viernes, 22 de julio de 2022

MEMORIA DE MANZANARES, A 50 AÑOS DE SU ALTERNATIVA por JOSÉ CARLOS ARÉVALO

 


A José María Manzanares, hijo, por haber

demostrado que segundas partes también son

buenas. José Carlos Arévalo


A los mejores toreros les llaman figuras. Y la palabra figura está emparentada con la palabra ídolo. Y la palabra ídolo es hermana de la palabra idea. Y de la palabra idea

deriva la palabra ideal. Pues bien, la figura del toreo expresa ese ideal de torero que todos los aficionados tienen en la cabeza. Aunque para hablar con rigor ha de

reconocerse que en el toreo hay distintos ídolos. Si la tauromaquia fuera una religión sería una religión politeísta. Y José María Manzanares, un ídolo en el Olimpo de los

toreros.

 

Santo y seña de un torero

Cuando se piensa en el arquetipo del torero, la imagen de Manzanares surge al instante. Por su estampa, ni alto ni bajo, ni fuerte ni frágil. Por su mirada inteligente, penetrante con el toro, receptiva con los públicos. Por expresar con quietud –toreaba asentado- o en

movimiento –iba y salía con ritmo de las suertes- los más sutiles sentimientos del toreo.

Por esconder su mando detrás del temple. Por un valor que le permitía pensar serenamente ante la cara del toro. Y porque tenía el don del toreo como otros tienen el

don del canto. Se nace con él, aunque luego sea necesario educarlo. En efecto, el torero nace y se hace.

De niño, de muy niño, en el alicantino barrio pesquero de de Santa Cruz, al pie de la montaña y frente al mar, José María toreaba de salón en la calle para otros niños. Y el

toreo le salía bonito, tan bien hecho que una vieja aficionada y vendedora de dulces le regalaba un caramelo al término de cada faena. Era innata la cadencia que el crio impregnaba a las suertes.



 

Pero otros influjos condicionan la vocación del artista. En el caso de Manzanares fueron genéticos. ¿Habría sido torero sin su padre, el banderillero Pepe Dols, con el nombre taurino de Pepe Manzanares y conocido por el “Chocho” en el levante taurino español?

 

Seguramente, no. Es más, su temple embriagador no habría sido posible si no se lo hubieran comunicado las palabras de su padre. Y es que el “Chocho” hablaba el toreo con delectación, temple, sentimiento. No lo supo hacer, pero lo decía como una auténtica figura. Y tuvo la suerte de que su hijo hizo realidad lo que él soñaba. No

siempre. En ocasiones le reprochaba que su toreo fuera tan lúcido, demasiado acoplado al comportamiento del toro. “Al toro hay que exigirle más de lo que puede dar”, le decía. A lo que el hijo respondía, “no seas utópico”. Y el padre le replicaba, “es que tu me gustas cuando eres utópico”. ¿Rozó la utopía alguna vez el toreo de José María Manzanares? Es rara la utopía, embargada de deseo y absoluto, ilógica y tal vez lógica.

 



 

Yo nunca me la he planteado al degustar el arte de Manzanares. Porque el don del trazo, la cadencia absoluta del toreo, esa virtud estética intransferible, ni genética ni aprendida, cumple la útopía cada vez que un gran torero cuaja la suerte más allá del bien y del mal. Se podría convenir que eso sucede a veces en otras artes, pero en la de torear traspasa los límites de lo sublime porque la consuman un hombre y un toro, los dos al borde de la muerte. Recuerdo, tras una inefable faena del maestro, los ojos húmedos de un venerable ganadero, pelo blanco y porte señorial, don Jorge Barbachano, harto de ver

toros y toreros, pero conmovido como si acabara de revelársele el toreo. Sin duda, otros diestros le habían llegado con parecida intensidad. Pero aquella faena –creo recordar que fue en Querétaro- sucedió en la segunda parte de su carrera, cuando la cuadratura

siempre luminosa del arte manzanarista ya estaba inundada de sentido –la absoluta comprensión del toro- y de sentimientos –los que marca la vida y la redentora quimera del arte-.

