por JOSÉ CARLOS ARÉVALO
Ya lo dijimos antes, no es viable el debate con quienes prefieren la descalificación al razonamiento. De manera que seguiremos sin dialogar, nos limitaremos a exponer nuestras razones. No desdeño la que parece menos razonable: defender la tauromaquia porque nos gusta. En efecto, no es un razonamiento. Es la consecuencia de muchas razones. Por tanto la más legitima, la conclusión de todas ellas, la que de ninguna manera admite el idiota.
Precisiones sobre la lidia
1. La lidia, última versión de la tauromaquia, posiblemente auna casi todas los juegos taurinos precedentes. Se fragua entre los siglos XVIII y XIX. Es el punto final de una carrera de la que deriva su generalizada denominación, la corrida, un juego donde ya no corren el hombre ni el toro. Ambos han llegado a su destino, el ruedo cuyo principio es el fin y no queda otro remedio que pararse y dar la cara.
2. El escenario es un círculo cerrado donde se enfrentan el toro y el hombre. Éste, auxiliado por otros hombres, debe descubrir cómo es el toro, qué claves encierra su agresividad, aventura que resuelve mediante una atípica lucha en la que el toro combate y el hombre torea. Descubrir la bravura toreándola, transformando su caótica acometida en una embestida (o sea, acoplada a las leyes del arte) es algo que solo se puede lograr en el marco cerrado de una situación límite, sin un solo resquicio para la huída. El ruedo es el lugar de ser o no ser, la geometría del compromiso. Del torero para encontrarse a sí mismo al filo del abismo, y del toro para que su instinto de lucha venza a su instinto de conservación (el de muerte ningún animal lo tiene). En consecuencia, el torero no podrá abandonar la escena sin haberlo sacrificado, salvo por cogida o con deshonor. Y el toro saldrá muerto, siendo pitada su falta de bravura, silenciada por mediocre y ovacionada por su excelencia.
3. La plaza, redonda como imaginamos el universo, y cóncava, enclavada en la tierra y abierta al cielo, es la arquitectura del coro perfecto, envolvente, omnipresente y omnipotente, que todo lo ve, del que ningún actor del drama puede escapar, tiene un dios, que es la luz de la razón, y un demonio, que es la sombra del misterio. Los toreros se visten de luces y salen al ruedo por la puerta del sol, siempre iluminada por la luz de poniente. Y el toro, misterio tectónico a descifrar, lo hace por la puerta oscura del toril, las entrañas de la plaza. El ruedo parte la luz en dos, la clara y la sombría, porque el toreo es el arte del claroscuro, la claridad de la inteligencia y la oscuridad del misterio, el encuentro del torero y el toro. El toreo ilumina la embestida del toro, y el coro, envolvente, superior, lo juzga, lo premia si su luz es bella, o la rechaza si no ha sabido iluminarla. Detalle decorativo: por un malentendido histórico, cuando Fernández Moratín, en su Carta al Príncepe de Pignatelli, atribuyó erróneamente el origen de la corrida a los musulmanes ibéricos, todas las plazas construidas a partir del siglo XIX adoptaron el estilo neomudejar. El desliz cayó bien y todos los españoles lo asumieron como muy taurino.
4. El toreo es un lenguaje visual. Su vocabulario son las suertes, expresiones poéticas de doble sentido: medir al hombre que las forja y descubrir un enigma, la bravura individual, intransferible de cada toro. La sintaxis que las une nace del fraseo derivado del toreo ligado en redondo por un solo pitón o del ligado por los dos pitones, ambos ligados en series que son las estrofas del poema taurino. Y su semántica descubre el significado diferente que cada torero imprime a su interpretación de la suertes.
5. La trama del toreo, suerte a suerte, un tercio tras otro, se basa en un compromiso finalista, de vida y muerte, asumido en el ruedo por ambos contendientes. El arma del toro es su violencia y su objetivo, la muerte del hombre, razón por la cual es él quien debe morir. Al torero lo mueve un doble objetivo: decir su aventura como si fuera un poema y vivirla hasta el final, porque dar muerte al toro es salvarse y “salvar” al coro que con él se ha identificado. La estocada siempre se ejecuta en silencio y, después de una faena grande, tiene efecto catárquico.
