lunes, 13 de abril de 2020

¿La fiesta en paz? Por Leonardo Páez.

 


Ante la pandemia hay dos tipos de preocupados: los supuestamente más informados –¿por quién?– y los ingenuos que otorgan valor a cuanto transmite la televisión, la radio, la mayoría de la prensa escrita, las redes sociales y en Infiernet, como si de la voz del mismísimo Dios se tratara y ya no hubiese lugar a la duda ni a poner en tela de juicio lo que se divulga.
Ambos modos de preocuparse inciden en la vulnerabilidad de las personas alterando su nivel de estrés o tensión nerviosa, con las consiguientes reacciones sicosomáticas y trastornos emocionales diversos. Casi como si se estuviera de luces en patio de cuadrillas instantes previos al paseíllo pero sin la menor posibilidad de alcanzar la gloria a cambio del riesgo.
Esa gran metáfora de la vida que es la tauromaquia, esa representación en principio dramática a partir de la bravura pero en la posmodernidad más bien coreográfica, postural y de dudosa estética gracias a la dudosa bravura de las reses al gusto de la tauromafia, obliga a todo taurófilo pensante a asumir con serenidad los riesgos que la vida impone a diario.
Si permitimos que el miedo nos rebase ante una realidad supuestamente amenazante, sobre todo por locutores y especialistas improvisados, con la consigna de apanicar a sus ingenuos auditorios, estaremos “cantando la gallina”, es decir, aparentando valor sereno cuando lo que tenemos es un pavor que se contagia. Temer a la muerte es otra manera de temer a la vida y sus azares, incluido el arte de lidiarla.
Porque lidiar no es sólo burlar y someter las embestidas, según los principios de la tauromaquia; tampoco se reduce a pelear, batallar o a enfrentar algo o a alguien. En un sentido amplio, la lidia implica también el manejo de habilidades y estrategias para negociar con uno o varios factores o personas que amenazan con alterar nuestro entorno o nuestra tranquilidad. Que la manipulada pandemia no nos haga descomponer la figura ni olvidar una serena disposición al azar.
Toda fecha adquiere trascendencia para quien la vive… o la muere, y un 8 de abril cualquiera puede convertirse en parteaguas, en relámpago desalmado o en detonación definitiva, como la que escuchó Juan Belmonte la tarde de aquel domingo en el despacho de su finca de Gómez Cardeña, vecina a Sevilla, luego de haber pedido un whisky y un bolígrafo y a punto de cumplir, seis días después, 70 años de edad.
La por entonces –1962– aún piadosa y rezandera España no quiso entrar en detalles sobre la muerte del trianero, revolucionario de la técnica y dueño de una interioridad torera donde las haya, así como iniciador de un aguante con los toros que posteriormente se volvería quietismo, gracias a la disminución de la casta en las reses y a la consiguiente conformación de su embestida.
Pero a Juan no le preocupaban los derroteros que tomaba el toreo ni los seguidores de su concepto de la lidia, sino algo más esencial: el sentido que con los años iba teniendo su vida, maravillosa en los ruedos y no muy feliz fuera de ellos, pues como dijera el mexicano Rosas Moreno: “Mi gloria es humo, no ves que brillando me consumo”, y el llamado Pasmo de Triana se consumió, más que física emocionalmente, como si el recuerdo de tantas tardes de apoteosis le apretara el gañote hasta asfixiarlo.

El último encierro, quizás el mejor poema del inspirado granadino Manuel Benítez Carrasco, lo dedicó a Belmonte cuando este acabó de estar: 

¡Cómo pudo, cómo pudo
con un torero tan grande
un torillo tan menudo..! 

¿O es que cuando aquel tobillo 
de lumbre te dejó frío, 
ya estabas tú empitonado 
por el toro del hastío?

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