Por Arturo Pérez Reverte
Paseo por Sevilla, sin prisa, en uno de esos anocheceres tibios y tranquilos que ni siquiera las hordas de turistas en calzoncillos, que todo lo arrasan como plaga de langosta, logran desgraciar. Vengo de tapear en Las Teresas, camino del Hotel Colón, que es mi casa aquí de toda la vida, y en un semáforo me encuentro con un fulano rubio que está hablando por teléfono y que, al verme, se lo mete en un bolsillo y los dos nos fundimos en un abrazo muy fuerte. Una de las razones de ese abrazo es que hace demasiados años que no nos veíamos. La otra es que, sin ser amigos, nos queremos mucho. Hace tiempo pasamos juntos dos semanas, cuando yo aún hacía reportajes. Se llama Juan Ruiz Espartaco, y fue torero. Suponiendo que un torero deje de serlo alguna vez.
Ya no me gusta ir a los toros. En mi juventud fui razonablemente aficionado, pero a los 68 tacos de almanaque la vida ha dado muchas vueltas y altera ciertos puntos de vista. Supongo que el vivir con perros cambia la mirada que uno tiene sobre los animales. No sé. Conmigo lo hizo. El caso es que, aunque respeto a quien lo hace, llevo años sin pisar una plaza, ni volveré a pisarla. Lo que siempre tuve y conservo, sin embargo, es un profundo interés por la gente valiente. Por los hombres y mujeres que se juegan la vida. Y en ese punto fríamente objetivo, por decirlo de algún modo, estuvieron y siguen estando los toreros. Esto fue lo que me llevó hace dos décadas y media a acompañar a Espartaco y su cuadrilla durante dos semanas de carreteras, ventas, hoteles y corridas, para luego contar su vida en un reportaje que se publicó aquí, en XL Semanal, y que titulé Los toreros creen en Dios porque, como él me dijo, “en cualquier corrida ocurren milagros. El público no se da cuenta, pero tú estás a un palmo de toro, lo ves y dices: huy”.
Fue una experiencia fascinante: penetrar en los motivos, los miedos, la entereza, el pundonor, del hombre de origen humilde, flaco, rubio, con cara, sonrisa y ojos de crío, con doce cicatrices de cornadas en el cuerpo, que una de aquellas noches de confidencias me dijo: “Soy el más medroso del mundo y habría preferido ser futbolista; pero éramos seis hermanos y yo pensaba: Juan, hay mucha gente que depende de ti”. Y que otro día de viento y malos toros, antes de una corrida que iba a ser peligrosa, señalando a su padre, antiguo torero, que estaba con la cuadrilla y no probaba bocado por la preocupación, comentó: “Míralo. Toda la vida luchando por comer, y ahora que puede comer, no come”.
Durante aquel tiempo juntos aprendí muchas cosas de él: lecciones de sencillez, de naturalidad, de valor, de dignidad profesional, útiles tanto para los toreros como para la vida: “Hay cosas que cuando eres más joven e ignorante no las ves. Ahora le miras la cara al toro y sabes lo que antes no sabías. Y por el conocimiento se te cuela el miedo”… De todo eso me quedó, como digo, un profundo respeto. Una especie de amistad lejana que, siempre honrado y cumplidor, Juan mantuvo viva mediante alguna llamada telefónica, o asistiendo puntual a varios actos públicos que la ciudad de Sevilla tuvo a bien dedicarme por la novela La piel del tambor. Por eso me dio tanta alegría encontrarme con él en la calle y darnos un abrazo, y conversar durante cinco minutos antes de seguir de nuevo cada cual su camino. Seguros, ambos, de que el antiguo afecto, esa vieja y singular relación fraguada en las dos intensas semanas que pasamos juntos, sigue vivo e intacto.
Y mientras me alejaba, todavía con una sonrisa en la boca, rememoré unas palabras suyas que nunca he olvidado: “A veces te la juegas por vergüenza mientras la gente te grita y te insulta, porque los toros son así y el público tiene derecho a no saber”. Me las dijo una noche casi a oscuras, sentados en el porche de una venta de carretera, un día antes de que a un banderillero de su cuadrilla, Rafael Sobrino, un toro le diera once cornadas en Segovia. Me estaba contando algo que me pidió no incluyera en el reportaje, pero que ahora no tengo reparo en contar: cómo días atrás, en una corrida desastrosa en la que después de varios pinchazos no lograba matar al toro, con el público gritándole de todo, sinvergüenza, cobarde y estafador, al ir a cambiar el estoque, que se había doblado, oyó la voz de su hija Alejandra, de cuatro o cinco años, que estaba en la barrera con Patricia, su madre, gritarle angustiada: “¡Vámonos a casa, papá!”. Y entonces, con los ojos tan llenos de lágrimas que no veía al toro, levantó el estoque mientras pensaba “o me mata, o lo mato”. Y se lanzó a fondo, casi a ciegas, para acabar con aquello.
Por Arturo Pérez Reverte
Miembro de la Real Academia Española.
Publicado en Milenio
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