Me gustaría comenzar esta reflexión exponiendo los términos de una hipótesis, en todo plausible, si sólo a través de escaramuzas deductivas: hubo una instancia del tiempo, en un pasado indeterminable, en un tiempo antes del tiempo, en una temporalidad anterior a chronos y a kairòs, es decir a la vez anterior a la sucesión de los instantes y al acaecimiento del tiempo del ahora, del instante propicio, en la que se produjo un desgarramiento por medio del cual los animales humanos iniciamos el interminable marcaje de una diferencia con respecto a nuestra propia condición animal.
Tal escena, tal arkhé, por originaria, está perdida; pero retorna, incesante y a destiempo, fragmentariamente, declinándose entre nosotros como rastros, borraduras, indicios, mitos, ritos, ceremonias. Pertenece, por ello, a pesar de su recóndita veladura, al régimen de lo inolvidable, que súbito desborda en hechos y determina muchas de nuestras acciones. No hay forma verbal en nuestra lengua para decir su tiempo –aoristos lo llamaban los griegos, tiempo indeterminado de la precedencia con respecto a toda memoria y del cual nuestras lenguas romances han sido amputadas. No es posible entender, ni pensar, la cultura o la civilización sin considerar esa temporalidad inalcanzable, y el desgarramiento parturiento y engendrador que en ella tuvo lugar, antes de que fuésemos lo que somos.
El gran historiador del arte Aby Warburg, observando en Oraibi a los indios Pueblo vestirse de animales y devorar serpientes en ceremonias destinadas al dominio -mágico- de la naturaleza encontró allí una similitud fascinante con los rituales dionisíacos de la antigüedad clásica. Fué en aquel viaje americano que Warburg conoció al gran etnólogo Frank Hamilton Cushing: “Este hombre -escribió en sus diarios- de rostro granizado, con cabellera bermeja y gris, de edad indefinible me contó un día, mientras fumaba un cigarrillo, que un indio le había preguntado alguna vez: ¿Porqué el hombre debería ser superior al animal? Mira el antílope, que no es otra cosa que su carrera y corre mejor que cualquier humano; mira el oso, que no es sino fuerza pura. Los humanos son sólo capaces de alguna cosa, mientras el animal, en cambio, es capaz de ser lo que es, totalmente.“
Cada vez que he visto salir a un toro de lidia al ruedo, cada vez que lo he visto consumiendo toda una vida en el ínfimo minuto del caballo he pensado en la anécdota de Warburg. La tengo, entre otras, como un motto conductor de mi propio pensamiento. A diferencia del animal, que lo puede ser todo en un instante, que puede llegar a ser todo lo que es, el animal humano sólo puede ir siendo lo que pudiera ser, incrementalmente y con dificultad, sin llegar a serlo nunca totalmente.
Pero a diferencia del animal, el humano puede ser otro, aspirar a ser otro.
“se trata de pensar -no el mundo del toro, sino el mundo a secas- desde la experiencia acumulada de la tauromaquia, es decir desde la perspectiva y desde la memoria -inconmensurable- de una relación de sustentabilidad ecológica y simbólica con el universo animal.”
Los humanos somos parte de la naturaleza -parece mentira tener que recordarlo en nuestro tiempo de falacias ambulantes. Sin embargo, lo somos con una diferencia que nos distingue de los demás seres naturales: somos los únicos seres naturales capaces de definir nuestras mutaciones independientemente del programa de nuestro ser orgánico; podemos aspirar a la alteridad desde nuestro libre albedrío.
Sólo puede crear cultura y ser sujeto de civilización un ser dotado con la prodigiosa potencia de superar su programa orgánico a través de suplementos simbólicos que le permitan, por ejemplo, concebir arquitectura del abrigo, gastronomía del alimento, poesía del lenguaje, erotismo del sexo, música del sonido, cerámica del barro, danza del movimiento de los cuerpos, política de la vida en comunidad, etc.
