jueves, 5 de agosto de 2021

AL RITMO DE LOS SUEÑOS Por Paco Aguado (*) DEL LIBRO GARFIAS, EL TORO DE MÉXICO




El toreo, el bueno se entiende, antes que hacerse se sueña. Todos aquellos que se ponen delante con una muleta, lo mismo de la más endeble becerra que del más serio cinqueño, han soñado o imaginado antes lo que les gustaría conseguir ante aquel inquietante animal. Todos, decimos, porque el toreo lo sueña hasta el aficionado práctico, que ahora tanto se prodiga; lo, sueña el chaval que da sus primeros pasos; lo sueña el novillero con ansias de gloria; lo sueña el matador que aspira a ascender en la estima del aficionado; lo sueña el maestro consagrado en busca de la perfección. Y por soñar, lo sigue soñando hasta el torero retirado, añorante de lo que le quedó por hacer en este arte de expresión infinita y volátil.

Y en esos sueños de todos, en esa película mental que recrea los deseos y las fantasías taurinas, las imágenes se suceden despacio, como se ama, como se reza, como se ha de vivir. Sí, despacio, a un ritmo ralentizado, casi perezoso, como es el toreo más hondo, el que, frenando la furia de la sangre brava, consigue detener el tiempo por unos instantes de efímera gloria que, tanto al que torea como al que lo presencia, nos hacen cree,  por un momento irreal, en la inmortalidad.

Torear despacio, apaciguar las embestidas hasta casi detenerlas, es el sueño de todo torero. Pero para conseguirlo, para llevar al toro en el cebo de la tela al ritmo lento que impongan muñecas, brazos y cintura exige, sobre todo, de un corazón que no se agite, de unas pulsaciones templadas por el valor y la convicción en uno mismo de aquel que, a sabiendas, pone toda su vida en el empeño. Y se necesita, claro, un toro que acepte el juego, que, como dijo el poeta de los erales, haya soñado también con “verónicas de alhelí”, el que salga al ruedo con la convicción de esa embestida lenta asimilada desde el ADN. Hablamos, entonces, del toro mexicano, de ese saltillo importado de España hace ya más de un siglo que Llaguno y los “godos” de Tlaxcala moldearon a su propio ritmo, el de ranchos y nopaleras, el de los lazos vaqueros, el de los charros salmantinos emigrados al México bravo en tiempos bizarros. 

Se engañan así quienes desprecian el comportamiento del toro mexicano, tan peculiar, tan apaciguado, tan lento y demorado en su emoción como sus grandes toreros, como Gaona, como Silverio… Se equivocan, sí, porque aquí el problema no está en poder y en esquivar al enemigo brioso con rapidez de reflejos, sino en aguantar, en saber esperar, en no dudar hasta el ultimísimo momento del embroque ante esa embestida lenta, al paso, casi descreída, que pone a prueba tanto el valor como la paciencia. 

No es el torero el que ve venir, sino el toro el que le ve reaccionar, el combatiente que hasta el último segundo estudia la reacción del contrario para decidirse a atacar o a defenderse. Por eso, no todos los tenidos por valientes han tenido el suficiente valor como para soportarlo con naturalidad. De hecho, las grandes plazas mexicanas, como laboratorio de pruebas, han sido testigos de grandes fracasos de aquellos que creyeron llegar desde España a terreno conquistado, desdeñando a aquel toro, en principio, menos agresivo que el de las dehesas de Iberia.

Claro que, los verdaderos valientes, los de pulsos lentos, los de corazón fuerte, sí que supieron ver que, tras la amenaza de esos inciertos embroques, la naturaleza esconde las embestidas soñadas, el ritmo dormido pero constante de una singular entrega animal. Manolete, Ordóñez, Camino, Capea, José Tomás… no solo entendieron mejor nadie la sicología del toro mexicano, ese su pausado ritmo de combate, sino que, gracias a él, a lo que les descubrió, también mejoraron su arte y profundizaron su concepto frente al español. 

Porque, sin remontarnos más décadas en el tiempo, a todo lo que le reveló “Samurai” le debe el maestro salmantino su definitivo reconocimiento en Las Ventas a mediados de los ochenta. De sus primeros pasos de novillero en tierras aztecas el de Galapagar sacó la precisión suiza de sus muñecas para pulsar los vuelos de una muleta trascendental. Y de la recreada calidad de “Navideño”, el genio de Camas obtuvo el recuerdo eterno de su obra maestra casi como un testamento artístico. Si alguna vez todos llegaron a imaginarse toreando así, no lo lograron hasta encontrarse con ese toro que, a su ritmo, convierte en realidad los sueños del toreo… si se tiene valor para esperar.


Paco Aguado (*) Temprano en su juventud, apoyado en el atril de la academia y la comunicación el periodista Francisco Aguado ha roto los esquemas tradicionales del análisis y del relato agregándole al periodismo la modernidad literaria junto a las herramientas de la investigación analítica. Su obra magna, Joselito, El Rey de los Toreros, abre caminos por sus muchos libros que han tenido que ver con el Joselito, el muchacho del Madrid de la juventud de Aguado, y con Morante de la Puebla, que lo canaliza en la ambición espiritual del toreo sevillano que, sin disimularlo, guarda pretenciones de entendimiento con el Gallito de Gelves.  

















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