Toro, culto y barbarie hoy
Divertirse con la muerte es perverso. Sí. En eso estamos de acuerdo (los aficionados) hasta con los antitaurinos y en respetuoso desacuerdo con quiénes alegan que la razón de la corrida no es otra que la diversión.
No conozco peor manera de ilegitimarla que tomarla por ocio. Negándole su esencia de culto, de rito. La cual la exime fundamentalmente de la barbarie que sus detractores quieren ver en ella. Ni conozco peor manera de quitarle su justificación moral y entregarla inerme, sin argumentos, a manos y boca de quienes pretenden exterminarla.
La corrida es en sí, un acto público, solemne. Ceremonia de sacrificio, celebrado con pompa y protocolo que pone a los concurrentes una y otra vez frente a la realidad más honda, inexplicable e insoslayable de la efímera existencia. La de que no hay vida sin muerte, y que aquella, (la vida), es una fiesta trágica que más vale transitar y abandonar dignamente.
En ella se mata el toro con identidad, con reverencia, en suerte suprema, batiéndose cara a cara y en ruedo celebrante. No como a la inmensa mayoría, en la sordidez de los mataderos. Permitiendo aún sentir, que, a pesar de la fatalidad biológica, conservamos alguna decencia, respeto y equidad en nuestra relación con la naturaleza
Se oficia para la emoción, conmoción y devoción (catarsis). No para la diversión. ¿Acaso van a divertirse los feligreses a la sinagoga, la iglesia, la mezquita? Por supuesto, esta, igual o más que otras liturgias tiene un componente estético que suma emocional y sensorialmente, pero supeditado a la ética. Forma y contenido, signo y significado implicados.
El apartado de un encierro, un lance, una vara, un par de banderillas, un pase, una estocada, el juzgamiento de una faena deben ser limpios, valientes, justos, leales, respetuosos, honestos. Sino no. Aquí no vale la retórica del arte por el arte. Lo más dañino para cualquier causa, por justa que sea, es desvirtuarse desde adentro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario