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"Me dicen
que estoy loco,
pero voy a
volver a torear"
Tiene 25 años, vino de Venezuela para ser torero y ahora está en el centro de Parapléjicos de Toledo tras la tarascada seca de un toro que le destrozó las cervicales. Ésta es su lucha
Dobla las horas prescritas de gimnasio y los médicos hablan de una evolución excepcional
El tráfico de las sillas de ruedas deja de escucharse a la hora de la siesta. Cuando un largo laberinto de pasillos blancos y fríos me conduce hasta la zona C3 de ingresados del Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. Allí, Manolo Vanegas (Seboruco, Venezuela, 1993) reconstruye su sueño truncado. Ingresó el pasado 4 de junio, después de que un toro le destrozara las cervicales con la precisión de una tarascada seca. Desde entonces, se enfrenta a un enemigo muy grande con un miedo muy pequeño. «Tetraplejia incompleta», rezaba el diagnóstico tétrico y pesado como una losa. Vanegas la levanta con su alma de fuego. Y se levanta cada día de su cabalgadura de hierro.
Sus jornadas transcurren sin descanso. Dobla las horas prescritas de gimnasio, pasa las tardes subiendo rampas que le ayuden a fortalecer los brazos y busca actividades extra con las que despertar cuanto antes sus músculos dormidos. No tiene tiempo para recibir visitas entre semana. Y acata como única concesión la pequeña siesta diaria que manda el programa de rehabilitación.
Eso es justo lo que debería estar haciendo cuando irrumpe bromeando en el despacho de su médico rehabilitador: «Doctor, para mí no coja silla, que ya tengo una», dice mientras hace girar las ruedas de la suya hacia la mesa situada en el centro de la sala.
La mirada afable del médico contempla la llegada de Manolo con un brillo indisimulado de admiración. Vanegas es el mejor paciente que ha tenido nunca. Llegó a sus manos «prácticamente muerto». Su vida se cuantificaba en tres puntos de independencia sobre una escala del cero al 100. Hoy, tiene 79. Y su afán inagotable de superación ha traído el optimismo a los muchos y valientes pacientes que, como él, luchan a cara de perro contra las lesiones medulares desde el centro de referencia nacional de parapléjicos de la antigua ciudad imperial.
«En términos puristas, padece una tetraplejia incompleta. Eso quiere decir que la médula espinal, que es la estación eléctrica que conduce los impulsos del cerebro a los músculos encargados de ejecutar las órdenes, sufre una alteración del tránsito a nivel de la columna cervical que interrumpe la señal en mayor o menor medida según el grado de afectación de la médula. En este caso, la lesión es Asia B o incompleta, que es la menos grave», explica el médico deseoso de desprenderse de los tecnicismos de rigor. Y entonces saltan a la memoria los gravísimos recuerdos de diferente pronóstico de Julio Robles y Nimeño II, que terminaron sus días en una silla de ruedas.
«Lo importante es que Manuel Vanegas llegó aquí lleno de tubos y sondas por todas partes y su vida dependía de los cuidados de los que estaban a su alrededor. A día de hoy, es una persona prácticamente independiente en un medio adaptado, con un nivel de dolor perfectamente tolerado y un grado de implicación con el tratamiento excepcional».
En menos de tres meses, Vanegas ha superado las fases de encamamiento y sedestación y ya encara la recta final. La última etapa de la recuperación. «Está en la fase de pedestación. Puede caminar con dos bastones de mano, ha logrado subir algunos peldaños y sólo utiliza la silla de ruedas en distancias superiores a 30 o 50 metros. Es un caso excepcional. Jamás había visto a un paciente ganar tantos puntos de independencia. Y menos a un ritmo tan espectacular», confiesa su médico rehabilitador.
