdante. Es el apoderado que viaja con él, come con él, conversa con él y comparte con él momentos de euforia y aflicciones. En buena parte (los hay, también, equilibrados y sencillos), son presuntuosos que se jactan de los éxitos de su función, como si los pases y las estocadas hubieran sido de su incumbencia. Son los que se dejan ver en el callejón, apoyados en la contera de la barrera, dando instrucciones que huelen a tópico: “tó mú despacito, que no te enganche”…, como si eso fuera fácil de hacer a un animal que espera en el ruedo, pegando cabezazos y embistiendo a la defensiva. Otros, más altivos, dan instrucciones a grito pelado, corrigiendo posturas y distancias, aparentando que el maestro es él, y no quien está vestido de luces frente al toro. “¡Fibra!, ¡fibra!”… oí gritar una vez a un apoderado “arreador” de toreros, regañando a un muchacho que toreaba como los ángeles e ignorando –los “arreadores” ignoran mucho– que los ángeles no tienen sexo, ni fibra. También hay apoderados callados, prudentes, que se meten en el burladero del callejón y no dicen ni chus ni mus durante la lidia; solo están pendientes del teléfono móvil, esperando el momento idóneo de ir a cobrar, si es que no han cobrado por la mañana. Existen algunas otras variedades de apoderados que se hacen notar en las Plazas. Acceden a ellas trajeados con pulcritud, calzado bien lustrado, apurados de afeitado y encorbatados como si fueran de boda. Se dejan ver con ostentación. Los he llegado a ver con una varita –¿mágica?— exhibida como signo de distinción, parecida a la de mimbre que usaba Antonio Torres Heredia, el gitano de García Lorca que iba a Sevilla a ver los toros; pero lo que más ha cundido entre apoderados son las gafas de sol. Las gafas negras de Camará llamaban tanto la atención del público como el rictus seco y tristón de Manolete, antes, durante y después de enfrentarse al toro. El propio Camará decía que tenía con Manuel un convenio de signos para plantear las faenas y corregir el discurso durante las mismas. Llegó a decir que la tarde trágica de Linares le había aconsejado que “echara la muleta abajo” al toro Islero, en señal de que abreviara la faena. Bueno…, como mínimo, es dudoso. Desde luego, el Monstruo no echó ni abajo ni arriba la muleta, se jugó la vida en la faena y la perdió cuando se volcó en la ejecución de la estocada. Hasta ahí se puede leer.
En la actualidad, la elección de apoderado por parte de las figuras del toreo ha sufrido un cambio radical, empezando por su titulación. Pasan a ser sus “hombres de confianza” algunas personas de absoluta fidelidad, es decir, el filtro por el que habrán de pasar quienes quieran contratar al torero. Morante de la Puebla ha elegido para esta función a su amigo Pedro Marques y Miguel Ángel Perera a su anterior mozo de espadas, David Benegas. Otros, se han decantado por un torero de prestigio, que aporta experiencia en esa vulnerabilidad congénita del torero, ya citada, y el conocimiento de los toros y de las gentes del toro que se adquiere con la veteranía. Roca Rey, con Roberto Domínguez, Alejandro Talavante, con Joselito, Antonio Ferrera con Cristina Sánchez, Ginés Marín y Pablo Aguado con Curro Vázquez, Diego Urdiales con su amigo y confidente Luis Miguel Villalpando… y alguno más que en este momento se me escapa. Todas estas “parejas” pueden marcar tendencia; pero en ellas, al elemento que se empareja con el torero ya se le ha colocado la titulación de “apoderado”, aunque su poder decisorio sea cero. De hecho, algunos ya están utilizando gafas de sol en los callejones. Qué le vamos a hacer.
Publicado en República
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