Por Andrés Amorós.
Tuve la fortuna de ser admirador de Manolo Vázquez mucho antes de ser su amigo.
Recuerdo muy bien la enorme impresión que causó a la afición madrileña y a mí mismo, a comienzos de los cincuenta, su forma de torear: con apenas veinte años, muy menudo, muy frágil, citaba de verdad, de frente, sin trampa ni cartón colocándose en el sitio en que hay que ponerse para que el toro embista y llevándolo con gracia, con arte, con auténtico dramatismo.
Recuerdo muy bien la enorme impresión que causó a la afición madrileña y a mí mismo, a comienzos de los cincuenta, su forma de torear: con apenas veinte años, muy menudo, muy frágil, citaba de verdad, de frente, sin trampa ni cartón colocándose en el sitio en que hay que ponerse para que el toro embista y llevándolo con gracia, con arte, con auténtico dramatismo.
No era Manolo Vázquez un legionario del toreo, nunca lo fue, pero esa manera de interpretar las suertes era tan auténtica que implicaba un enorme riesgo: con frecuencia, aquel joven sevillano era revolcado o herido. Su personalidad torera unía la belleza con el dramatismo: por eso se le entregó sin reservas, desde el comienzo, la exigente afición madrileña.
He podido localizar unas críticas taurinas que realizó nada menos que Gerardo Diego: dentro de los poetas del Veintisiete, sin duda, el más aficionado, el mejor conocedor de la técnica y la historia de la Tauromaquia, el único que le dedica un libro completo y ordenado, La suerte o la muerte.
En la primera de esas críticas, publicada en la olvidada revista Correo Literario y firmada con el seudónimo –tan taurino y tan flamenco– de Compás, da cuenta Gerardo Diego del debut madrileño de Manolo Vázquez, el 4 de junio de 1950, alternando con Juan de la Palma y Antonio Ordoñez, con novillos de Graciliano: Manolo cortó una oreja y causó una inmejo- rable impresión. (Una semana después, el día ll, la refrendó plenamente, al abrir la puerta grande, después de cortar las orejas a dos novillos de Antonio Pérez).
Escribe así el poeta:
«¿Pertenece Manolo Vázquez a su rama fraterna de los Vázquez de San Bernardo? Claro está que biológicamente sí, pero no se trata de eso. Estamos hartos de ver hermanos que en nada o en muy poco se parecen como toreros. Pues bien, sí. Pertenece al mismo árbol ideal y a la misma rama real. Pero algo más, a juzgar por lo que le vimos en su presentación. Porque a la casta de artista, añade el genio, la responsabilidad y la ambición de hombría y mando. Si esto cuaja, puede ser, no sólo un serio contrincante opositor a la gloria creciente de Aparicio y Litri para la monarquía o diarqula inmediata, sino una primera figura del toreo con caracteres tan raros de ver reunidos que creo que todavía no se han dado en nuestro siglo si no es, hasta cierto punto, con Joselito. Lo de hasta cierto punto se refiere a la calidad de José como artista».
«Estimo que Pepe Luis Vázquez es un torero inmejorable como artista. Lo que le falta es ambición y heroísmo cotidiano sin lo cual no puede mantenerse un protagonista del toreo. ¿Le fallarán también a su hermanito? Pronto lo veremos y hagamos votos porque no sea así, porque esto se ponga al rojo vivo para dentro de unos meses nada más. Porque lo que hizo el domingo 4 de junio con dos novillos de Graciliano, el primero un verda- dero toro, que llegó entero y con todo su genio, al último tercio, fue de primerísimo cartel (…)»
«Manolo Vázquez parece que no viene a tumbarse en el surco. Esperemos, que todavía es muy pronto para que hoy no podamos decir, calderonianamente, más que soñemos alma, soñemos».
A partir de entonces tuve la suerte de disfrutar con el arte de Manolo Vázquez, a lo largo de toda su carrera, Y, a partir de un cierto momento –la verdad: no recuerdo cuándo– de contarme entre sus amigos, de hablar mucho con él: de toros, claro está, sobre todo, ¿de qué iba a ser?
Ya retirado, le invité a participar en muchos actos culturales sobre la Tauromaquia. Manolo era muy consciente de su res- ponsabilidad para defender públicamente los valores de la Fiesta: algo tímido al principio, se convirtió pronto en un estupendo conferenciante porque, sin florituras inútiles, transmitía credibilidad a todo lo que decía, coincidimos en muchos cielos.
Recuerdo especialmente una fotografía que tomé en uno de los Cursos de Verano de la Universidad Complutense en El Escorial, que yo dirigía: sentados en un sofá, charlan amistosamente Marcial Lalanda, Luis Miguel Dominguín y Manolo Vázquez… ¡Vaya cartel!
Hablábamos siempre, el maestro y yo, de preparar juntos un libro. El modelo seria el que yo había hecho sobre Marcial: su concepto de la Tauromaquia, no un repertorio de anécdotas. Cuando enfermó, me puse a redactarlo. Tardé muy poco tiempo porque lo teníamos más que preparado: ¡habíamos charlado tánto de toros, los dos!
