FRANÇOIS ZUMBIEHL |
Hace unos días, por dos veces, en la página Toros de El País la información taurina fue precedida por unos artículos - ¿de fondo? – hablando de relación con los animales, claramente descalificadores para la tauromaquia.
Eso recuerda los avisos antaño de la censura, puestos a la cabeza de anuncios de películas juzgadas no recomendables para menores y personas decentes. Por supuesto las palabras crueldad y tortura fueron enarboladas como banderas de infamia. Curiosamente, las razones eran contradictorias: el primer escrito, exaltando a Singer, apuntaba que para este profesor hombres y animales tienen el mismo nivel de conciencia; el segundo, más comedido según parece, sostenía que, precisamente porque los animales quedan estancados en su presente e incapaces de enfocar su futuro - el de su muerte -, esa diferencia nos induce a ensañarnos con ellos, no sé si porque nos sentimos superiores, o porque envidiamos su ingenuidad. Reconocía, sin embargo, que muchos elementos culturales están ligados a la tauromaquia (los trajes, la pintura, la literatura...), y que estos podían seguir como objetos de admiración, pero que la Fiesta, en sí misma condenable, tenía que desaparecer, encerrarse en las vitrinas museísticas de las civilizaciones muertas.
Pero resulta que este patrimonio, basado en el enfrentamiento con el uro/toro, animal totémico desde hace más de treinta mil años, es expresión suprema de vida, o mejor dicho de nuestra condición de seres vivientes y mortales, conscientes de ello. El torero, que nos representa en sumo grado, es a la vez héroe y artista. Las materias de su arte son tres: el toro temible, desde luego, con el que tiene que enfrentarse, pero al que tiene que entender y hasta amar para plasmar en el ruedo con él la harmonía esperada; el tiempo que tiene que alargar y esculpir en sus pases; el cuerpo que tiene que librar del miedo, dibujando con él su coreografía en el acto y en el aire. El toro muere en esta lucha (unos veterinarios muestran cómo su naturaleza brava le permite superar el estrés y el dolor), pero el aficionado le admira porque también representa lo mejor de nosotros en este trance. Esto se acaba de comprobar, el domingo de Ramos, en la emoción que estremeció toda la plaza de Las Ventas ante la embestida incansable hasta el final de un animal bravísimo, y ante el afán de todos los hombres vestidos de luces para brillar a su altura. En la plaza muerte y vida, sublimadas por el arte, nos bridan esas flores con perfume de Baudelaire.
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