Se ha dicho que el talante y entereza moral del individuo guardan relación con episodios biológicamente demostrables o acontecimientos que constituyen la condición humana, asunto esencial en las diversas creaciones del intelecto, desdobladas tras la tensión existente entre el cuerpo y el alma, así como en una percepción fragmentaria o si se quiere integral de la realidad inmanente. La naturaleza humana se expresa en singularidades compartidas que incorporan sentimientos, formas de actuar y de pensar distintivas de nuestro género. Contenidos sin duda controversiales que acarrean importantes implicaciones sobre el comportamiento ético de las personas y el reconocimiento que merecen con prescindencia de sus ideas y costumbres innatas o adquiridas.
Los aficionados del Tendido Siete de la madrileña Plaza Monumental de Las Ventas ambicionan identificarse con la ortodoxia del toreo –el juicio considerado verdadero e irrefutable al momento de valorar lo que acontece en el ruedo–. Desde el Siete se oyen expresiones airadas y no pocas veces injuriosas para con autoridades, toreros y ganaderos concurrentes al festejo –para ser justos, en ocasiones no sabemos si provienen de agitadores encubiertos en el renombrado tendido–, como si aquella presunción de erudición les confiriese el pleno derecho de ofender a quienes se juegan la vida en el albero –el caso de los diestros–, o de aquellos que hacen cuanto pueden en sus dehesas para exhibir en la plaza el fruto de tan depurados desvelos. Se trata de quienes no terminan de comprender que por encima de cualquier defecto o carencia en la lidia, para ser espada se necesita valor imperturbable y no solo ello, sino también y como decía Marcial Lalanda, saber qué es, para qué sirve y cómo debe emplearse el coraje al enfrentarse a la bravura encastada de un toro –también a la fiereza ofensiva o aquella que va rabiosamente a por la vida de un hombre–. De otra parte, es fácil criticar a quien se ha hecho cargo de la selección genética, crianza, sanidad y alimentación del ganado llamado a ostentar su casta, fuerza, resistencia y trapío, no solo en el ataque, sino también en la defensa. ¿Qué saben los críticos acérrimos –habrá excepciones, sin duda– de lo que implica componer y gestionar una ganadería de bravo?
Sostener que toda voz resonante en la Plaza proviene del Tendido Siete puede ser una demasía; solo los espectadores más próximos sabrán quién es el verdadero agraviante. En casos específicos y por fortuna creemos que aislados, pudiera tratarse de posturas chauvinistas; generalmente se trata de juicios de valor y reproches no necesariamente endosados por el “respetable” –así llamamos al público concurrente en la Plaza–. Es inadmisible que un espectador rompa el silencio que suele cumplirse en los momentos culminantes de la lidia. Algunos calificarán a los del Siete como sector beligerante de Las Ventas, definitivamente contrastante con quienes mayoritariamente auspician un ambiente expectante y comedido. El destemplado Siete como asociación que influye sobre el ambiente en la Plaza, pudiera ser fruto de la imaginación de la gente; lo que se haga o se diga fuera del coso es otra cosa. Pero igual está allí ocupando su sitio, suele ser peyorativo y emite opiniones radicales devenidas en atropello al sentimiento de tolerancia que debe prevalecer en un acontecimiento tan formal, en el cual se desenvuelve toda una ética –la del diestro y sus cuadrillas de banderilleros y picadores sometidos a reglas de obligado cumplimiento– y una estética de singulares contornos.
Aclaremos que la afición a los toros es una aceptable elección que para muchos corresponde a tradiciones históricas y de familia; tan aceptable como puede ser no contarse entre quienes acuden a los festejos ni se interesan en sus contenidos ilustrados y artísticos. Sobre su arraigo histórico y carácter como genuina manifestación de cultura no podemos abundar en este reducido espacio de opinión; ya tendremos ocasión de hacerlo en una futura entrega. Baste por ahora decir que la tolerancia recíproca entre quienes apasionadamente se aproximan y aquellos que toman respetuosa distancia de la tauromaquia –dejemos por fuera a los antitaurinos que carecen de conocimientos y argumentos válidos para desacreditarla–, será un plausible signo de civilidad. Y no olvidemos que los toros no son de los dirigentes políticos afanados del oportunismo mediático; los toros han sido y siguen siendo del pueblo que acude a ellos con ese entusiasmo que reboza los feriales de América y Europa.
Trasladada la reflexión que antecede al controvertido mundo de la política, no hay tal cosa como hombres buenos y malos según los gustos e ideologías que escojan libremente. Pero ese signo de civilidad debe extenderse al modo como se expresan las opiniones dentro de una misma inclinación. Siempre habrá aciertos y errores merecedores de juicios y reflexiones constructivas.
Para concluir, vayamos al sentido práctico de esta somera aproximación al escabroso tema del comportamiento humano. La capacidad de analizar y juzgar de manera imparcial y desinteresada alguna cuestión, se opone a la búsqueda malintencionada de contrariedades o errores sobre el mismo tema. Desvalorizar el juicio elaborado con fundamento y expresado de manera respetuosa, no constituye un comportamiento edificante; pero la crítica jactanciosa y ante todo como pretexto para ofender a personas o instituciones, tampoco es admisible en espacios llamados a la sociabilidad. ¿Qué alcances y utilidad práctica puede tener un juicio crítico marcadamente tendencioso? ¿Cuándo escucharemos voces de aprobación desde las trincheras opinantes que solo se empeñan en subrayar lo negativo?
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