Nací el 24 de junio de 1934 en Madrid, en una buhardilla de un viejo caserón del viejo barrio de Salamanca, cuando el Salamanca era parte vieja y arruinada de una ciudad que se fue, que desapareció para darle sitio y paso al desarrollo de una gran ciudad.
Mi padre, al que en la familia y entre los amigos llamaban “El Paquillo” era obrero de la Casa de La Moneda. Estaba encargado de una nave. Era buen aficionado, a los toros y a las copas y, además, rojillo peo rojo de verdad verdad, militante del Partido Comunista Español al que al final de la Guerra los fascistas pusieron de patitas en la calle echándole del trabajo, sin importarles la carga familiar que el hombre llevaba sobre los hombros.
Fue mi padre el que me llevó por primera vez a una corrida de toros. Recuerdo a la perfección la tarde, el clima, el color del sol y cómo teñía las paredes de la plaza y se acostaba sobre la arena. Recuerdo perfectamente aquella novillada, aunque no quienes toreaban. Aquel día descubrí un mundo distinto y empecé a ver los toreros como dioses y me dije: ¡Esto es lo que yo quiero ser! Y hoy día, aunque sea un torero retirado, sigo viendo a los toreros como dioses.
Quedamos en la indigencia y mi hermana Carmen, casada con Paco Parejo, que era Conserje de la Plaza de Madrid me llevó a vivir a Las Ventas. La Conserjería de la Plaza estaba donde ahora está el despacho de las oficinas de La Comunidad de Madrid. Tendría apenas seis años de edad cuando fuimos a vivir a la casa de Paco. Me levantaría un par de palmos, porque de chico era un piojo verde: chiquito. Hasta que un día me atacaron unas fiebres, tifoidea, ¡qué se yo! Y crecí. Crecí y me puse como los demás muchachos de mi edad. Todos juntos, y mis hermanos fuimos a la plaza de toros. Éramos siete; cuatro hombres y tres mujeres. La plaza de toros fue mi casa y fue mi escuela. La plaza de Madrid. De chiquillo corría detrás de los camiones de gasógeno, que reducían su velocidad en las cuestas, para quitarles la fruta y las verduras que llevaban a los mercados. Así contribuía con la comida en casa y de esa fruta me alimentaba. Vivíamos en la margen miserable de la de la pobre sociedad de la posguerra. Mi padre, como monosabio de la plaza de toros iba a las corridas junto a los picadores, en la grupa de los caballos. Iba desde las pensiones donde paraban los toreros, cerca de Las Ventas, y llevaban caballos a la explanada donde ahora están los estacionamientos. Allá esperaba yo a mi padre; los caballos llegaban a las once de la mañana y los corríamos hasta las seis o siete de la tarde. Como en esa época los caballos de pica no se inyectaban, los corríamos hasta extenuarles para que salieran “sedados” a la corrida.
A la plaza de Madrid, en aquella época, iban a entrenar todos los toreros. Era la costumbre, con ellos me formé como aficionado. Viéndolos torear de salón, escuchándolos hablar de toros. Luego, como jugaba al toro, intentaba imitarles. Me fascinó siempre la recia personalidad de Manolete, aquella facilidad de Marcial Lalanda, la gracia de Pepe Luis Vázquez, el temple de Domingo Ortega y nunca olvidaré a Manolo Martín Vázquez, de blanco y oro, la tarde de la confirmación de su alternativa. Los toreros no permitían que ni les tocáramos los trastos de torear.
A veces me llamaba alguno y me decía:
- Chiquillo ven y hazme un toro.
Hice ganaderías enteras embistiéndole a los toreros. Así aprendí muchas cosas. Embistiendo se aprende más que nada. Fui un privilegiado, no hay duda. Haber tendido la suerte de escuchar hablar de toros a tantos grandes toreros, de verlos torear ha sido un privilegio.
Mi primer “negocio” fue el de recoger las colillas de cigarrillos al terminar los festejos en la plaza. Los metía en un saco y luego hacía con la picadura montones con el tabaco picado que luego vendía a los fumadores que más tarde los liarían en papel de fumar para hacer cigarrillos. Desde muy niño me envicié con el cigarrillo y jamás he hecho el menor intento por dejarlo. Ha sido mi amigo, mi confidente y fiel compañero. Me gusta fumar, me entretiene, lo gozo, aunque no lo recomiendo.
A finales del cuarenta, allá por el 48 comencé a torear por los pueblos de Vicálvaro, San Fernando, Vallecas, Hortaleza … LO hacía a escondidas de mi cuñado. Nos íbamos un grupo de golfillos a torear a las capeas. De kilómetros y kilómetros era la marcha; a veces, con mucha fortuna. Hacíamos el trayecto en bicicleta o en camiones, que nos abrían un hueco en la carga … Los novillos y los toros, y a veces los toreros, me pegaban palizas muy fuertes. En casa nadie se enteraba, solo Carmen, que ha sido siempre muy lista y sabía que andaba toreando. Hasta que lo supo mi cuñado, Paco Parejo:
- ¿Quieres ser torero? Pues vas a matar un becerro.
Buscó un novillo grande, encornado, feo de tipo, con la idea de desengañarme y quitarme el toreo de la cabeza. Cuando me vio con mi traje de luces alquilado en la Casa Linares, verde botella y, por supuesto, oro viejo, que me quedaba grande y se colgaba de mis huesos, le dio mucha pena. Cambió el novillo por un becerrote, que salió buenísimo y así aprobé mi primer examen taurino. Fueron a verme, además de mi cuñado, el presidente y el delegado de la autoridad, quienes después de la encerrona fueron a las oficinas de don Livinio Stuyck, empresario de Las Ventas, y le dijeron que “el cuñado de Paco Parejo está requetetoreado”.
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