Sin embargo, el toreo es un arte de juventud. Los toreros, artistas de cuerpo joven y alma vieja, ya han madurado cuando otros creadores, salvo los poetas, se están

formando. Por eso cautivó a la afición desde sus comienzos, desde que se reveló en competencia con José Luis Galloso, torero largo y magistral. Deslumbraron sus

maneras, su juvenil corte clásico. ¿Cómo era posible que un chaval dijera los cánones más arcanos del toreo con tal naturalidad? Aquel Manzanares casi adolescente y

estéticamente maduro fue como una aparición. La de un artista clásico, de claridad mediterránea, no con aura de héroe griego, porque los héroes nunca son muy

inteligentes, sino de artista inconsciente de su arte y de maestro con ingenuidad de alumno. El propio José María me diría tiempo después: yo, entonces, toreaba bien sin

saber por qué. Y no había en su confidencia vanidad ni autocrítica. El comienzo de su historia torera lo certifica. Desde el mismo día de su presentación en su Alicante natal, dos buenos taurinos, Alegre y Barceló, se hicieron cargo de él. Desde el mano a mano con Galloso en Madrid, Alonso Belmonte, ejecutivo de la empresa, pensó apoderarlo –lo haría con el tiempo-. O sea, que desde sus inicios novilleriles a nadie le cupo duda,

profesionales y aficionados, de que Manzanares sería figura del toreo.


Madrid y Sevilla en la vida torera de Manzanares

 

Pero su ascenso a dicho rango no fue fácil ni inmediato. Eran tiempos difíciles. En la cumbre del toreo mandaban el arte magistral de Camino, la hondura de El Viti, la

sevillanía valerosa de Puerta, la magia inigualable de Romero, y si se le ocurría volver, el vendaval cordobesista. Pero quien sí volvió fue nada menos que Luis Miguel, su

padrino de alternativa, que tras verle cortar dos orejas y el rabo al toro de su doctorado, tuvo el detalle de cortar otras cuatro y otro rabo. Por lo demás, tampoco estaba mal acompañado por sus compañeros de camada, una terna de perros de presa, Paquirri, Dámaso Gonzalez y El Capea, más el parangón, artístico e inevitable, con el arte de Curro Vázquez, aunque solo percibido por una minoria de buenos aficionados: es curioso que pasado el tiempo todavía nadie haya estudiado analogías y diferencias entre

ambos diestros.

De hecho lo lanzó Madrid. Una paradoja, porque la afición venteña, al menos sus más conspicuos aficionados, le odió toda su vida. No fue con el toro de Murube, su primer

gran triunfo madrileño como matador, al que cortó las dos orejas. Sucedió más tarde, gracias a su cenital faena al toro “Clarín”, de Manolo González: un trasteo fresco y

deslumbrante, estructurado en tres tiempos, abierto por toreadísimos ayudados que desembocaron en el toreo natural, con la derecha y con la izquierda, la suerte cargada a la pierna contraria o el compás más reunido y la suerte alargada, ampliada -¿por qué no

cargada?- entregada a unas muñecas de cristal, a un sutil juego de cintura. Cerró la faena con muletazos por bajo y una estocada perfecta, ejecutada con el mismo temple

que había toreado. Pero no lo encumbró el triunfo, ni siquiera que la arquitectura de la faena se hubiera construído como por encanto, sin que nadie se diera cuenta. Afirmó su candidatura a la primera fila por la huella que deja el toreo cuando brota libre de

barreras, ni las propias ni las que opone el toro bravo de verdad, superado por el arte del torero.

