El sevillano sale a hombros con una bella faena a un toro de Juan Pedro de precisa calidad; Morante también corta una oreja con su poso y una soberbia estocada
Balanceaban a Pablo Aguado por la puerta grande con menos son del que había mecido su toreo. Llovía como nunca en toda la tarde, empapada del tesoro que escancian sus muñecas, ese pulso. Permitió el cielo, por fin, una tregua. Y el toreo se reflejó en sus espejos de agua, en los charcos del ruedo. Sobre esa arena embarrada posó Aguado su esencia y hundió Morante de la Puebla su empaque, el asiento macizo de su hacer.
De Morante cada día hay algo nuevo que admirar. Incluso una vuelta al ruedo a paso ligero, tan leve, tan torera. Es una enciclopedia su cabeza, un registro de tauromaquias hasta en eso, para pasear una oreja. Que cayó con el peso de una estocada perfecta, en el mismo hoyo de las agujas, un puñetazo en la mesa. En la suerte contraria el volapié, atacado en corto, muy cerrado el toro, que se había aculado en tablas al final de una faena preñada de goterones de buen toreo. Anduvo el juampedro -generosamente sangrado en el caballo- con su gordota anatomía, su recogida cara colocada con categoría y su bondad apagada a cuestas. Suficiente para que el alfarero de La Puebla moldease aquella casi primera serie, tras la apertura a los medios, de un derechazo superlativo, otro superior que desembocó en un cambio de mano por la espalda y un pase de pecho desbordado de empaque. De lejos sorprendió el domecq a MdlP colocándose y resolvió con un pase de las flores dibujado, preludio de una tanda diestra y dormida de puro asiento. Un molinete zurdo y la izquierda, ya basculando la obra hacia tablas, donde le dejaba la muleta en espera para tirar de la embestida que ya agotó la reserva. Un pase de pecho y un muletazo rodilla en tierra fueron las últimas perlas.
De ese mismo modo pero de otra forma, Pablo Aguado abrió su faena al toro preciso para sus yemas. El lindo juampedro, que había correteado sueltecito en los tercios previos, se daba con una humillación y una calidad soberbias, ese ritmo sostenido de mimbres mansitos. Aguado, ya en pie, multiplicó los oles como los panes y los peces meciéndose simplemente, redondeando derechazos en el horno de su naturalidad. Qué lento es ese fuego. Una trinchera fulgió como una llamarada, una cosa al paso. De las que hubo muchas, como una danza andada, coreografiada. Un cambio de mano, un molinete zurdo, ese salir caminando de las series por veredas que no abandonan el sentido del gusto. La faena fue la refutación de la quietud, sin una unidad de terrenos. Y sin embargo toda su belleza se unificaba, extrañamente, como por un hilo o un halo invisible, ese don. Su izquierda cotizó naturales a golpe de muñeca, hilvanados o ligados, según, cadenciosos en cualquier caso. Cerró la obra como la abrió, rodilla en tierra, con más expresión aún. Una penúltimo capítulo antes de la coda definitiva, de sabrosos ayudados a dos manos. Un espadazo rinconero, dos orejas del tirón, la puerta grande.
En el toreo la suerte es fundamental, pero no sólo. Emilio de Justo, que tanto ha luchado en su persecución, en su dura forja, parecía haberla encontrado. Entrar en este cartel, después de su temporadón pasado -dos Puertas Grandes de Madrid y mucho más-, era un privilegio de justicia. Todo, sin embargo, le salió al revés. Y el sánwich fue mortal.
Detrás de la lavada expresión de aquel jabonero sucio habitaba el genio, una arritmia mentirosa y no fácil, pero no imposible. Al menos para matador con sus curtidos registros. La tensión de sus resoluciones transmitió un sincero querer y no estar del todo. Hay en su gesto una preocupación mayúscula, y probablemente en su cabeza también. Ese Domingo de Ramos temerario de Madrid, ay. Que si sale bien -con tres tardes en San Isidro- no te cambia nada; si sale mal es una losa. Y antes hay que llenar. Taurinamente es un despropósito. Sobrevino un desarme, apuros con el toro cada vez más agriado, quedándose por abajo y soltando la cara después. Un esfuerzo por apretarlo en su izquierda, todo muy desapacible. Empujó la estocada con el corazón, como suele. Necesitó del descabello. Nada. Y menos con un quinto vacío. La bolita negra de Juan Pedro cayó en sus manos.
Regaló muy poco el anterior, reponedor y polvorilla, aparentemente manejable con los recursos de un torero como Morante, que gusta ver cada día. Que van a ser cien. Prometió en vano un sexto de buenos inicios y peores finales, cuando punteaba. Pablo Agudo pintó un bello prólogo, alguna serie y resolvió. En sólo dos tardes, Valencia y Castellón, ha vuelto a sembrar su camino de esparanzas, con el halo o el hilo invisible de ese don inexplicable.
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