El milagro de Manuel Vanegas comienza a construirse, cada día, desde las nueve en punto de la mañana. A esa hora empiezan las sesiones de terapia ocupacional. Allí le enseñan a enfrentar por sí mismo cosas tan cotidianas como comer o vestirse. En ellas se aprende, dice Manolo, a convivir con la lesión. Después se marcha al gimnasio, donde permanece haciendo ejercicio desde las diez hasta las dos y media de la tarde. Convirtiendo los 40 minutos que mandan los fisioterapeutas en una media de cuatro horas de entrenamiento exhaustivo. «Al principio, lo único que hacía era incorporarme, estar sentado y aprender de nuevo a coger equilibrio. Me caía mucho para los lados y entonces empecé a repetir los ejercicios en mi cama antes de dormir. Gracias a eso lo recuperé muy rápido y ahora puedo dedicarme a fortalecer los músculos», cuenta Vanegas.
Perdió mucha masa muscular en los 22 días que pasó mirando a la pared de la UCI del Hospital Virgen Vega de Salamanca -en el que le fijaron las vértebras C-4 y C-5 antes de trasladarlo a Toledo-. Para recuperarla, vuelve cada tarde a la carga. Tiene dos horas y media para comer y echarse la siesta antes de comenzar su sesión diaria de electroterapia. Al acabar, empieza la búsqueda de actividades voluntarias. «He encontrado una cuesta en el edificio viejo y paso las tardes subiéndola con un amigo para ganar fuerza en los brazos». Termina la jornada jugando al ping-pong antes de retirarse a descansar. El día a día, dice, se le esfuma sin darse cuenta entre el ritmo vertiginoso de su rehabilitación: «Me inscribo en todo lo que puedo para estar siempre activo. Ni siquiera tengo tiempo de atender a las visitas y he tenido que pedirles que vengan sólo durante el fin de semana. Aquí dentro, las horas se me pasan volando».
Gracias a su rutina espartana, Vanegas ha pasado de ser un sueño roto a convertirse en un alud de esperanza. El paso de su silla de ruedas arrastra un torrente de jovialidad allá por donde pasa. «Manolo lo llena todo de buen ambiente y eso es clave. Hay una multitud de causas que pueden llevar a un resultado final. La edad, la ausencia de complicaciones articulares y neurológicas, la propia lesión en sí... Pero aquí lo fundamental es la motivación. Dos pacientes con una lesión, un acompañamiento familiar y unos medios económicos similares pueden lograr un nivel de independencia muy diferente en función de su implicación y su estado de ánimo», afirma el médico de Manolo, cuya calidad humana merecería ser contada con nombre y apellidos. Pero es dueño de una humildad que le obliga a permanecer en el anonimato: «A mi madre le haría ilusión ver mi nombre en el periódico, pero aquí hay un único protagonista. Se llama Manuel Vanegas y se ha tomado esto como la faena más importante de su vida. Yo sólo le he acompañado sin cometer demasiados fallos. Como si fuera su guardaespaldas», dice mientras abandona el despacho para dejar que Manolo desnude sus sentimientos «en libertad».
El sincericidio de Vanegas comienza con el agradecimiento a todo el personal del Hospital Virgen Vega de Salamanca y del centro nacional de parapléjicos de Toledo. Los eslabones de la cadena humana que nunca ha dejado de arroparlo.
El fuego de sus ojos, negros como el carbón, contrasta con el timbre pausado de su voz. Su mirada pesa de tanto valor como encierra. Mientras las palabras fluyen de su semblante firme con la serenidad de quien se sabe dueño de su destino: «Desde que era un niño, me he dejado todo en conseguir lo que me propongo». Revela entonces la motivación que mantiene en pie su corazón de acero. El acicate de tanta entereza es la llamada del toreo. Que muchos tachan de insensata. «Me dicen que estoy loco. Pero voy a volver a torear. Así sea una sola tarde», dispara sin inmutarse. «Suena mal, porque tengo a mi familia y a mi pareja, pero mi principal motivación, cada día, desde que me levanto, es volver a torear. Yo no sé si somos masoquistas o qué somos. Pero el traje de luces es lo que siempre motiva a los toreros a salir adelante. Es algo muy parecido a esas personas que se enamoran y vuelven una y otra vez sin importar cuánto daño les hagan. Con nosotros pasa igual, volvemos al toro sin importar cuántos golpes nos dé».
A su lado se encuentra Angélica. Su fiel compañera de vida desde antes incluso de que comenzara la loca aventura de venir a España para ser torero. Si el toro bravo es la vehemencia que empuja la vela de Vanegas, ella es el mimo calmado que mantiene la nave a flote: «Abrir los ojos y verla a mi lado, motivándome cada día, es algo fundamental para mí», confiesa Manolo.