Pero si lo lanzó Madrid, lo consagró Sevilla, que lo acogió bien desde su primer paseíllo. Fue más un reencuentro que un encuentro. El torero descubrió su público y la

afición, su torero. No era un desideratum, como lo de Curro y su Maestranza, o lo de Chamaco con Barcelona, o lo de Manolo Martínez con La México. Lo de Manzanares y Sevilla iba de afinidad. El concepto del toreo del público maestrante era, y es, exactamente lo que le ofrecía la tauromaquia de Manzanares: la manera torera de estar

en la plaza, el trazo sedoso, la elegancia no impostada, el quite oportuno, el lance perfumado pero no sobreinterpretado, el muletazo catedralicio pero natural, un equilibrio perfecto entre el valor y la destreza, la personalidad y el arte, la facilidad y la hondura, sin que ninguna virtud sobresaliera sobre las otras… porque habría sido de mal gusto.

No, no le hizo falta al alicantino el triunfo torrencial. De hecho nunca abrió la Puerta del Príncipe, tan solo en su última actuación, cuando se despidió de Sevilla y su hijo le cortó la coleta, pero aquello fue el reconocimiento de una larga amistad, el premio a toda una vida que, por lo demás, estuvo plagada de éxitos, cortes de oreja o de dos orejas, bien medidas por la plaza, todas con la excelencia de dejar huella.

Personalmente, nunca olvidaré su tarde con los de Torrestrella en la feria del 85. Le correspondieron dos toros equidistantes. El primero noble y un punto soso, el clásico burel que no “transmite” salvo que el torero acaricie, temple las embestidas hasta que el

público deja de ver al toro y al torero y solo ve el toreo, un toreo de embriagadora lucidez, sucedido al otro lado del espejo, en el territorio irreal del éxtasis. Y su segundo,

agresivo, fiero pero no bravo, al que burló con temple de seda y látigo, aplicados desde la distancia precisa, la muleta alta, imantada a los ojos listos del toro que no humilla y lo ve todo y que no pudo ver otra cosa que muleta. Genial, emocionante, torerísima actuación. No entendí porque no salió por la Puerta del Principe. Aquella tarde fue la cumbre de un torero cuajado, que toreaba bien y ya sabía por qué. De ahí que todas las

suertes pasmaran por su deslumbrante belleza y adquirieran esa hondura alcanzada cuando el torero lidia y torea al mismo tiempo.

 


Maestría propia, enemigo interior… y Pablo Lozano al fondo

El torero se convierte en figura cuando comprende al toro. No a un toro, sino a la infinita gama de comportamientos que plantean los toros. ¿Tiene un caracter diferenciado el toro? ¿Es un animal con señas propias de identidad? La tauromaquia cree que si. No le adjudica comportamientos conscientes, pero detecta el carácter

diferencial de cada uno a través de su embestida: un lenguaje geométrico, visual, que identifica a cada animal. Y quien lo revela es el torero, que sin entenderlo no lo puede torear. Entre los toreros es figura el que comprende al mayor número de toros. Por encima de otros valores, tienen acceso a dicho rango los que, además de comprender al toro, a muchos toros, adivinan su embestida, buena o mala, noble o resabiada, y son capaces de apostar. No en vano, la sabiduría popular afirma que torear es hacer la suerte, o sea, que el hacer inteligente del torero venza al azar, en el fondo siempre

imprevisible del toro. José María Manzanares adquirió ese estado de maestría muy pronto, cuando el equilibrio entre vivir y torear no presentaba problemas, porque el

toreo ocupaba todo su tiempo. Pero el triunfo apareja la fama, el éxito social, el disfrute de la vida. Y a Manzanares le gustaba vivir, saborear un buen vino, fascinar a las

mujeres, complacerse en la amistad. Llegaron entonces los triunfos distanciados, el acople con menos toros, la caída en un bache incompatible con el ejercicio del toreo,

No perdió su prestigio, mantenido por su arte, pero bajaron los dineros y algo, su número de actuaciones.

