Manzanares
no redondea
la clase absoluta
de 'Manzanilla'
El torero de Alicante corta una sola oreja a un toro de extraordinaria calidad de la cuajada y desfondada corrida de Juan Pedro Domecq
Último cartel de tronío en abril. Como remate de farolillos, el papel acabado. Enrique Ponce, José María Manzanares y Ginés Marín. Y Manzanilla como artista invitado. Una pintura de hechuras, una cara divina, una calidad exquisita. Castaño y pesador (583 kilos), aunque no los aparentase por su largo esqueleto. Tan fino todo. Manzanilla fue para Manzanares. Como un juego de palabras, una aliteración fabulosa. El estilo definido del toro de Juan Pedro se sintió desde los primeros lances empacados. Paco María picó como los cánones mandan: el palo por delante en dos puyazos soberanos. En el quite de Ginés Marín brotó el toreo a la verónica con primor. Las muñecas adormecidas. Una por el izquierdo superlativa. Y la cadencia de la media casi a pies juntos. Suso lo bordó con los palos.
Manzanares sabía de la calidad. Los muletazos de tanteo para sacárselo de las rayas hacia fuera parecían no reconocerlo. Tardó la faena en arrancar. El vientecillo travieso incomodaba. Y la derecha manzanarista no hallaba el aire caro del toro. Dos aquí, tres un poco más allá. Diferentes velocidades. La izquierda y otro par de naturales sin convicción. Hasta que cuatro lambreazos zurdos, inmensos y ligados, explotaron con mayúscula belleza. Como la primavera en Sevilla. No siguió por ese pitón (?) el torero de Alicante. En redondo de nuevo, el tercero de los derechazos voló con notable despaciosidad. Y lo cosió a un cambio de mano que la plaza coreó con un profundo ole. Tal fue el trazo. Tiempo y espacio entre series, la media distancia conjugada. Pero la obra, inexplicablemente, no acababa de cuajar en la maciza pieza que Manzanilla pedía con el susurro de su embestida aterciopelada. Un natural de cante grande, uno sólo, y, entonces, otra ronda de derechazos monumentales. Como los pases de pecho enteros y verdaderos. La pieza tuvo el epílogo que tantas veces se echa en falta en JMM. Los ayudados por alto a dos manos barrieron el lomo con majestad. Y las trincherillas y los adornos por bajo sonaban como un repiqueteo de torería. La figura alicantina esculpió un bronce de Benlliure en la hora de la muerte: la descomunal estocada igualó el conjunto de valles y cimas. Una oreja en buena lid. A Manzanilla lo arrastraron las mulillas bajo la sensación, no sé si general, pero sí mía, de haberse llevado dentro un mercado de artesanía. La clase absoluta.
El acero traicionó a José María Manzanares ante el bajo quinto. No había nada en juego. Una insólita repetición de pinchazos quebrantaron su asombrosa regularidad. El comedido tiempo que el bondadoso toro duró en sus telas no dio para mucho. Puede, tal vez, que para algo más.
El tercero de Juan Pedro traía una armonía magnífica en sus portentosas líneas rellenas de muchos kilos. Como toda la corrida. Ginés le sopló un ramillete de verónicas aladas de sumo gusto. Proeza, que así se llamaba el domecq, atacó al caballo con bravura. Derribó por los cuartos traseros en el primer encuentro y se empleó a modo en el siguiente. Tanto, que allí dejó su fondo. Enrique Ponce no desaprovechó la ocasión en una intervención por chicuelinas y una larga cordobesa como suntuoso broche. Marín brindó a Sergio Ramos, el encastado capitán del Madrí. Y esbozó buenas cosas por ambas manos. Si el toro, en tono menor, llega a desarrollar todo lo que apuntaba, hubiera sido de lío.
Seguramente la ambición y la afición desmedidas de Enrique Ponce le hayan conducido a ser lo que es: un caso único en la historia. O a darlo todo en un lote que no se daba. Pero la justificación por un metraje desproporcionado se hizo espesa. Ni el marmolillo mazacote que estrenó la tarde ni el noblote cuarto con su fuelle contado se prestaron a mayores. El arrimón con aquél o las dos o tres series que le robó sutilmente a éste se perdieron en la saca de minutos. Un aviso por baza.
Camino de las dos horas y media de función, devolvieron al último toro de Juan Pedro. Y también al sobrero del mismo hierro. Tan trémulas y de algodón sus patas. La puntilla para una corrida bondadosa que apuntó y no disparó por su desfondamiento. El suplente del suplente traía liviano porte. El hijo de sus hermanos. Ginés lo ofrendó al público por algún extraño motivo. El juampedro, cogido con alfileres, no humillaba y soltaba la cara feamente. Rajado más antes que después. Abrevió, ahora con lucidez, el extremeño de Jerez. Un fulminante espadazo. Eran las nueve y cuarto de la noche.
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