sábado, 30 de junio de 2018

LA CRÓNICA DE ROSARIO PÉREZ DE LA CORRIDA DE ALGECIRAS

La verdad al ralentí de José Tomás en el día mayúsculo de Perera

Salen a hombros en Algeciras en un mano a mano en el que el extremeño indultó un toro de Jandilla

José Tomás
José Tomás - Afp
Un silencio de procesión de Semana Santa recorría la médula espinal de la plaza, rebosante de expectación. José Tomás volvía a pisar arena española tras un año, nueve meses, diecinueve días y quinientas noches de ausencia. De verde botella y oro, fino como un junco y fuerte como un roble, se desmonteró para recibir una lujosa ovación de bienvenida y asomó un enorme mechón blanco. Los años pasan para todos: la mandíbula prognata, los surcos de la vida, el cabello ceniza... Y el poso de un torero infinito que no logra acallar la llamada del toro en su interior, pese a tanta sangrada derramada, a tantas tardes en la frontera invisible de los dos mundos. En una eterna mañana para sus seguidores, hablaban del maestro hasta a los muertos: Paco de Lucía fue testigo de conversaciones sobre en qué forma llegaría el fenómeno de Galapagar, de espíritu insaciable como aquel genio. 
Desvelada la incógnita
La incógnita se desveló pronto, con un saludo a pies juntos de ocho lances con una despaciosidad desconocida en todo el año. Una bellísima media abrochó una obra de arte de relojes sin cuerda. Y al ralentí siguió en el galleo por Chicuelo y el quite. ¡Qué cerca se lo pasó! No cabía el aire en el prólogo por estatuarios, adornados con una trincherilla, el desdén y la quietud. Un puñado de muletazos bastaban para saber que aquello era distinto a lo de tantas jornadas. La cintura quebrada en media docena de derechazos, el temple en las muñecas, sumergido en la tierra, como si de las zapatillas brotase una raíz que lo anclaba a otros tiempos. La gente asistía ensimismada a la proeza tomista. Vale que el toro de Cuvillo (Joaquín Núñez) había sido elegido por el propio matador, pero portaba más seriedad que la mayoría de los vistos en ferias de segunda. Lástima que se apagase pronto este noble «Farfonillo», número 135, de 506 kilos para los amantes de cifras. No importó, porque el madrileño puso toda la emoción: dormidas las telas, dibujó muletazos sensacionales, con un cambio de mano parsimonioso, buceando en la calidad del animal. Aquello era una oda al toreo lento y de bragueta, que nada hay tan valioso. 
A izquierdas nacerían después un afarolado, uno de las flores y un semicircular que encadilaron. Enfrontilado, a pies juntos, regresó a la mano de escribir y pintó muletazos por delante y por detrás, de asentada planta. El corazón palpitó hasta la garganta cuando aguantó un parón de medio minuto. Estallaron los oles; los tendidos se pusieron en pie. De broche, unos ayudados por alto sin mirar ni de reojo al cuvillo, con el mentón tan hundido como el ancla de sus pies. Torerísimo el de la firma. Y todo con un gobierno tan increíblemente suave, sin un tirón, sin prisas ni un solo aspaviento... Como la libertad, que siempre llega despacio. La estocada cayó baja, pero ni eso impidió el atronador entusiasmo en la petición de las dos orejas. 
Cuando José Tomás se echó el capote a la espalda en el tercero, un suspiro estalló. Hasta cuatro gaoneras sin enmendarse, vertical, pasándose al colorado en esa proximidad donde no se distingue la vida de la muerte. Su esqueleto de ciprés y su alma de artista, al servicio del toro. Resultó ser este «Dudosito» un manso, que se rajó demasiado pronto y solo hubo esbozos, retazos nada comunes. El brusco quinto se lo llevó por delante en el capote entre la angustia del público: todo quedó en un susto. Lamió luego la taleguilla el rebrincado cuvillo en los ceñidísimos ayudados por alto. Había que empujarlo a derechas y se recreó en unos naturales, sobrenaturales tres, de sutiles yemas y la verdad ofrecida. Como en las manoletinas de infarto y la hora final, desacertada pero tirándose a matar o morir. Le obligaron a dar la vuelta al ruedo entre gritos de ¡torero, torero! 
La tarde de su vida
Miguel Ángel Perera no estaba dispuesto a ser un invitado en el día de José Tomás. Y se entretuvo en indultar un toro de Jandilla extraordinario. Serio y guapo, no podían fallar su reata ni sus hechuras. Como no falló la figura extremeña, crecidísima en este 29J. Comenzó de manera vibrantísima con una triada de pases cambiados en el platillo y lo toreó con absoluta supremacía. Mayúsculas las tandas, de mano baja, temple y dominio, en medio de la locura y la pasión desbocadas. Acabó en las cercanías, alargando y buscando el pañuelo naranja. Y llegó, de manera exagerada... Pletórico, el pacense paseó las dos orejas y el rabo simbólicos, acompañado por el ganadero Borja Domecq. Pero Perera, que había arrancado ya un trofeo a su segundo, quería más. Y dio una dimensión de gigante en la gran cita de su vida, a pesar de no poder redondear con el deslucido sexto. 
«Dios ha vuelto por un día», sentenció un espectador cuando José Tomás y Perera eran aupados a hombros en olor de multitudes. De cuándo volverá a aparecer aún no hay noticias... De momento, el paraíso asomó ayer.

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