lunes, 4 de julio de 2022

LAS CLAVES FALACES DEL RELATO ANTITAURINO por José Caros Arévalo

 TauromaquiasIntegradas 

A S O C I A D O S

 

El relato antitaurino no tiene una línea argumental sólida. Sobre su difuso, pero eficaz, discurso gravitan varios factores: un social complejo de culpa debido al acoso sufrido por la fauna salvaje y el animal domesticado consumible bajo la civilización

industrial; la drástica ruptura de la población urbana con la vida natural, con su consiguiente desconocimiento de la variada vida animal; y la urbana humanización del animal paralela a una sorprendente conceptualización animalizada del ser humano, ambas producto de una descarriada divulgación científica.


En consecuencia, y paradójicamente, el regeneracionismo animalista arremete

primero contra el ecosistema de la tauromaquia, un paradigma ecológico y conservacionista que comprende la vida del toro en el campo y su sacrificio en la plaza, y a la par, contra otras manifestaciones de la vida natural, la caza y pesca deportivas.


Es imperativo que al vigente relato antitaurino, el ecosistema de la tauromaquia oponga su propio relato, basado en pruebas irrefutables; es decir, amparado por el análisis científico (etología, biología y neurofisiología del toro) y en argumentos aportados por las ciencias humanas (ética del sacrificio, psiquismo del coro taurino, análisis antropológico y cultural de la lidia).


El documento que aquí se presenta, de carácter abierto, se ofrece como el material conceptual de base para la elaboración definitiva del relato taurino y su posterior divulgación cultural y mediática.


Los malentendidos del activismo animalista El “relato” no es la realidad sino una interpretación subjetiva de la misma. A todo “relato” se le puede oponer otro más veraz que lo anule, basado en argumentos evidentes y, en el caso de la tauromaquia, con análisis científicos irrefutables.

Un “relato” se impone socialmente y se asume como cierto cuando no hay otro argumentario que lo desmonte. Es lo que sucede con el relato antitaurino. El aficionado a las corridas no ha sabido refutar las acusaciones de tortura, crueldad y violencia, atribuidas a la lidia y sacrificio del toro. Tampoco la historia académica, mediante su vigente y supuestamente ilustrado “relato”, ha sabido desmontar los mitos de atraso, barbarie y reaccionarísmo que, por lo visto, se atribuyen al peculiar carácter endémico de los pueblos hispánicos.

A mayor abundamiento, los argumentos antitaurinos se manifiestan en un contexto de explicable sensibilización social respecto a la conducta de los humanos con los animales. Además, como en ningún cultural se ha divulgado pormenorizando la última fase (genética y demográfica) de la domesticación animal (siglos XVIII a nuestros 

días), paralela al enorme desarrollo de la demografía humana y a su concentración en grandes metrópolis, lo que implica un impresionante desarrollo de las explotaciones animales intensivas en pequeños espacios y la consiguiente industrialización de su

engendramiento, nacimiento, vida y muerte, resulta plausible el difuso pero profundo complejo de culpa que desasosiega a las conciencias*.


 A todo ello se añaden tres

factores subculturales decisivos: 

  1. Antropomorfismo urbanita.
  2. “Mascotismo”

redentor. 

3. El humano animalizado.




1. Antropomorfismo urbanita

El hombre antiguo vivía en la naturaleza.

 Con el animal competía de igual a igual. Y lo

temía, lo entendía, lo respetaba y lo mataba. Para subsistir. Eran (y son) cazadoras casi todas las especies, menos las herbívoras, que casi todas eran (y son) presas. Salvo el toro, insólito herbívoro que depreda y no se come su víctima, anomalía que lo sacralizó a ojos del hombre primitivo.

 Como todavía la ciencia no había analizado su singular neurofisiología, el hombre no supo –curiosamente, tampoco lo sabe hoy- por qué embiste. En tiempos primordiales, le sorprendió el parecido comunal de su propia horda, la humana, con la manada bovina; admiró su poderío sexual poligámico y le impactó su habitual transgresión incestuosa; agradeció su generosidad, la carne, la leche, el cuero, el abono de sus heces; y le sobrecogió su irrazonable valor, inquebrantable hasta la muerte. Primero sagrado y después héroe, luego la agresividad del toro insumiso ante la domesticación lo transformó en perenne animal mítico, con una identidad superior a su entidad zootécnica. A ella, a su bravura, le rinden culto las corridas de toros. El teriomorfismo del arte antiguo, que funde al humano con el animal, certifica la ontológica proximidad inicial entre las especies.

