Morante obliga a quitarse el sombrero
Si los años del calendario taurino tuvieran apellidos, este dos mil veintiuno que agoniza en España tendría asignados, irremediablemente, los de Morante Camacho. No se conoce en la reciente historia del toreo un barrido tan descomunal de los componentes del escalafón de matadores de toros –con todos los respetos hacia ellos--, una apuesta tan temeraria –por lo que comporta la incursión en lo desconocido—, y una lección tan magistral --a todos los niveles--, a cargo de este nuevo y sorprendente doctor en mayéutica taurina; un tipo genial, inveterado y abstruso, que vino a criarse en el pueblo marismeño de la Puebla del Río. Sí, señor; en Tauromaquia, nunca estuvo más justificado el complemento “año de...” para éste que inicia la segunda década del nuevo siglo, mal que le pese –que le pesa- a su indiscutible destinatario. No hay discusión al respecto. No hay vuelta de hoja. No hay más cáscaras. Por una vez –¡oh, milagro!--, todo el mundo de acuerdo. Así será conocido por historiadores, analistas y estadísticos de la cosa del cuerno y el trapo para encabezar la nutrida cronología de los hechos en anuarios y efemérides: 2021, el Año de Morante. El año en que un torero, él solo, se convirtió en el eje sobre el cual giró toda la temporada. El año en que mordieron el polvo de la evidencia los agoreros que tanto fustigaron al diestro más diestro entre los diestros habidos y por haber durante gran parte de su ya largo periplo por los ruedos del mundo. Que si era un artistita de espejo, que si vivía del “pingui”, de posturitas o postureo, que si solo era capaz de lograr cierto crédito entre algún sector de la crítica y aficionados poco exigentes. Menuda vara nos han dado durante cerca de veinticinco años los somatenes encargados de la defensa de eso que llaman “toreo eterno”, sin que nadie de esos cuerpos de guardia supiera dar noticias de su paradero (del “toreo eterno”, quiero decir); porque las artes, todas ellas, tienen cupo reservado en la inmortalidad, siempre que sean obra de artistas excepcionales en cada una sus disciplinas. En el caso de la Tauromaquia, ese artista excepcional es José Antonio Morante, el de la Puebla del Río. A ver quién, a fecha de hoy, se atreve a rebatir tan aplastante evidencia. Morante ha puesto esto patas arriba, demostrando que, en el arte de birlibirloque bergaminiano, los tópicos son carne de cañón. Pepe Alameda –referencia imprescindible en la historia de la literatura taurina—sentenció que el toreo no es graciosa huída, sino apasionada entrega y José Luis Herrera fue menos poético, pero más explícito: quien solo tenga exquisitos destellos de arte disueltos en miedo y quien, sobrado de valor, esté incapacitado para el arte, serán gloriosos mancos de Lepanto taurinos, pero no toreros de una vez. Ahí es donde encaja el Morante de hoy, de esta época, de este incipiente siglo y parte del anterior: es torero de una pieza. Ha puesto tierra de por medio, saliéndose del guión preestablecido desde tiempo inmemorial, según el cual, tal ganadería que está “en buen momento” es la que mejor le va al concepto que del toreo tiene un torero con vitola de artista. No, señor. A partir de ahora, serán las ganaderías –los toros, más bien—quienes habrán de acoplarse a su forma de torear. Es el torero quien impondrá el método de la lidia, quien dará su medicina a cada toro, con independencia de su encaste. Porque puede, sabe y quiere. Esta es la gran novedad. Una novedad que se refuerza con un salto hacia atrás, que no es signo de retroceso, sino de progreso. ¡Qué curioso! He aquí un oxímoron desconcertante: hacer evolución partiendo de la involución. Resulta que José Antonio se ha metido a fondo en los libros de toros y toreros –es un estudioso empedernido-- y ha extraído de ellos la pulpa y el jugo que más le apetece consumir, rescatando suertes de antaño para trasladarlas a un hogaño plagado de carencias, aportando, a mayores, otros “inventos” de cosecha propia. Pero, al contrario de lo que le ocurrió a don Quijote con los libros de caballerías, a Morante no le han sorbido el seso elucubraciones o andanzas delirantes. Ha rescatado lo atractivo, lo excitante, lo sorprendente del más o menos lejano ayer, trasladándolo al hoy mismo, sin que por ello la obra de arte haya perdido belleza de formas y factores de riesgo. Ha establecido el vintage en el ruedo de las plazas de toros. Eso solo está al alcance de un privilegiado… que tenga valor suficiente para ponerlo en práctica. Porque ese es otro mantra que ha pulverizado este año el torero cigarrero: tiene un cupo de valor extraordinario y sabe emplearlo sin alharacas. De ahí su particular “revolución” de este año 21. A mayores, ha tomado diseños de ropa de torear de muy lueñe patronaje, con bordados de original diseño y monteras de machos empinados, a lo Lagartijo el Grande. Va a la Plaza en jardinera, o en calesa, pidiendo guerra, y ha vuelto a poner de moda los sombreros en los tendidos de los cosos taurinos. Sombreros de ala más o menos ancha. Sombreros como aquellos –una docena, más o menos-- que le tiraron desde los tendidos de Las Ventas a Manolete en la faena al toro Ratón de Pinto Barreiros en el año 44, o a Manolo González durante su faena al toro Capuchino, de Graciliano, en el 48, y que recogen las viejas fotografías en blanco y negro y los apuntes a plumilla de Antonio Casero. Además de cautivarnos con su arte, de demostrar que puede con todos los toros y todos los toreros –dicho sea con el mayor de los respetos, insisto--, de sorprendernos con sus recuperados lances de capa y suertes o adornos muleta en mano, Morante ha logrado, también, que el sombrero regrese a las plazas de toros… para que el usuario lo lance al ruedo al torero. De hecho, alguno que otro ha tomado de la arena y se lo ha llevado hasta detrás de la cadera, como un ornamento más de su obra, mientras, a su vez, lleva al toro embebido en la tela de franela. Por todo esto, y por el protagonismo absoluto acaparado en este año taurino que declina, sombrerazo para ti, Morante.
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