Con este motivo, volvimos a charlar, y a grabar, y a tomar yo notas. Al centrarme en la tarea, algunas impresiones mías se reforzaron. Ante todo, la importancia de su personalidad, de su carácter: con inteligencia, con tesón, supo vencer Manolo Vázquez aquella traba inicial de que le vieran como el hermano de Pepe Luis. ¡Es tan difícil que en una familia haya habido dos genios! Así ha sucedido, sin embargo, en este caso.
Una vez, en un Curso de verano de la Universidad de Almería, en Aguadulce, invité a una charla conjunta conmigo a los dos hermanos. Frente a lo que algunos pudieran creer, no pusieron el menor inconveniente. Fue una tarde inolvidable: hablando de toros, los dos se respetaban, se admiraban mutua- mente; además, los dos procedían de una misma línea: la Tauromaquia clásica, interpretada luego de acuerdo con la peculiar personalidad de cada uno.
Como casi todos los grandes toreros que he conocido, Manolo Vázquez era un hombre muy inteligente, con una sabiduría de la vida muy superior a sus estudios. Dentro de eso, al trabajar con él para nuestro libro, me persuadí de lo importante que había sido, para su triunfo, su personalidad equilibrada, prudente, sensata. (A otros grandes artistas que he conocido, dentro y fuera de la Tauromaquia, les ha perjudicado mucho la ausencia de esa cualidad). No es un lugar común vincular ese equilibrio con su realidad familiar: el apoyo y el cariño constante, firmísimo, de Remedín y de sus hijos le sirvió de soporte básico de toda su carrera.
Otro carácter básico de su personalidad taurina fue su fidelidad a una estética, a una concepción del arte. Lo he simbolizado en la anécdota de las cuatro fotografías que él me dio, una vez. Son cuatro pases naturales que se extienden en el tiempo a lo largo de de tres décadas: desde que debutó en Madrid en 1950, hasta que se despidió en la Maestranza, en 1983.
Lo asombroso es la coincidencia en estas cuatro fotograflas. A lo largo de la serie, el joven de 19 años se ha convertido en un hombre maduro, ya en la década de los cin- cuenta, pero el estilo permanece. Aunque hayan evolucionado el hombre y el artista, lo esencial no cambia: pureza, naturalidad, clasicismo…
Un rasgo destacado de la personalidad de Manolo Vázquez era su educación, su mesura. Había sin embargo, un tema que le irritaba profundamente: lo que él llamaba «el maldito tópico de la escuela sevillana».
Su arte no podía reducirse a la superficialúdad de las posturas, del toreo de espejo o de pellizco. Evidentemente, lo suyo era otra cosa: la autenticidad de la línea pura, clásica, de riesgo y de belleza, muy superior al poner-‘se bonito de los que no dominan la lidia.
Lo definió muy bien su apoderado y maestro Marcial Lalanda, al que él tanto respetaba:
«Lo suyo ha sido el toreo muy puro, hondo, sin trucos. Con gracia sevillana por supuesto, pero no sólo eso. No es raro, por tanto, que le pegaran fuerte los toros. Lo suyo ha sido cante jondo, cante grande».
«Lo suyo ha sido el toreo muy puro, hondo, sin trucos. Con gracia sevillana por supuesto, pero no sólo eso. No es raro, por tanto, que le pegaran fuerte los toros. Lo suyo ha sido cante jondo, cante grande».
A la vez, Manolo Vázquez era profundamente sevillano, al margen de tópicos y de posturas aflamencadas. Me lo dijo, una vez:
«Me siento orgulloso de ser sevillano y de haber llevado el nombre de Sevilla por todo el mundo».
Creo que Manolo Vázquez pertenecía a una especie humana que yo estimo enormemente. Era un sevillano serio, un vecino de esa ciudad ideal «de secreto interior, de veladuras misteriosas» que vio Romero Murube: la misma ciudad de Cervantes, de Bécquer, de Antonio y Manuel Machado…
Un dato más de su personalidad: la pasión permanente por el toreo. Nunca se cansó de ver corridas, nunca se aburrió de charlar de toros y de defender la Fiesta: era, simple y llanamente, su vida entera, junto con su familia.
Recuerdo tántas veces, a la salida de la Maestranza, en que buscábamos un rincón tranquilo, en una tasquita o en un hotel, igual daba, pero con amigos escogidos, eso sí, para comentar la corrida de esa tarde, el juego de los toros, la fortuna de los toreros….
Hasta el final de sus días, Manolo Vázquez soñaba con torear. Así me lo dijo:
Hasta el final de sus días, Manolo Vázquez soñaba con torear. Así me lo dijo:
«¡Ojalá pudiera! Es el mejor regalo que me podría hacer Dios».
El sueño de Gerardo Diego, en los comienzos de la carretera taurina de Manolo Vázquez, se hizo realidad. Y, para nuestro gozo, ha sido una feliz realidad durante muchos años. Como aficionado a la Fiesta, le agradezco tantos momentos de belleza y de emoción auténticas; como amigo, guardo siempre en mi corazón su recuerdo.
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