El ayuda le quitó la casaquilla lila y oro, la que besó con una ternura infinita en la parte interior del cuello.
El resto de las prendas del vestido, se las quitó él solo.
Se negó a que Angelito, su mozo de espadas, le ayudara a desvestir.
Con la pañoleta se había envuelto los frágiles y deformes dedos de la mano izquierda, esa mano y esos dedos que por más de tres decenios trazaron los más perfectos naturales…
La camisa, sudada y ensangrentada, se había escapado de las manos hambrientas de los idólatras. Ahora esa camisa, la que le vistió en la tarde memorable, era acariciada como solo se acarician los muslos de la mujer amada.
Besó el lino varias veces y sus lágrimas humedecieron aún más la torerísima prenda.
La taleguilla se desprendió de su cuerpo, lo mismo como se desprende un sudario, adherido a la tela la mezcla de los humores del miedo, la emoción y la gloria que recién había vivido.
Luego los pares de medias … las rosas de seda, las rosas de algodón. Entró a la habitación sin zapatillas … y sin castañeta.
El añadido había quedado en las manos de Paco Parejo.
Atrás, en la plaza de Las Ventas, arropado con la más sonora y tierna ovación que torero alguno hayas escuchado en el templo madrileño del toreo.
Antoñete desnudo descansa envuelto en el más ruidoso silencio en una silla de la habitación 1006 del Hotel Foxá. Venía de decirle adiós a su pueblo, lo dijo a su manera. En su cara la vida, como un libro abierto escrita en surcos hondos la grandeza del maestro. Ahora le agregaba a historia, un capítulo singular, importante y único de la fiesta de los toros.
En el más exacto sentido orteguiano fui testigo de las circunstancias que han hecho a este hombre. Presencié el momento que las sedas toreras desvistieron y dejaron desnudo el cuerpo del maestro.
Al terminar la corrida, cuando la cuadrilla de Chenel confundida con los costaleros de Las Ventas y la gente que se precipitó a la arena para sacarle a hombros por la Puerta Grande de la Monumental de Madrid, cuando el río de la enardecida afición se embaulaba por la castiza Calle de Alcalá, corrí hacia el hotel donde se alojaba el maestro. Llegué antes que él, porque los madrileños no querían bajarlo del palio de sus hombros y lo paseaban victorioso por la madrileñísima Calle de Alcalá.
Querían llevárselo a Callao, al corazón de Madrid.
Y metido en el ascensor Antonio Venía visiblemente agotado. Le acompañaba su hijo Carlos. Carlitos siempre a su lado, en el último camino. También el mozo de espadas Ángel Caro. Los cuatro llegamos a la habitación del Foxá. Fueron los últimos momentos del genio torero desvestido del hábito que le dio grandeza y fortuna. Fue el adiós ente amantes que se siguen adorando, pero que entienden que llegó el final del camino. Antoñete desnudo, en ruidoso silencio y arropado su cuerpo -saco de huesos rotos- por los recuerdos del tiempo y los polvos del camino. De ese camino que ha sido carretera llena de la luz del sol de los triunfos, con nubes de negra pasión, huesos frágiles y traicioneros, con ascensos de divina emoción. El camino nunca antes de había andado, ese sendero amargo del regreso del olvido para rescatar el sentido perdido del toreo.
Hemos sido testigos casuales del más profundo e íntimo rito que haya vivido un pontífice del toreo.
Caray, Maestro, qué bello. Gracias.
ResponderEliminarHermosas y sentidas palabras dedicadas al genio grande de Chenel quien dijo adios por naturales en su casa de las Ventas.
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