Cali, 20 de marzo 2018
Simón Casas, entrevistado el viernes en el callejón de Valencia reiteró su credo taurino: “Esto es del público, aquí el que manda es el público, solo el público”. Lo hizo con tal convicción que recordó el “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” de Lincoln. Populismo puro.
La cosa es que los políticos han desacreditado esa palabra, identificándola con demagogia. De virtud pasó a pecado, de dignidad a infamia, de halago a insulto con el que hoy se apostrofan a lado y lado sin distingo… ¡Populista tú! ¡Más tú! Fácil, porque pueblo también es concepto impreciso y equívoco. ¿Qué, quiénes, cuantos lo conforman? ¿Acaso las mayorías ocasionales, el público? Mayorías que no siempre actúan con cordura. Sobran ejemplos. Para contenerlas se hizo la ley.
En los toros, qué no son políticos así algunos oportunistas lo pretendan, es igual. No pasó un día y el grueso de la parroquia y sus desorientadores inconformes por la negación de premio a una estocada desprendida, precedida de pinchazo, la cogieron con el presidente que defendía el reglamento. Hasta le coreaban ¡Burro!
Es entendible que la preocupación de un productor, como se define Simón, sea complacer esa clientela. Pero no hasta supeditar a sus veleidades y escaso conocimiento los factores esenciales; toro, torero, toreo, afición, reglamento, autoridad, valores.
Había que oír los lamentos desde la calle Xátiva, por el cotidiano baile de corrales al son del contrapunto entre veterinarios (los malos) y ganaderos y apoderados. Que no puede ser. Que el trapío es subjetivo. Que los que saben son los veedores de las figuras. Qué necesitamos el toro-espectáculo, a tenor con cada plaza. Que…
Oyendo todo eso se pregunta uno si la tauromaquia le debe su milenaria longevidad a la demagogia del mercadeo o a sus verdades. Sin estas podría prosperar el negocio, vendiendo un espectáculo distinto, pero el viejo rito morirá sin remedio. Esto debería saberlo el pueblo antes que nadie.
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