 El prudente centauro, la sabia mujer- leona de Tebas, los pájaros oraculares y el toro fundacional, macho alfa, señor de la tribu y del combate, testimonian esa natural interiorización de lo animal en el humano Es como si éste aceptara su original identidad animal, asunción muy plausible en el hombre que vive con la naturaleza. No puede extrañar que a Gilgames, primer héroe de la literatura universal, lo llamaran El Toro de Sumer. Por el contrario, el actual antropomorfismo urbano es distante y actúa a la inversa. No

conoce al animal pues no caza al salvaje ni convive con el domesticado. Por tanto ya no es el animal quien invade al espíritu del hombre, como en las antiguas mitologías, porque es éste, el hombre, quien se apodera de su animalidad y la humaniza. No sucede como en los cuentos legendarios, donde ningún animal deja de serlo aunque hable. Por eso, en el antropomorfismo actual, Bambi no es un cervatillo sino un niño, ni el toro Ferdinand es un toro bravo sino un fogoso muchachote. Sin embargo, esta

inversión que, por desconocimiento niega la identidad animal y la humaniza, origina el gran malentendido cultural –ternurista con que el hombre urbano falsea toda la fauna y que, con eficaz maniqueísmo, aparentemente lo redime de la global industrialización sufrida por el animal consumible o de la amenazante extinción padecida por la fauna salvaje. Es significativo que ante esta debacle ecológica se extienda un velo de silencio y que la diana de los animalistas sean el cazador malo, el pescador malo y el torero malo.


2. “Mascotismo” redentor

El perro es el único animal con quien el hombre mantiene amistad, porque desde que el principio de los tiempos los unió la caza. Sus dotes olfativas de sabueso, sus prestaciones tácticas ante la presa, forjaron su compañerismo; sus prestaciones como cancerbero hicieron que compartieran hogar; su trabajo como pastor estableció con el hombre una complicidad inteligente, eso sí extraespecífica, pero en ocasiones casi equiparable a la relación entre humanos.

No es extraño que en España 5 millones 14 mil 180 perros censados convivan con el hombre urbano en sus casas.

 Sí lo es que los gatos, impenetrables y distantes, también hayan triunfado demográficamente: 2.265.980 gatos censados viven en apartamentos ciudadanos. Y más asombroso resulta que cerca de 15 millones de mascotas** de otras especies, entre las que abundan reptiles, lepóridos, testudines, peces y aves, accedan al rango de mascota, una denominación que desborda el concepto de animal de

compañía y que quizá justifica su adopción por una sola razón, la frustración nostálgica del hombre urbano tras su ruptura con la vida natural.

Todo esto resulta comprensible, pero es monstruoso. Fuera de sus respectivos ecosistemas, estos animales no cumplen función alguna en el orden natural y sus vidas carecen de sentido. Tal vez el perro, a pesar de su pérdida de instintos y facultades físicas en la urbe, se salve gracias a la función terapéutica que, dicen, cumple con los

humanos.

 En todos ellos estimula su espíritu conservacionista y lava su culpa, provocada por el consumo de millones de animales domésticos hacinados en quizá inevitables explotaciones intensivas, terrestres o acuíferas, y sacrificados industrialmente. Digan lo que digan algunas almas frívolas, el hombre es omnívoro desde sus principios y necesita proteínas animales para su nutrición.

Pero el precio de esta barbaridad ecológica es alto. Los crecientes problemas sanitarios producidos por las mascotas urbanas ya se están evaluando por agencias públicas y son graves; el abandono anual de miles de ellas provoca su dispersión e invade el

territorio de la fauna local y la expulsa, o su coste recae, en el caso de los canes, sobre las administraciones locales. Pero su porvenir demográfico parece garantizado. Ha dado lugar a una potente industria alimentaria, promueve puestos de trabajo en la sanidad y cuidado animal, incluso fomenta el crecimiento de supermercados

especializados cuyo principal consumidor es la mascota, y ha conseguido de los legisladores que ésta ascienda de estatus, pasando de ser un bien mueble a considerársele un ser vivo, lo que está bien. Pero su adquisición de derechos parece menos clara, habida cuenta que no se le puede exigir obligación alguna.

 En todo caso, es probable que se normativice en obligaciones a sus tenedores.  Si el problema demográfico de las mascotas urbanas es monumental, global y en ascenso, más preocupante resulta la perversión que introduce el hombre de la ciudad en la relación que con ellas mantiene al privarlas de su función en el orden natural y

recluirlas en la ociosidad, lo que ha dado lugar a un nuevo profesional, el psicólogo animalista, cuya actividad curativa es muy distinta a la del entrenador de animales, dado que ésta consiste en desarrollar las prestaciones naturales propias de cada

bestia. Sin embargo, el nuevo psicólogo, una figura cada vez más necesaria, responde a las anomalías psíquicas creadas por el tránsito que muchos amos imponen a su mascota: el animal de compañía convertido en animal ocioso, cosificado, la mascota juguete.

Esta extraña y novedosa relación urbana con el animal repercute también en el hombre. Sentimental y amistosa, su bienintencionada conducta conservacionista le depara el embeleco de redimirlo (individualmente) de la culpa (colectiva) provocada

por la agresividad (sistémica) de su especie hacia todas las demás: “Al menos, yo soy bueno”. Pero desvirtúa absolutamente su comprensión y aceptación del mundo animal al extrapolar su relación con la mascota a todo bicho viviente, una aberración que

hubiera escandalizado al hombre antiguo (y al actual hombre de campo), quien al coexistir con la fauna circundante sabía que el hombre no mantiene con ella una relación unidimensional. Sabía que al perro se le quiere porque es lógico corresponder

a su fidelidad y a su trabajo en común; que a la bestia salvaje y al pez se los caza para comer; que se respeta al caballo porque con él se corre y hasta imprime carácter; que a la rata, promotora de epidemias víricas, se la aniquila en la medida de lo posible; que

se huye del insecto agresivo (ahora se le fumiga); que al simio se le deja en paz por su desconcertante semejanza con el humano; que al toro se le consume, se le usa laboralmente o se le torea; y que a casi todas las especies las ingiere el hombre natural que somos todos, ese omnívoro casi absoluto, sin embargo capaz de establecer

relaciones distintas, según lo que le proponga cada bicho, así como el hombre culto comprende la relación hombre/animal bajo un prisma racional/científico, lejos del pueril e inoperante ternurismo que caracteriza al animalismo primario.

La oferta bíblica de poner el reino animal al servicio de la humanidad (posterior al origen de las especies), que tanto escandaliza a los animalistas, se adecuaba como un

guante al orden natural que mantiene vivo al mundo: la lucha entre las especies, gracias a la cual todas subsisten.

Personalmente pienso que los animalistas piensan poco. Pero estimo que en el fondo no cuestionan, exceptuados tarados, veganos y sementistas radicales, el orden bíblico

que ampara la jerarquía del hombre sobre la naturaleza. Lo que condenan es que la humanidad haya prácticamente aniquilado, hacinado o deteriorado el hábitat de casi todos los animales. La escisión animalista de la humanidad omnívora surge, pienso,

como reacción a esa supresión del hábitat animal, consiguiente a la revolución industrial y a la agrupación demográfica de la humanidad en grandes urbes, impuesta de manera imparable en el siglo XX***.