6. El torero representa en el ruedo la inteligencia humana en su más alto quehacer, el arte. La materia de su creación es atípica, porque está viva y su objetivo es matar al artista, y al unísono le presta su acometida, que él transforma en embestida. La acometida es el caos, el desorden furioso, el abismo. Y la embestida, el caos sometido a la ley de la armonía, transformada en bravura. Una ilusión hecha realidad, el fugaz acuerdo del hombre y la naturaleza indómita, es una utopía que deja de serlo, la armonía de los conrarios: inefable luz que transmuta la embestida en belleza, embriagada por el sentimiento del torero, demiurgo del arte, héroe del ruedo.
7. El toro en el ruedo pierde su identidad zoológica, adquiere la que su bravura le otorga y encarna a la muerte, destino del hombre en la vida, que el torero debe vencer en el ruedo. El toro es, por tanto, un medidor de hombres, suprema función que lo individualiza y le da derecho a un nombre propio. En verdad su nominación le viene de antes, otorgada por su reata, comandada por la vaca madre, matriz de una tribu de la ganadería, el país del toro. Pero es en el ruedo donde su nombre queda legitimado, cuando su diferente bravura lo individualiza y erige en destino del hombre, que al vencerlo hace de la corrida una tragedia festiva. Es preceptivo que el torero venza al toro, mate a la muerte que encarna. De ahí que cuando un toro coge a un torero, siempre otro torero ocupe su lugar y cumpla su cometido. El toro en la plaza es un ser imaginario creado por la lidia, una tragedia que debe terminar bien.
8. El coro taurino juzga a dos héroes contrarios. El primero es humano, y con él se identifica el coro porque representa las cualidades humanas, puestas a prueba ante el abismo, que es el toro. El segundo es animal, y con él no se identifica, pero lo admira y lo teme porque es el deseo y la furia, una parte de nosotros mismos, seres bipolares, hijos de la naturaleza y de la razón, separados y cercanos a la animalidad que no somos y que tal vez fuimos. Por eso, el coro entiende y respeta el instinto del toro en heroica lucha hasta la muerte. El demos del coro taurino es éticamente irreprochable. Mantiene con su semejante en peligro, el torero, una adhesión condicionada por su actuacion. Y premia la bravura, un comportamiento del que el toro solo es su inconsciente portador. Por eso, nunca le aplaude durante la lidia, y cuando lo hace después de muerto, ovaciona a su bravura, que para el aficionado es el alma del toro de lidia. Más aún, si vence al torero al cogerlo, lo exime de toda responsabilidad, incluso si lo mata, pues como todo animal es inocente, literalmente irresponsable.
Precisiones sobre la tortura
Bastan pocas palabra para refutar la acusación de tortura esgrimida por los animalistas y su larga secuela de idiotas.
- La tortura es una agresión violenta que exige: a) la inmovilidad absoluta de la víctima, que en absoluto se pueda defender; b) la impunidad absoluta del victimario, que en absoluto pueda ser agredido por la víctima; c) la tortura genera, en seres malignos un sentimiento reprobable: el sadismo que se complace en el dolor ajeno; y d) la víctima, salvo en casos de masoquismo, nunca elige serlo.
- El toro, supuesta víctima para el animalista y su recua de seguidores, actúa en el ruedo de la siguiente manera: a) desde que sale por el toril es el agente central de violencia en el ruedo; b) para torear, el torero debe aceptar ser el receptor único de su violencia: sin aceptar que la violencia (embestida) del toro lo aborde, el torero no puede torear; c) la lidia prescribe con absoluto rigor que toda suerte realizada con el toro exija que el torero se juegue la vida; d) la lidia gradúa con absoluta precisión, a medida que el toro se atempera, que las suertes sean más peligrosas, siendo la de matar, la suerte suprema, la más peligrosa de todas: e) la situación “hombre en peligro”, aceptada por el torero durante toda la lidia suscita una “ley natural” de solidoridad específica, muy común a todas las especies mamíferas e infalible en la especie humana, que provoca la identificación y solidaridad del grupo con su semejante en peligro. En consecuencia, ni el torero puede sentir a la vez miedo y complacencia en el supuesto dolor ajeno, ni tampoco los espectadores que con él solidarizan; y f) En efecto, el toro no elige combatir en el ruedo. Pero ¿qué animal elige ser depredador o presa? En los tentaderos a campo abierto, donde el toro no está cercado por la circunferencia del ruedo, siempre elige atacar a quien le cita., no la huida por el enorme espacio que le rodea. Incluso citado a muy larga distancia acude a la llamada que lo reta. El toro de lidia es un animal fisiológica y biológicamente agresivo, hecho para el combate.