Curiosamente, el bache, detectado más por los taurinos que por los públicos, llegó

cuando había alcanzado la categoría de maestro, precisamente en tiempos de relevo, tras el último tramo de la primera fila y la toma de posiciones de Paquirri, Dámaso, Capea y él mismo. A los cuatro los apoderó entonces José Antonio Chopera. Y los cuatro

hicieron las Américas, con sus actuaciones menos cotidianas, más distanciadas y más tiempo para vivir. Fue entonces cuando la vida venció al toreo y el rencor de un crítico adverso lo motejó como “el fino torero de Alicante”. No era cierto, pero sí que la tauromaquia de Manzanares había perdido intensidad y ganado listeza. Es decir, casi era cierto. Y el maestro reaccionó. Se acarteló con Logroño para matar los “victorinos”, y a

sus dos enemigos les cortó cuatro orejas. Poco después lo apoderaba Pablo Lozano.

No sé cómo abordaron la situación el matador ya retirado y el que estaba en una fase crítica de su carrera. La verdad es que nunca he sabido cómo hablan los toreros entre ellos cuando se enfrentan unidos a un mismo proyecto. Pero me ha sorprendido el

agradecimiento y respeto a don Pablo de todos sus poderdantes. Y he admirado que éste siempre respetara el estilo de cada uno –curiosamente ninguno se le pareció- y que todos mejoraran sustancialmente su capacidad torera. ¿Cómo afrontaron la cuestión los

dos toreros? ¿Hablaron de la vida o hablaron del toreo? Lo que sí se sabe es que Manzanares se anunció en Valencia con los “miuras” y que estuvo sobrado. En aquellos días, el toro había cambiado. Mantenía su edad cuatreña, se presentaba con mayor arboladura y más peso, cada día más, lo que descompensaba su juego, pues todavía no había evolucionado el manejo ganadero y el impuesto toro creciente demandaba una nutrición, un saneamiento y una preparación física que el toro de lidia nunca había necesitado. En conclusión, el toreo se había hecho más complejo y el fino torero de Alicante cuajaba el toreo con toros de muy diverso pelaje, desde los de Dolores Aguirre a los “santacolomas”, desde los “murubes” a los “núñez”, y se entendía con la amplia

gama de los “domecq”. Recuerdo de aquellos años una tarde en El Toreo de Cuatro Caminos. Saltó al oscuro ruedo un toro “engollipao”, con menos cuello que un sapo y que, naturalmente, embestía con la cara por las nubes. Pero “el Manzana”lo adivinó franco y bravo. Le armó un lío. Pero lo que se me quedó grabado fueron las verónicas

más altas –la mano que sostenía el lance, a la altura del pecho, la que toreaba, por encima de la cabeza-, las verónicas más largas, más acompasadas y más hondas:

verónicas profundas, puras, lances antiguos, modernos, eternos.

Cuando un torero une la maestría y el arte deja de ser un estilista –término que entre los aficionados tiene un tufillo peyorativo-, pasa a ser uno de los grandes. Y en la segunda parte de su carrera, Manzanares se hizo grande. Su tauromaquia resplandecía gracias a su dominio exacto de la distancia, la elección de los terrenos, el sitio del cite, la altura de los engaños, la dimensión del trazo, la apretura o la caricia exigidos por el comportamiento intransferible de cada toro. Entonces era fascinante verle cuajar un toro, como aquel “sepulveda” en Salamanca, junto a Capea y Ojeda. O desorejar a otro de Fernando Peña en Madrid, al que solo toreó con la mano derecha. O verle torear por naturales en la plaza de Algeciras entre oles que cantaban y lloraban. Pues bien, llegado

a este punto es hora de hablar sobre el arte de José María Manzanares.