La incongruencia de su agresividad nace de la atrabiliaria decisión de incluir en el mismo cesto mínimas depredaciones humanas absolutamente respetuosas con el orden natural, como la caza y la pesca deportivas o el toreo, las dos primeras garantes

de un hábitat preciso para su ejecución y respetuosas de vedas estrictamente conservacionistas; y la tercera, las fiestas de toros, un fenómeno cultural originalmente basado en la caza, sostenido por un ecosistema que ha garantizado el hábitat privilegiado del toro bravo, conservado el bovino que más genoma comparte con el uro primordial y reglamentado su sacrificio ético, no cruento (hecho

científicamente demostrado), lo que configura un orden ecológico inatacable. Sin duda, la estigmatización de estas tres depredaciones, simbólicas por su menor cuantía

(productivas, deportivas y, en el caso de las corridas, artística), pero atacables por el ancestral simbolismo depredatorio que representan, brota de un malentendido subcultural (ajeno al ecologismo) producto del animalismo urbano, que concibe el mundo animal a través de sus mascotas humanizadas, una posición sentimentaloide,

falazmente redentora para el hombre y el animal, inoperante ante el drama universal de la fauna.


3. El humano animalizado

La ciencia aporta evidencias al conocimiento humano quetransforman su idea del mundo y del hombre mismo. Por ejemplo, su ya evidente origen natural (el hombre es hijo de la naturaleza) y su inclusión en el orden evolutivo de las especies, no solo perturban la veracidad de Dios como fundador del mundo sino que parecen reafirmar la idea de que el hombre es símplemente un animal más sofisticado.

Personalmente me temo que los filósofos de la ciencia y los filósofos en general van muy por detrás de los hallazgos científicos. Resulta sorprendente, pero comprensible, su silencio generalizado sobre sobre la identidad binaria del ser humano, partido en alma y cuerpo según el pensamiento religioso. Se diría que no salen del pasmo

provocado por el paulatino conocimiento de la máquina humana, su organismo: la parte animal. Al reciente hallazgo del genoma humano, así como la paulatina revelación de la orgánica cerebral, el primero con gran influjo hereditario sobre los comportamientos y la segunda reveladora de los órganos donde estos se residencian,

se suma el reto acientífico e irresoluble de investigar la parte inorgánica, inaprensible para la ciencia, que, lógicamente, se detiene en el estudio de los órganos cognitivos y

no puede explorar el impulso humano e inorgánico que los mueve, eso que los románticos, racionalistas todavía no descreídos, denominaban “el calor vital” y que la fe religiosa llama “el soplo divino”, para la ciencia dos metáforas inabordables, pues

marcan la impenetrable frontera que separa el método científico del suprarracional pensamiento religioso.

Sin embargo, así como la religión estima inapropiado dicho método racional para desvelar el alma, inaprensible por inorgánica, y que deslinda al humano de la animalidad, la ciencia exhibe un silencioso optimismo materialista estimulado por la teoría evolutiva, científicamente comprobada, que certifica la transformación biológica y morfológica de todos los seres vivos, motivada por su interacción con el medio ambiente y, en el caso de la sofisticada máquina humana, también con la cultura, cuya sustancia también es, para desgracia de la ciencia, inorgánica.


Posiblemente el pensamiento científico no resuelva nunca la incógnita del hombre, pero su afán es tan dinámico como estática la fe, sostenida por la voluntad misteriosa

de Dios, ante la cual el científico se detiene. Pero el hombre moderno, embarcado en la explicación racional del mundo y de sí mismo, prefiere la ciencia por su estimulante curso racional y por los bienes tangibles que le procura. Hasta tal punto llega su

adhesión que sustituye la ancestral fe religiosa por una palpitante y azarosa fe en la ciencia.

Obviado, pues, tan implausible debate, el liderazgo racionalista impera como nueva creencia incluso en la Universidad, ámbito del conocimiento y equidistante del Templo, casa de la fe. Así, la ciencia, ayudada por su pragmática hija, la técnica, lidera

actualmente la explicación del mundo –inacabada, eso sí-, de modo que la nueva creencia cientificista invade el imaginario laico del hombre moderno. El tema es frustrante porque no aborda el trascendente pleito y se asienta en una conclusión no

demostrada aunque admitida: el origen natural del pensamiento abstracto que separa al humano del animal. A partir de este interrogante, asumido como cierto, se desliza la deriva hacia el gran malentendido. Es decir, a la confusión que, de alguna manera,

equipara la inteligencia funcional, propia de los animales, y la inteligencia racional, capaz de pensar, propia del humano, lo que avala la elevación del animal a un rango superior, semi humano, y, consecuentemente, desciende al humano a un rango inferior, semi animal. Dicha aberración conceptual no es baladí, abre el camino al

