«Era la música clásica, la perfección y la armonía» (Ussía). Protagonista del 'Verano sangriento' de Hemingway junto a su cuñado Luis Miguel, fue rey en el Norte.
Fue un torero de toreros. Un coloso. Su facilidad con el capote le permitió cuajar a un altísimo número de toros. La sensacional fotografía de Arjona es el summum de la verónica con el sello de Antonio Ordóñez. Rodilla en tierra. Como gesto de exposición y respeto. Un pulso amoroso. La exigencia y el buen trato en el mismo lance. La calma en el gesto, la armonía en el cuerpo, la intensidad en la embestida. La composición perfecta. Todo el empaque del maestro de Ronda sintetizado.
Es de Ronda y se llama Cayetano: así tituló Gregorio Corrochano la crónica de la presentación de Cayetano Ordóñez en Madrid. También conocido como El Niño de la Palma. Tuvo cinco hijos toreros, tres matadores de toros: Cayetano, Antonio y Pepe. Y dos que fueron banderilleros: Juan y Alfonso. En esa casa se respiraba toreríacuando Antonio Ordóñez (Ronda, 1932) jugaba de niño en plena sierra malagueña.
Se adivinaron pronto unas tremendas condiciones para llegar a ser torero. De novillero le apoderó Marcial Lalanda al mismo tiempo que llevaba a Manolo Vázquez. La pareja novilleril lideró su escalafón pero Ordóñez se desmarcó en Madrid en 1951. Salió lanzado al lograr la primera tarde de plenitud de su rotunda carrera con una novillada de Buendía. Aquel año y en aquella plaza tomó la alternativa de manos de Julio Aparicio en presencia de Miguel Báez Litro.
Su amistad con Ernest Hemingway se fraguó en el Verano sangriento. Aquella dura temporada del 59 de ardua rivalidad -¿forzada para lanzar su carrera?- con su cuñado, Luis Miguel Dominguín. Diez encontronazos que Hemingway fue relatando para la revista Life. Los dos gallos de pelea poseían una soberbia natural que hacía que cada encontronazo, organizado por los Dominguín, fuese un acontecimiento. Aquella temporada los dos toreros cayeron heridos en dos ocasiones.
Antonio Ordóñez fue capaz de aunar en su toreo el arte y el valor de una forma clásica, bella, inmortal. Alfonso Ussía definía así la personalidad del rondeño: "Antonio Ordóñez era música. Majestad clásica de la perfección y la armonía". Por ello, se convirtió en el referente de grandes toreros venideros como Rafael de Paula, Manzanares padre, Manolo Cortés y tantos otros que bebieron en su fuente".
Su facilidad con el capote era fruto de un don divino. Decían que le daba pases hasta a un borrico. Fuese cual fuese la condición del toro, lograba con su técnica mecer el capote y embarcar las embestidas. Había mucho valor en confiar siempre que iban a responder los toros a su invitación. También había una parte importante de conocimiento: la colocación exacta, el cite oportuno, la acción ganada antes del embroque.
Un sentimiento bien construido. En el libro de François Zumbiehl El torero y su sombra el rondeño revela, ya retirado, la dimensión que alcanzó el toreo de capa en su carrera: "Considero que he sido más importante con el capote que con la muleta. He toreado muchísimo más los toros con el capote".
Aquella regularidad capotera no fue la misma con la muleta. Tuvo dos fases bien diferenciadas: una primera de mayor ligazón y una segunda en la que prevalece el unipase, de mayor envoltorio. La mayoría de las películas corresponden a esa segunda etapa, que no hace justicia a la dimensión de Ordóñez como artista. El denominador común de su tauromaquia fue el empaque. Siempre asentado, armado con el pecho hacia fuera y llenando la escena. Sólo en la forma que tenía de citar a los toros captaba toda la atención.
Cuentan que sus nietos, especialmente Francisco, que ya quería ser torero entonces, le pedían ver sus vídeos toreando: "Bobo, Bobo -así le llamaban-, enséñanos tus pelis toreando". A lo que el abuelo se negaba en rotundo. En el mismo libro de Zumbielh (Espasa Calpe, 1987) el maestro reconoce su propia preocupación por la caducidad de su obra: "Después de perder la vida, lo más trágico que hay en el toreo es perder la realidad de un artista ante el toro. Ni la escritura, ni la fotografía, ni la película pueden recogerlo del todo. Nada es fiel a lo que ahí ha ocurrido y se pierde". Cuando comentaba con tristeza la posibilidad de que su obra cayese en el olvido, sus partidarios y amigos le decían que ellos jamás podrían borrarlo de su memoria. Ordóñez les contestaba tajante: "Pero tú te vas a morir y aquí no va a quedar nada". Y claro que queda.
Salió en cinco ocasiones a hombros por la Puerta Grande de Las Ventas. Inmortalizó toros de Samuel Flores, Pablo Romero y al mítico Bibilarga de Atanasio Fernández, cuando Gregorio Corrochano tituló su crónica Faena de Príncipe. Inspirado en el brindis al por entonces príncipe Juan Carlos I, príncipe en ese momento y en la inmensidad de su toreo bajo un tremendo diluvio. En Sevilla firmó inconmesurables faenas aunque su plaza fue Málaga. Y, por supuesto, Ronda. Allí siguió toreando una vez al año tras su retirada. Sus partidarios peregrinaban a la Goyesca año tras año hasta finales de los años 70. Fue rey del Norte. Admirado en todas sus plazas. Bilbao, Pamplona, San Sebastián... Sus ruedos quedaron regados por las verónica que nacían del empaque del coloso de Ronda.
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