- Conclusión: la lidia no es una tortura, sino exactamente lo contrario. Por otra parte, y además de ser un arte escénico que exhibe grandes valores humanos del torero y su público, también respeta las grandes virtudes instintivas del toro. La corrida de toros es, además, el mecanismo regulatorio que equilibra la demografía bovina de la ganadería, con el sacrififio en plaza del 6’7 anual de sus individuos. Un paradigma ecológico a escala mundial.
Precisiones sobre lo que le pasa al toro
¿Por qué el toro regresa al lugar donde, por ejemplo en la suerte de varas, después de haber recibido la punción de la puya y sufrido el enorme gasto energético de su pelea contra el peto del caballo? El hombre antiguo, precientífico, empírico, daba una certera respuesta: porque el toro bravo no se duele al castigo.
Tan sabia intuición, no admitida como prueba por ser meramente opinativa, ha recibido el reciente aval de la ciencia. No voy a incurrir, por mi falta de conocimientos veterinarios, en la osadía de divulgar los mecanismos neuroendocrinos del toro de lidia, la acción de neurotransmisores como la betaendorfina, muy potente en el toro de lidia, que actúa como anestésico con una eficacia doscientas veces superior a la morfina en el lugar exacto donde se produce el dolor; como el cortisol, que acentúa su agresividad; como la dopamina, que estimula su actividad motora. Ni tampoco me referiré a la singular fisiología del toro bravo con respecto al resto de las razas bovinas: sus peculiaridades oculares adaptadas a la lidia; su mayor cortex cerebral, que le depara una mayor agilidad funcional; su menor amígdala cerebral, propia de individuos agresivos; su doble circulación coronaria, que lo previene del infarto; y la conexión de su genoma con el del uro primordial. Mejor les recomiendo la lectura del libro “Descubriendo al toro de lidia”, magna investigación del veterinario experto en el toro de lidia, Julio Fernández Sanz, cuyo esfuerzo divulgativo pone a disposición del aficionado, entre otras muchas cosas, los últimos descubrimientos de la biología con respecto al toro de lidia. También es accesible en internet la tesis doctoral del biólogo Fernando Gil Cabrera, “Variables neuroendocrinas del toro durante la lidia”, que recibió la calificación “cum laudae” de la Universidad Complutense de Madrid, y que es el origen de ulteriores investigaciones.
¿Sufre el toro durante la lidia? Según la ciencia, los animales no sufren, sienten. Y según los científicos que han estudiado al toro bravo, la lidia es un método etológico sabio, que no solo descubre los comportaientos más recónditos del toro, sino que le administra un tratamiento paliativo del estrés desde que se le impone la divisa, se afirma en la suerte de varas –ojo, dice el científico, lo más cruel que se puede hacer con un toro en el ruedo es no picarlo-, tercio en el que su respuesta neuroendocrina es más contundente, así como la suerte de banderillas restablece su sistema respiratorio, de modo que tanto su estrés como su dolor hayan sido perfectamente gestionados en el momento de dar comienzo la faena de muleta.
Por supuesto estos argumentos solo aquí enunciados son accesibles a todo interesado en enjuiciar la corrida de toros con conocimiento de causa. Pero al idiota antitaurino, como dicen los mexicanos, le valen madre. Al que suscribe tampoco le importa lo que piense (es un decir). Sí son necesarios para que los pongamos en la mesa de las autoridades políticas, en cuyas manos está el destino de la Fiesta.
Por el momento echo el freno. Próximamente pienso seguir dándoles el latazo. Quedan dos precisiones más, de índole cultural. Una versa sobre la lidia como arte escénico. Y otra sobre la vigencia del mito taurino.
Mis disculpas al aficionado y mi indiferencia ante el idiota. Mañana más.
Ya lo dijimos antes, no es viable el debate con quienes prefieren la descalificación al razonamiento. De manera que seguiremos sin dialogar, nos limitaremos a exponer nuestras razones. No desdeño la que parece menos razonable: defender la tauromaquia porque nos gusta. En efecto, no es un razonamiento. Es la consecuencia de muchas razones. Por tanto la más legitima, la conclusión de todas ellas, la que de ninguna manera admite el idiota.
Precisiones sobre la lidia
1. La lidia, última versión de la tauromaquia, posiblemente auna casi todas los juegos taurinos precedentes. Se fragua entre los siglos XVIII y XIX. Es el punto final de una carrera de la que deriva su generalizada denominación, la corrida, un juego donde ya no corren el hombre ni el toro. Ambos han llegado a su destino, el ruedo cuyo principio es el fin y no queda otro remedio que pararse y dar la cara.
