Capotes para tapar un fiasco: Morante, Ortega y Aguado se estrellan contra una formidable juampedrada
Los toros dan al traste con la esperada cita de Resurrección en la vuelta a la normalidad; ni por los esplendidos saludos y quites se salvó la tarde; de Morante fue la faena de más peso
Cuando apareció Morante de la Puebla, la Maestranza se caía puesta en pie. La devoción -sólo interrumpida por el Himno de España- ante la talla doliente del torero que 24 horas atrás amenazaba con clausurar su procesión. Morante sufrió la noche en vela con su luxación clavicular olvidando los calmantes de la infiltración hora a hora; la afición permanecía en vilo aun con las noticias esperanzadoras. Otra dosis hubo de adormecer por la mañana los cristales rotos del hombro. La buena nueva definitiva fue Morante entrando en el Hotel Colón, trajeado como un pincel.
De allí salió en un carruaje parecido, si no igual, a la jardinera que usó en El Puerto de Santa María el agosto pasado, cuando el naufragio de los veraguas. El búcaro y el esportón en lo alto, la montera calada, el traje antiguo, una escena de otro siglo.
En el Colón se vistieron los toreros del cartel más sevillano de los últimos 30 años: Morante, Ortega y Aguado. En las habitaciones 701, 201 y 112, velaron respectivamente sus sillas y encerraron sus miedos.
Un clamor inauguró el último rito de la Semana Santa en Sevilla: la corrida del Domingo de Resurrección. Y los tres elegidos, montera en mano, los tres de estreno, compusieron un cuadro de azul cobalto, purísima y verde hoja. Impecables ternos de oro. El murmullo duró como un eco hasta que salió el primer cinqueño -abiertos en lotes (1, 3 y 5)- de los toros, ¡ay!, de Juan Pedro Domecq. Serio, basto, cuajado, musculado, montado, embestía con los pechos, las manos por delante y recto en el capote de vueltas verdes de MdlP, sin descolgar. Quedó ahormado en dos firmes puyazos, apenas un lance. El primor vendría en la apertura de faena con unos ayudados por alto de sabroso recuerdo a Rafael (el Gallo). Soltó la izquierda Morante y crujió la Maestranza. Había mejorado el toro con su condición obediente, noblota, apagada, sin regalar nada. La faena desprendió la maestría del sitio, la seguridad de la madurez. Tapada la embestida en su derecha, suelta otra vez zurda por naturales de peso. Extraídos por la ciencia y elevados por el empaque. La despedida diestra, nuevos ayudados viejos, un molinete abelmontado. Más alegría en el torero que en el toro. Un pinchazo, estocada y la ovación de la justicia.
Otro estilo que nacía de su porte más fino y flexible apuntaba el siguiente juampedro, de pinta castaña y buena expresión. No tanto como la que emanó de las verónicas de Juan Ortega: seis pinturas y una media que el toro tomó humillado desde un metro antes. Un embroque prometedor más que la salida de la embestida. Que se dio fluida en un par de verónicas superiores a favor de querencia, hacia el caballo. Ortega se había animado en un quite por chicuelinas muy hermoso. Replicado por el mismo palo por Pablo Aguado, más alado el lance de Chicuelo, menos ajustado, rematado con una airosa larga. Duró el juampedro un poquito más para que Juan dibujase un prólogo de faena de orígenes lasernistas, un camino al paso. La trinchera y el de la firma fueron las carísimas últimas pinceladas antes de que se indispusiese el toro, que se puso hostil, soltando calambres.
Se lesionó el tercero y lo sustituyó otro sobrero de Juan Pedro, también con los cinco años cumplidos, de amplia y astifina testa, que se prestó para un acompasado saludo de Pablo Aguado. La media verónica como si se le cayese el capote de la cadera fue, sin duda, de rango mayor a todo lo demás. Y ya. El toro se retrajo y sanseacabó.
La cosa empezaba a cobrar color de juampedrada cuando el cuarto galopó desordenado de movimientos, visiblemente descoordinado. Un terrible volatín en el capote de Lili sonó a puntillazo. La corrida solo venía pareja en la decepción. Un sobrero de Virgen María vino a sumar en la impresión de la falta de cuido. Hay detalles que delatan la ausencia de esmero. Ese hierro, esa cara, ese toro. Morante brindó a la Infanta Elena y principió agarrado a las tablas, con detalles de torería y sabrosos guiños gallistas sobre las piernas ante la mierda de embestida. Terminó breve.
Fue el quinto en su simpleza el toro más sevillano. Pero pronto anunció su limitado poder, su escaso fondo. No había fuelle ni para avivar una mínima llamada del toreo, durmiéndose por abajo. Un par de desarmes deslucieron la baldía intentona de Juan Ortega. "¡Petardo ganadero!", gritaron desde sol. Formidable fiasco.
Salió el último con un tranco estupendo, así acucharado, negrito. Ideal para torearlo a placer con el capote. Que Pablo Aguado coge ahora más amplio, con más vuelo. Una verónica muy enfrontilada supo a gloria entre otras de diferente colocación y logro hasta la media. Lo cuidó en el caballo y Morante lo vio claro para dejar su sello. Tres lances cumbres y una media para enmarcar. Aguado respondió por delantales poco a poco más afinados, de lindo giro. Hasta dos broches vistosos. La Maestranza aplaudió a rabiar y MdlP se quedó mirando muy serio a Pablo, que se desmonteró no sé si invitándole a hacer lo mismo. El toro se encogió y la gente liberó su cabreo por palmas de tango. Lo de Juan Pedro si que es una vuelta plena a la normalidad. Ya sólo le quedan dos más...
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