Existe en el toreo un adagio que reza; “los de valor a mandar y los de arte a acompañar” Y no es que los de arte no posean el atributo de valentía en diferentes cantidades, cualquiera que se pare a intentar darle unos pases a un toro, lo posee. Sin embargo, los llamados toreros de valor son reconocidos así, generalmente por ser más arriesgados en su quehacer y más regulares en sus actuaciones, que los llamados de arte.
Los toreros categorizados como artistas, son a la vez admirados y rechazados, lo primero, porque el sello que imprimen a su estilo de torear, generalmente impacta con un pase o con su lance e incluso con algún detalle, que tienen sin torear, como, por ejemplo: Morante de la Puebla, regando el albero con el fin de dejarlo a su entero gusto. Lo segundo, es que los acusan de abúlicos e indecisos, a veces hasta medrosos en su quehacer.
Frente a la concepción de poder -dominar el ímpetu del toro, entender sus reacciones y someter sus acometidas- se presenta, la de aplicar las normas del toreo, para conseguir la armonía y aquí se vale equipararlos, pues mientras unos se inclinan más por la técnica, los otros se van por su interpretativa.
Generalmente, el escalafón lo han encabezado los primeros: los otros van detrás en los números, con el propósito de construir estética en cada una de sus interpretaciones, sin voltear mucho al marcador de trofeos, que tanto importa a los primeros, o el número de festejos en los que actúan. Saben los segundos, que el público va a verles detalles, por la expresión de su sentimiento.
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