El toreo de piedra
de Roca Rey
voltea a última hora
la frustración de la tarde
El peruano arranca una oreja del sexto de la corrida de Victoriano del Río que tanto se dio en el caballo y tanto se desfondó en el último tercio.
Un duelo en la cumbre se presentía. Alejandro Talavante y Roca Rey cumplían su último compromiso en San Isidro. Otra plaza como Las Ventas habría sido necesaria para cobijar la desbordada expectación. La México o el campo de Chamartín. De puntillas, sin hacer ruido ni levantar polvo, volvía a Madrid Miguel Ángel Perera. Como si no no hubiera existido la Puerta Grande de Otoño. Ni las otras cinco más que salpican su vasto currículo. Curioso silencio.
En el zumbido de Madrid palpitaba el ambientazo a la hora del paseíllo. El bochorno presagiaba tormenta. Un toro castaño de cara armoniosa, movido de carnes -y de ahí su falsa imagen de levantado del piso, levantado pero no alto-, salió abanto. Manseó en capotes y se durmió en el caballo. Lo cuidó Miguel Ángel Perera. Que quitó mimoso por airosas chicuelinas y tafalleras. El prólogo de faena desprendió suavidad a media altura. Y belleza en el cambio de mano, en la trincherilla y en el muñecazo del desprecio. Ahí asomó la clase mansita. Y después su templado embestir. Ese modo anunciador de lo que había y lo que faltaría. Dos series ligadas y frondosas de largos derechazos -hasta cinco por ronda- fueron demasiado para su fondo contado. Cuando MAP presentó la izquierda, el toro de Victoriano del Río pidió árnica. Ni en las cercanías ya le extrajo nada. Costó cuadrarlo en la suerte suprema. Y por ende pasar con la espada.
A Tala se le esperaba con ansiedad. Por volverle a ver después de "lo" del 16-M. La decepción por el toro pronto inundó los tendidos. La seriedad por delante -tan arremangado de pitones- se escurría por detrás. Humillaba con el tope de sus manos. No salía de los lances la salutación. Al escaso poder tampoco le acompañaba el motor. Ni el estilo. Alejandro optó por la brevedad tras enseñar al gentío que no había causa. Una estocada casi entera y tendida. Sin muerte. Goterones como chapelas empezaron a caer. El diluvio tormentoso se precipitó. El descabello eternizó la huida en masa. Cuando cayó, cuajó la estampida de la parroquia.
La anchura de sienes del tercero escondía el genio eléctrico que tantas veces se confunde con la casta. Roca Rey lanceó con decisión y quietud. La cortina de agua generaba una imagen borrosa. La media verónica chispeó bajo el aguacero. A RR no le importó para clavarse y explosionar la faena por cambiados terroríficos. Como las puntas de fuego. La apuesta por la emoción desatada por encima de la necesidad de horma. El calambre del toro enganchaba los derechazos. No era fácil la limpieza. La muleta empapada y la rabia del toro componían una ecuación difícil de resolver. Pero lo consiguió a base de bajar mucho la mano. Sólo que cuando logró la conquista la embestida aminoró el recorrido. Y multiplicó las miradas desafiantes. El torero limeño piso terrenos volcánicos. Ya con la deriva del toro reculando y vencido.
Las hechuras del negro cuarto prometían. Un tío bien hecho. Su celo y su empleo sacaron nota en el peto. Mucho tiempo, mucho desgaste, para su bravura. Aún duró. Apretó hacia los adentros en banderillas. Y en una de aquellas galopadas a poco no arrolla a Curro Javier. Perera le planteó faena en firme. Con exigencia y por abajo. Que era por donde lo pedía el toro. La entregaba de los contendientes calaba en los tendidos ya más que la lluvia cesante. Pero el carburador empezó a griparse. El fuelle, a fallar. Y Perera volvía a quedarse sin enemigo. Otra vez el ataque y el valor a pelo en las distancias cortas. Tanto que el animal se asustó. Y se rajó.
El trapío de las caras igualaba los diferentes tipos, los distintos cuerpos, de la corrida de Victoriano del Río. El quinto subía la altura de agujas de la media. Y de la edad con sus cinco años. También se dio en la suerte de varas. De nuevo la supuesta bravura se quedaría ahí. Talavante abrió faena por ayudados, genuflexo. Y pronto le propuso su izquierda. Donde Díaz Yanes dice que habita la melancolía de Chenel. Perdió las manos el toro en el toque y abortó los naturales. Y las perdió otra vez en el embroque de los derechazos. Lo que de verdad había perdido era el celo que sostenía la buena intención.
Sobre zancos parecía levantado el último. Tan largas sus patas. Un toro hecho cuesta arriba además. Colocó la cara abajo en el peto. Dosificó Roca Rey el castigo y se clavó por saltilleras impertérritas. Del quite de Saltillo brotó una media verónica espléndida. Las zapatillas de plomo del peruano volvieron a hundirse en los estatuarios. Los cimientos temblaron con la espaldina sin espacios. Y el pase de pecho de pitón a rabo. El poderoso toreo volteó la plaza. Tan por abajo y atalonado. El toro respondía con fijeza. Sin excelencias. La excelencia brotaba de la estatua peruana. La quietud máxima. El trazo profundo también con la izquierda. Otro cambiado, una arrucina, la embestida por las espinillas. Un circular invertido que desembocó en un interminable pase de pecho. Ardía Madrid. Un volcán. En un trance sin espacios, lo derribó. El toro quedó asustado ante el torero tendido. Cuando se levantó, lo crujió de un espadazo monumental. Oreja del ley del toro que al menos no duró un suspiro. Don King Roca salvaba la tarde a última hora. El don del rey de piedra.
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