La estética de Manzanares

Decía Beaudelaire, más o menos, que la belleza absoluta del arte clásico es obra de los dioses, deslumbrante por su perfectísima objetividad, pero que el arte emociona más cuando lo sobresalta una mácula de imperfección. Entonces se humaniza, se personaliza y nos estremece. En Manzanares, esa mancha no era una mácula sino el signo de identidad que lo diferenciaba de todos los toreros, incluso de los que compartían un

mismo concepto. ¿En qué consistía el rasgo distintivo del arte manzanarista? En la embriaguez, en una lúcida embriaguez. José María era el primer espectador de sí mismo y se gustaba. Había aquilatado hasta el último matiz el fondo y la forma de cada suerte. Había elegido para su repertorio las fundamentales, las que ofrecen una mayor una mayor expresión al toreo. En su juventud practicó todas, hasta los desplantes más

insólitos, como el de tumbarse en la arena tras rematar al toro a la salida de un quite. Y cuando resucitaba un lance que no solía practicar, como la chicuelina, lo cambiaba.

Aquella nueva chicuelina, con cite caminista y el toreo por bajo, a la manera del bienvenidista quite de la escoba, se llevó el protagonismo de una gran tarde de toros en

la plaza de Madrid. Aquel Manzanares postrero saboreaba un lance o una serie de muletazos ligados con la misma delectación que decantaba un buen vino o descubría la

belleza de una mujer o contemplaba un paisaje mientras le daba una calada a un cigarro. En aquel período de su carrera pensé que Manzanares era un disoluto disciplinado.

Fumaba poco durante la temporada, entre toro y toro, a hurtadillas, mucho después de la última corrida. Y cortaba en seco cada 31 de diciembre, cuando se preparaba para el nuevo año taurino. Asistí a su espartano entrenamiento para acometer su encerrona con seis toros en Ronda y le vi paladear un copazo de brandy con la mirada fija en el tajo rondeño antes de salir a torearla. Un día quedamos citados en Bayona. Fui por la mañana al hotel de los toreros, un modesto motel de carretera –se debería investigar por qué los toreros escogen hoteles tan dispares- y en su recepción me dijeron que el

maestro no había reservado habitación. Por la tarde, en el callejón de la plaza le pregunté dónde se había vestido y me respondió: cuando toreo en Bayona me gusta

dormir en el Grand Palais de Biarritz. Después muleteó a un toro noble como si estuviera en Versalles y tomó el pelo a otro, feo y torpón, con tan discreta torería que no

se enteró ni el presidente. Esa noche, varios amigos cenamos con él en la terraza del Grand Palais y mientras bebíamos un viejo borgoña le dije, das a tu toreo la misma

sustancia que intentas sacar a la vida.

¿Cuál era esa sustancia que daba a los mismos lances y pases un sentido diferente? ¿Por qué el trazo clásico de su toreo se contaminaba de un sello tan personal? Los grandes toreros no pervierten el canon, pero lo transforman, son los grandes herejes del arte de

torear, los que al profanarlo con su personalidad lo mantienen vivo. El toreo es una geometría con alma, el don de mutar la agresividad del toro en embestida, el miedo en valor, la violencia en cadencia. Y en ese trance, un feliz desgarro relampaguea dentro de las suertes. Es el pellizco añadido que los calés exigen al toreo y a la música. Por eso José María fue el torero payo de los aficionados gitanos. Ahora recuerdo a Camarón de la Isla obnubilado por el arte de Manzanares una tarde, ya lejana, en el Puerto de Santa María. Ha pasado el tiempo. Hace 50 años que Manzanares, un heterodoxo clásico del toreo, tomó la alternativa en Alicante, su ciudad natal

 

 ¿Qué nos queda de su toreo?

 

 La despierta embriaguez del temple, la despaciosa armonía que imprimió a las suertes. Incluso su interpretación de la suerte suprema, lenta, despaciosamente templada. Parecía que fuese la muleta, su mano izquierda, la que mataba, pues la derecha solo mantenía

colocado el estoque y era el toro quien se daba la muerte. El temple, siempre el temple, de principio al fin de la lidia. ¿Qué nos queda del toreo de Manzanares? Su presencia en la memoria y su vigencia en la manera que muchos aficionados tenemos de entender el toreo.

 

José Carlos Arévalo.

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