El alicantino cuaja y pincha una soberbia faena a un toro de extraordinaria clase; el peruano corta la única oreja con sus mejores registros y se deja otra con el descabello con el lote más óptimo de Victoriano del Río
Un monumento deberían haber levantado a los tres héroes que se batieron el cobre contra un viento inclemente y hostil. Una estatua de bronce para Diego Urdiales, José María Manzanares y Roca Rey. Y de los tres, el distintivo amarillo que exalta la condecoración militar de la Gran Cruz para Manzanares y Roca. Que se fue a la misma boca de riego para abrir faena cuando los idus de marzo azotaban con afilada violencia. Y clavó su figura de mástil. Galopó el toro a la muleta firme y adelantada con la fijeza que ya se había presentido. Como el buen estilo. RR se reunió y rompió con la embestida como en los viejos tiempos, tan por abajo su mano mandona y diestra. Un calambre recorrió la plaza al cambiarse la muleta por la espalda y ligar un pase de pecho gigantesco, nacido casi como circular invertido. El toro de lavada expresión se dio por la izquierda también en una tanda buena, pero no profunda. Sus prestaciones habían iniciado la cuesta abajo. El peruano anduvo listo para recurrir a las detonaciones de los pases por la espalda, que formaron una mascletá telúrica. Lo más celebrado por los tendidos, explosionados y en pie. Quedaba por rubricar todo -y en el todo también entraba la luminosidad del capote bien volado en el saludo mixto a la verónica y en un quite por chicuelinas- con la espada. Restó por su exagerada travesía y escasa muerte, que necesitó de dos golpes de verduguillo. La oreja cayó con fuerza y peso.
A capítulo seguido, bajo las oleadas terribles un clima criminal, José María Manzanares bordó el toreo. Traía el toro de Toros de Cortés una guapeza infalible, una clase de seda. Manzanares lo cuajó de principio a fin con una faena estructurada -planteamiento y desenlace, cosa rara en su tauromaquia- y sentida, despaciosa y creciente. Ya lo había toreado con esplendor a la verónica, con una serenidad de espíritu que se trasmitía en los vuelos. Tan asentado. Entendió la precisa potencia graduando su derecha -de inicio un punto dura- y se fundió con la categoría de Dorado. Que así se llamaba el toro de derramada calidad. De Dalia a Dorado, ese compás. Los pases de pecho sellaban con su inacabable clamor series de lentitud apoteósica y curvatura esferoidal. Naturales, trincheras y cambios de mano dormidos en su empaque. Cuajado de verdad Dorado, sólo quedaba terminar de inmortalizarlo con la espada. Y entonces JMM se puso cerril para hacerlo en la suerte de recibir que el toro ni pedía ni quería. Y para colmo resbaló con una banderilla. Y luego pinchó con cabezonería por no atacar el volapié. Nada podía borrar ya el incendio de una obra mayúscula. Que hubiera redondeado una primera faena de un mérito colosal con un toro que no regaló nada. El sonar del sentido encendido, complicado de alturas también: si le tocaba abajo, perdía las manos; si no lo hacía, se venía por dentro. Y a todo esto el viento. Paciencia, paciencia y mucho valor. Cuando Manzanares lo cerró entre las rayas, lo metió definitivamente en la muleta. Tres series de una importancia bárbara, encajado el tipo, amo y señor. Respondió entonces el toro con una entrega desconocida. Lo pinchó desdiciendo su fama de estoqueador imbatible.
La puerta grande quedó clausurada a cal y canto cuando hubo méritos sobrados en esta tarde invernal del Peine de los Vientos. Y toros también. Como el sexto, un tío de cinco años y medio. Que se soltaba pero volvía siempre. Roca Rey, a revienta calderas, anduvo más pendiente ahora de asegurar el triunfo que de atar la embestida, que se iba pero volvía siempre con sensacional embroque dentro de la muleta. Aun así, si cae el toro con la estocada, se hace con el trofeo, llave de la salida a hombros. El final de faena había sido volcánico.
Urdiales embarrancó, haciendo de tripas corazón, tratando de encontrar asiento entre el airazo y el lote más complejo, muy engañoso y mentiroso uno y sin descolgar ni darse el otro. Que lo volteó con una dureza escalofriante al perderle la cara. Dura tarde para un hombre acostumbrado a la dureza como modo de vida.
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