El hombre que se viste de luces -el humano que se desviste para hacerse con otras vestimentas, para asumir en el tiempo de una ceremonia una alteridad ministerial- va a enfrentar un animal especial, diferente, a imagen de la diferencia del humano con relación a los demás seres naturales. El toro de lidia no es ni salvaje ni doméstico, en el toro de lidia se desmorona la binariedad polar entre animales salvajes y animales domésticos. El toro de lidia opera -dirían los filósofos- una aufhebung, una resolución por desobramiento de las oposiciones polares con las que solemos comprender el mundo animal. Objeto cultural a partir de su razón genética, objeto de cultivo y cría para una ceremonia específica, el toro de lidia es, con ello, una excepción animal y un prodigio, un patrimonio ecológico.
El instituto que nace bajo el auspicioso nombre de Juan Belmonte lleva ya un mensaje claro: se trata de pensar -no el mundo del toro, sino el mundo a secas- desde la experiencia acumulada de la tauromaquia, es decir desde la perspectiva y desde la memoria -inconmensurable- de una relación de sustentabilidad ecológica y simbólica con el universo animal.
Explicar el mundo desde la experiencia de la tauromaquia implica entender con claridad cúspide lo que nos hace sujetos de civilización y creadores de cultura: aquel desgarramiento filogenético que tuvo lugar en un pasado indeterminable, arkhé en aoristos, a partir del cual marcamos una diferencia irreversible con relación a nuestras pulsiones animales. La tauromaquia es la ceremonia que conmemora y celebra esa separación en el seno de nuestra dimensión natural, determinando el modo de ser de nuestra pertenencia a la naturaleza y por esa razón hay en ella muerte real, y también riesgo de muerte.
En otras líneas he sostenido que Juan Belmonte fue una suerte de Kandinsky del toreo: que su epopeya y su legado consistió en dar una vuelta de tuerca, a la vez churrigueresca y copernicana, para liberar a la tauromaquia de una dependencia utilitaria con relación a su objeto, como Kandinsky había emancipado a la pintura de sus figuras. Pudiéramos pensar de nuevo a Belmonte desde los retos ecológicos del presente: en la circularidad alucinante de su toreo, como bien lo supieron ver los intelectuales de su tiempo, hay más que un desafío entrópico: se trataba de definir una galaxia nueva, y al mismo tiempo antiquísima, en la que un animal primal se hace eje alrededor del cual todo circula, sol rodeado de planetas orbitantes.
Piénsese bien: cada vez que un toro de lidia salta al ruedo viene, encarnado en un organismo vivo, un rastro de aquel otrora, un fragmento vivo del aoristos, de lo que nos precedió absolutamente, animal que estaba antes de que la humanidad determinase la posibilidad de su otredad, su alteridad potencial con relación al ser animal.
En un tiempo de fetichismos culturales, alimentados por jerarquías elitistas y excluyentes, ¿se puede pretender que milenios de continuidad documentada de prácticas, juegos y ceremonias taurinas no forman parte del patrimonio antropológico y cultural?
La tauromaquia sólo puede ser interpretada en ese marco de continuidad, y aquellos siempre prestos a ponderar positivamente las excepciones culturales, étnicas, antropológicas, ¿no deberían hacer lo propio ante la persistencia, en determinadas regiones del mundo, de prácticas y tradiciones taurinas tan diversas en su factualidad como complejas en sus implicaciones simbólicas?
Para quienes pensamos el mundo desde la experiencia de la tauromaquia no se trata de defender ni una nación ni una tradición, no se trata de defender una política ni una superioridad de especie. Se trata ni más ni menos de perseguir la estela de una antropología posible desde la suspensión ceremonial de la polaridad entre animales domésticos y salvajes que el toro encarna, seguir el rastro del animal que estaba antes para vernos cada vez de nuevo ejerciendo nuestras potencias naturales de crear mundo, de crear y renovar incesantemente el campo cultural y civilizatorio donde podemos, siempre, aspirar a ser otros, realizarnos en el corazón de nuestras diferencias.
Esto es, sencilamente, una maravilla.
ResponderEliminar