2. El escenario es un círculo cerrado donde se enfrentan el toro y el hombre. Éste, auxiliado por otros hombres, debe descubrir cómo es el toro, qué claves encierra su agresividad, aventura que resuelve mediante una atípica lucha en la que el toro combate y el hombre torea. Descubrir la bravura toreándola, transformando su caótica acometida en una embestida (o sea, acoplada a las leyes del arte) es algo que solo se puede lograr en el marco cerrado de una situación límite, sin un solo resquicio para la huída. El ruedo es el lugar de ser o no ser, la geometría del compromiso. Del torero para encontrarse a sí mismo al filo del abismo, y del toro para que su instinto de lucha venza a su instinto de conservación (el de muerte ningún animal lo tiene). En consecuencia, el torero no podrá abandonar la escena sin haberlo sacrificado, salvo por cogida o con deshonor. Y el toro saldrá muerto, siendo pitada su falta de bravura, silenciada por mediocre y ovacionada por su excelencia.
3. La plaza, redonda como imaginamos el universo, y cóncava, enclavada en la tierra y abierta al cielo, es la arquitectura del coro perfecto, envolvente, omnipresente y omnipotente, que todo lo ve, del que ningún actor del drama puede escapar, tiene un dios, que es la luz de la razón, y un demonio, que es la sombra del misterio. Los toreros se visten de luces y salen al ruedo por la puerta del sol, siempre iluminada por la luz de poniente. Y el toro, misterio tectónico a descifrar, lo hace por la puerta oscura del toril, las entrañas de la plaza. El ruedo parte la luz en dos, la clara y la sombría, porque el toreo es el arte del claroscuro, la claridad de la inteligencia y la oscuridad del misterio, el encuentro del torero y el toro. El toreo ilumina la embestida del toro, y el coro, envolvente, superior, lo juzga, lo premia si su luz es bella, o la rechaza si no ha sabido iluminarla. Detalle decorativo: por un malentendido histórico, cuando Fernández Moratín, en su Carta al Príncepe de Pignatelli, atribuyó erróneamente el origen de la corrida a los musulmanes ibéricos, todas las plazas construidas a partir del siglo XIX adoptaron el estilo neomudejar. El desliz cayó bien y todos los españoles lo asumieron como muy taurino.
4. El toreo es un lenguaje visual. Su vocabulario son las suertes, expresiones poéticas de doble sentido: medir al hombre que las forja y descubrir un enigma, la bravura individual, intransferible de cada toro. La sintaxis que las une nace del fraseo derivado del toreo ligado en redondo por un solo pitón o del ligado por los dos pitones, ambos ligados en series que son las estrofas del poema taurino. Y su semántica descubre el significado diferente que cada torero imprime a su interpretación de la suertes.
5. La trama del toreo, suerte a suerte, un tercio tras otro, se basa en un compromiso finalista, de vida y muerte, asumido en el ruedo por ambos contendientes. El arma del toro es su violencia y su objetivo, la muerte del hombre, razón por la cual es él quien debe morir. Al torero lo mueve un doble objetivo: decir su aventura como si fuera un poema y vivirla hasta el final, porque dar muerte al toro es salvarse y “salvar” al coro que con él se ha identificado. La estocada siempre se ejecuta en silencio y, después de una faena grande, tiene efecto catárquico.
6. El torero representa en el ruedo la inteligencia humana en su más alto quehacer, el arte. La materia de su creación es atípica, porque está viva y su objetivo es matar al artista, y al unísono le presta su acometida, que él transforma en embestida. La acometida es el caos, el desorden furioso, el abismo. Y la embestida, el caos sometido a la ley de la armonía, transformada en bravura. Una ilusión hecha realidad, el fugaz acuerdo del hombre y la naturaleza indómita, es una utopía que deja de serlo, la armonía de los conrarios: inefable luz que transmuta la embestida en belleza, embriagada por el sentimiento del torero, demiurgo del arte, héroe del ruedo.
7. El toro en el ruedo pierde su identidad zoológica, adquiere la que su bravura le otorga y encarna a la muerte, destino del hombre en la vida, que el torero debe vencer en el ruedo. El toro es, por tanto, un medidor de hombres, suprema función que lo individualiza y le da derecho a un nombre propio. En verdad su nominación le viene de antes, otorgada por su reata, comandada por la vaca madre, matriz de una tribu de la ganadería, el país del toro. Pero es en el ruedo donde su nombre queda legitimado, cuando su diferente bravura lo individualiza y erige en destino del hombre, que al vencerlo hace de la corrida una tragedia festiva. Es preceptivo que el torero venza al toro, mate a la muerte que encarna. De ahí que cuando un toro coge a un torero, siempre otro torero ocupe su lugar y cumpla su cometido. El toro en la plaza es un ser imaginario creado por la lidia, una tragedia que debe terminar bien.
