DON JAVIER EL MAESTRO
Javier Garfias es uno de los criadores de mayor importancia en el planeta de los toros, no sólo por su férrea dedicación a preservar la sangre de encaste San Mateo-Llaguno, de la que fue un fervoroso defensor, sino por su continua búsqueda de caminos genéticos que condujeron a derivaciones familiares de enorme significado para la consolidación de la cabaña brava.
A lo largo de su intenso trabajo como ganadero, y gracias a la venta de un elevado número de sementales, tantos como unos 300, por unas dos mil vacas de vientre, Garfias regó su sangre en muchas otras ganaderías. Y al cabo de los años apuntaló los rasgos de aquellas reses del marqués de Saltillo que llegaron a los potreros de San Mateo hace más de cien años, e imprimieron su sello a al toro mexicano, tras la sólida base genética creada por aquel gran alquimista llamado Antonio Llaguno González.
La ganadería de don Javier tuvo varias fases bien diferenciadas, y su labor cubrió toda una época de más de medio siglo. Su racha triunfal comenzó en los albores de los setentas, cuando los empadres realizados con sementales obtenidos del fruto de su aprendizaje, ligaron de forma espectacular para colocarlo en la primera fila con toros como “Horchatito”, inmortalizado por Curro Rivera en la Plaza México; “Corvas Dulces”, al que Capea cortó su primer rabo en el mismo coso; “Navideño”, ejemplar que, según el maestro Paco Camino, le permitió cuajar en Querétaro la mejor faena de su vida, o “Quijote”, indultado por Manolo Martínez en el mismo escenario. Esos, y muchos otros. Vamos, una larga lista de nombres famosos vinculados a las grandes figuras, pero también a los modestos, como el “Boca Seca”, al que Marcos Ortega cuajó en la Plaza México, otro toro “de agua de nieve”.
Uno de estos reproductores fue el famoso “Marranillas”, número 98 de la V, hijo de un toro padre trascendental en el campo bravo mexicano: el número 10 de la “J”, llamado “Venadito”, de San Mateo, que acabó padreando en la ganadería de Mario Moreno “Cantinflas”.
Garfias concentró mucho en el “Marranillas” y empleó un intuitivo método de consanguinidad que transmitió a su descendencia un destacado vigor genético. La ruta que había trazado de don Antonio muchos años antes, con aquello de “abrir y cerrar” en un permanente zigzag, le permitió a don Javier encontrar unos matices tan personales en fenotipo y genotipo que, al cabo de cinco décadas de acuciosa selección, convirtieron su ganadería en un magnífico subencaste de la estirpe sanmateína, inagotable proveedora de simiente.
Al estar reflexionando acerca de su trabajo, siempre vuelve a mi recuerdo una imagen cargada de nostalgia:
Don Javier estudia reconcentrado cada una de las anotaciones hechas a mano en el libro de la ganadería, mientras el humo de su inseparable puro se eleva sigilosamente hasta lo más alto del techo del comedor de Los Cues, el cuartel general de uno de los ganaderos más representativos de la segunda mitad del siglo XX. El hielo se ha derretido en el fondo de su vaso de whisky. La última bocanada de humo se esparce en el ambiente cuando el viejo aparta el “ocote” de sus labios, a la par que su mano temblorosa da vuelta a la página de un libro que se cierra para siempre. Desde la pesada tapa de cuero, el hierro de la “T” sobre la “G” tumbada custodia sus secretos celosamente. “Ya va siendo hora de marcharme”, se ha dicho para sus adentros, y apostilla quedamente: “Pero ahí les dejo buena parte de la tarea hecha”.
Y así, con tanta naturalidad, sin mediar una palabra, el 1 de noviembre de 2005 llegó a su fin la vida de un hombre muy talentoso –de un auténtico maestro de las generaciones siguientes–, digno heredero del maravilloso legado de los grandes ganaderos zacatecanos de otro tiempo.
(*) Juan Antonio de Labra, Periodista Taurino, Director de Al Toro México, esel cronista taurino más importante de México y referencia para la ganadería mexicana.
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