inaudito derecho animal que sustituye a otro concepto más notable, el respeto a la diferencia de todos los seres vivos, impone el buenismo sobre la ética, ignora el verdadero problema de la fauna y sus costosas reformas y, lo que es peor, conduce a una perversión sentimental de los valores. O sea, da campo libre al antropomorfismo ficcional de los animales humanizados en el banal imaginario urbano, al espectáculo de los humanos deshumanizados, cruelmente degradados por las ficciones –cine, televisión, a veces el libro infantil-, mientras la escuela actúa como difusora del gran

engaño biempensante, y los medios de comunicación se someten con mediocre cautela o se erigen en banales portavoces de lo que suponen políticamente correcto.

En este degradado contexto cultural, ¿cómo explicar el derecho natural a la caza, acto fundacional de la humanidad, o al menos de su supervivencia, y de la corrida de toros, desarrollo coreográfico (cultural) de aquel acto primigenio? ¿Cómo exponer el

inobjetable rigor ético del ecosistema de la tauromaquia? ¿Cómo refutar el animalismo global, de origen anglosajón, empapado de culpa, por ser dicha civilización la principal destructora del hábitat animal y la autora industrial de su vida cosificada, de su muerte

estandarizada? Símplemente, oponiendo un inobjetable Relato de la Tauromaquia al bienintencionado y falaz “relato animalista” , describiendo el universo ecológico y ético, genuinamente animalista, en que viven las corridas de toros.

A continuación, los miembros de la Asociación “Tauromaquias Integradas”, científicos,intelectuales y maestros del toreo, gentes con fe y sin fe o atenazadas por la duda, amantes de los animales, perplejos ante el mascotismo y conformes con su condición de humanos, exponen un “Argumentario de la Tauromaquia” que traza las líneas maestras en que se basa el hasta hoy inédito Relato Taurino.


* Por ejemplo, la gente no sabe que en España se sacrifican anualmente 653.053 toros, 380.588 vacas y 346.167 novillas (año 2016), en los mataderos industriales. Es decir

1.379.808 bovinos, cuyas muertes están legitimadas porque se destinan a la nutrición humana. Sin embargo, a muchos les parece ilegitima la muerte del toro bravo (toros, novillos y vacas) que, en número de 5.565 (aprox.) se sacrifican en los ruedos todos los

años, y cuya carne también se consume. No importa que en el caso del pasivo sacrificio

industrial, el instinto de conservación persista en el bovino casi hasta el momento final de su sedación, o que en el caso del sacrificio taurino, el instinto de lucha sustituya al

de conservación y que incluso bloquee su dolor. Lo único que importa al antitaurino es la visibilidad de la muerte animal. ¿Por qué? Porque el sacrificio público del animal, por

muy ética que sea la tesitura en que se plantea, retrotrae inconscientemente a la aniquilación del hábitat animal, a su vida industrial, cosificada, a su manufactura, al paraíso perdido de una tierra compartida por humanos y animales, algo que, paradójicamente, respeta el impugnado ecosistema de la tauromaquia.

** Datos oficiales correspondientes al año 2016 estimados a la baja, pues se considera que el 40 por ciento de las mascotas están indocumentadas.

*** El avance imparable de las megalópolis provocado por la economía industrial, tanto en el mundo occidental como en los países emergentes de América y Asia y en los subdesarrollados de África, vaticina la perennidad de las explotaciones intensivas, terrestres y agroacuíferas. Pero si advertimos, aunque sea ingenuamente, pues la prospectiva histórica es muy compleja, la reacción cultural de los distintos pueblos, su respuesta mediante explotaciones agropecuarias ecológicas extensivas, su rechazo al tratamiento químico de la agricultura, a la manipulación genética y nutritiva de los animales consumibles; y si confiamos en que el avance tecnológico de las comunicaciones pueda revertir un día la inercia de las grandes congregaciones humanas, es posible avistar un futuro reparto, lejano pero posible, más racional de la población humana en el espacio terrestre, y por consiguiente, de la fauna.

¿Optimismo? Igual que con respecto al cambio climático, no se puede ser optimista ni pesimista.

No hay comentarios:

Publicar un comentario