8. El coro taurino juzga a dos héroes contrarios. El primero es humano, y con él se identifica el coro porque representa las cualidades humanas, puestas a prueba ante el abismo, que es el toro. El segundo es animal, y con él no se identifica, pero lo admira y lo teme porque es el deseo y la furia, una parte de nosotros mismos, seres bipolares, hijos de la naturaleza y de la razón, separados y cercanos a la animalidad que no somos y que tal vez fuimos. Por eso, el coro entiende y respeta el instinto del toro en heroica lucha hasta la muerte. El demos del coro taurino es éticamente irreprochable. Mantiene con su semejante en peligro, el torero, una adhesión condicionada por su actuacion. Y premia la bravura, un comportamiento del que el toro solo es su inconsciente portador. Por eso, nunca le aplaude durante la lidia, y cuando lo hace después de muerto, ovaciona a su bravura, que para el aficionado es el alma del toro de lidia. Más aún, si vence al torero al cogerlo, lo exime de toda responsabilidad, incluso si lo mata, pues como todo animal es inocente, literalmente irresponsable.
Precisiones sobre lo que le pasa al toro
¿Por qué el toro regresa al lugar donde, por ejemplo en la suerte de varas, después de haber recibido la punción de la puya y sufrido el enorme gasto energético de su pelea contra el peto del caballo? El hombre antiguo, precientífico, empírico, daba una certera respuesta: porque el toro bravo no se duele al castigo.
Tan sabia intuición, no admitida como prueba por ser meramente opinativa, ha recibido el reciente aval de la ciencia. No voy a incurrir, por mi falta de conocimientos veterinarios, en la osadía de divulgar los mecanismos neuroendocrinos del toro de lidia, la acción de neurotransmisores como la betaendorfina, muy potente en el toro de lidia, que actúa como anestésico con una eficacia doscientas veces superior a la morfina en el lugar exacto donde se produce el dolor; como el cortisol, que acentúa su agresividad; como la dopamina, que estimula su actividad motora. Ni tampoco me referiré a la singular fisiología del toro bravo con respecto al resto de las razas bovinas: sus peculiaridades oculares adaptadas a la lidia; su mayor cortex cerebral, que le depara una mayor agilidad funcional; su menor amígdala cerebral, propia de individuos agresivos; su doble circulación coronaria, que lo previene del infarto; y la conexión de su genoma con el del uro primordial. Mejor les recomiendo la lectura del libro “Descubriendo al toro de lidia”, magna investigación del veterinario experto en el toro de lidia, Julio Fernández Sanz, cuyo esfuerzo divulgativo pone a disposición del aficionado, entre otras muchas cosas, los últimos descubrimientos de la biología con respecto al toro de lidia. También es accesible en internet la tesis doctoral del biólogo Fernando Gil Cabrera, “Variables neuroendocrinas del toro durante la lidia”, que recibió la calificación “cum laudae” de la Universidad Complutense de Madrid, y que es el origen de ulteriores investigaciones.
¿Sufre el toro durante la lidia? Según la ciencia, los animales no sufren, sienten. Y según los científicos que han estudiado al toro bravo, la lidia es un método etológico sabio, que no solo descubre los comportaientos más recónditos del toro, sino que le administra un tratamiento paliativo del estrés desde que se le impone la divisa, se afirma en la suerte de varas –ojo, dice el científico, lo más cruel que se puede hacer con un toro en el ruedo es no picarlo-, tercio en el que su respuesta neuroendocrina es más contundente, así como la suerte de banderillas restablece su sistema respiratorio, de modo que tanto su estrés como su dolor hayan sido perfectamente gestionados en el momento de dar comienzo la faena de muleta.
Por supuesto estos argumentos solo aquí enunciados son accesibles a todo interesado en enjuiciar la corrida de toros con conocimiento de causa. Pero al idiota antitaurino, como dicen los mexicanos, le valen madre. Al que suscribe tampoco le importa lo que piense (es un decir). Sí son necesarios para que los pongamos en la mesa de las autoridades políticas, en cuyas manos está el destino de la Fiesta.
Por el momento echo el freno. Próximamente pienso seguir dándoles el latazo. Quedan dos precisiones más, de índole cultural. Una versa sobre la lidia como arte escénico. Y otra sobre la vigencia del mito taurino.
Mis disculpas al aficionado y mi indiferencia ante el idiota. Mañana más.
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