Bajo la locura que le reprochan, se esconde una sensatez descarada. Un realismo impropio de sus 25 años de edad. «No sé cuánto tiempo me queda de estar aquí. Ahora tengo que pulir algunos detalles, como aprender a andar sin muletas y recuperar la fuerza de mi mano derecha. Tampoco sé hasta qué punto va a llegar mi recuperación. Si se despertarán todos mis músculos o la evolución se frenará en seco. Ni siquiera los médicos pueden decirlo. Lo que sí sé es que a partir de aquí la progresión va a ser más lenta. Trabajo con el día a día y, si en algún momento me quedo estancado, aprenderé a vivir con lo que me falta y daré gracias por volver a ponerme en pie», dice Vanegas, que continúa con su alarde de madurez.
«Aquí dentro he aprendido a valorar la vida. El día que me pusieron por primera vez en pie se me saltaron las lágrimas. Y ni siquiera estaba caminando, estaba amarrado con un arnés que me sostenía, pero para mí era un mundo. Igual que cuando moví por primera vez este dedo [dice, señalándose el índice de la mano derecha]. Convivo con personas que se han caído en la ducha y tienen una lesión mucho más grave que la mía. Eso me ha enseñado a darle mucha importancia a la vida. Pero, más allá de lo que mucho que me llena torear, yo tengo una motivación para jugármela: mi familia me necesita y, hasta ahora, esto es lo único que sé hacer para ayudarles», se sincera sin soltarse de su fe infatigable: «Encontraré algo que hacer si no puedo regresar a los ruedos. Pero yo sé que voy a volver. Sé que sí».
El sueño torero de Manuel Vanegas comenzó en el pequeño pueblo venezolano de Seboruco. En la parte seria del espectáculo cómico-taurino de su abuelo. Allí, corría a esconderse cuando su tío quería sacarlo a torear una vaquilla. «Aunque era en sus brazos [dice] me daba miedo». Allí, toreó sus primeros festivales, se enfundó por primera vez un traje de luces y comenzó a fraguarse la historia de un coraje invencible. De un maestro en el arte de nunca rendirse. De no tirar la toalla. Ni siquiera cuando las vergüenzas del sistema amenazaron con quitarle del toreo: «Cuando debuté en Venezuela triunfé en varias novilladas. Al año siguiente, no me llamaron porque mi padre no tenía dinero para pagar por torear. Me pareció tan injusto que quise dejarlo». Tras aquella decepción pasó un año arreglando motos en el taller mecánico de su padrastro. Hasta que su abuelo le echó un novillo y se reencontró con su propio veneno. «Después me anuncié en Táriba». Así conquistó al veterano matador salmantino Domingo López Chaves, su actual apoderado. Con él se lanzó a cruzar el Charco en busca de sus sueños. Listo para volver a empezar.
Eso era lo que hacía en la plaza de toros de Ledesma (Salamanca) cuando, el pasado 17 de marzo, un toro de Hoyo de la Gitana lo lanzó por los aires y su cuello paró el impactó brutal contra el suelo. Entrenaba a puerta cerrada para preparar el regreso a la feria de Vic-Fezensac (Francia); el escenario donde, un año antes, se había convertido en matador de toros. «Mi carrera apenas comenzaba. Fui triunfador del escalafón de novilleros en 2016 pero, una vez que tomas la alternativa, sabes que te toca volver a escalar la montaña desde abajo».
Con esa filosofía encara hoy su lidia más difícil. La que nos recuerda que, en las plazas de toros, la vida se decide en un solo gesto. La que lo convierte en un asidero de esperanza para el resto de sus compañeros. Manuel Vanegas es un canto a la vida desde que se levanta hasta que se acuesta en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. Su letra encierra una optimista moraleja: basta un punto de apoyo, para comenzar a mover la tierra.
Conmovedora, aleccionadora historia. Hay que estar pendiente de él, de su progresión, a ver cómo se le ayuda desde lejos. Gracias, Manolo, gracias, El Vito.
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