lunes, 12 de marzo de 2018

CRÓNICA DE ZABALA DE LA SERNA DE CASTELLÓN Ponce, Manzanares y Roca Rey seis orejas y salen a hombros en la última de La Magdalena

El perpetuo don de Ponce y el arrebato de Roca Rey dinamitan Castellón

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Toros en Castellón, 11 de marzo de 2018. CULTORO | FOTO: EFE
El veterano maestro de Chiva y el joven aspirante de Perú se reparten seis orejas y salen a hombros en la última de La Magdalena
El desgarrador asesinato de Gabriel motivó un negro minuto de silencio. Un viento desolador batía las esclavinas de los capotes de paseo de los toreros desmonterados. Enrique Ponce vestía de blanco. Como cuando debutó con caballos hace 30 años en esta misma plaza. Oro en lugar de la plata de entonces. Salió de chiqueros un castaño de Juan Pedro ya con el poder contado. Ponce aplicó suavidad a las verónicas. Y también en el mecido quite abrochado con una acolchada larga cordobesa. El santo fondito del toro se hacía mínimo y el brindis, máximo: Vargas Llosa agarró la montera al vuelo. La faena, condicionada por el airazo, se desarrolló mimosa y cerrada entre las rayas. A su altura todo. Las pausas también. La fase zurda fue una pelea contra Eolo. La plasticidad mediterránea de EP vistió el pulcro andamiaje a pulso. La efectividad de media estocada entregó la oreja. 
La cabeza de Enrique Ponce funcionó con el privilegio de siempre. Para andar y perderle pasos a aquel cuarto que aparentaba más y que se quedaba cortito sin sifón. ¡Qué habilidad! ¡Qué don! El Sabio de Chiva metió a la plaza en el canasto definitivamente en las poncinas. Y en el enrazado colofón de rodillas. Desplante incluido. Como si empezase. Hace 30 años ya. El espadazo fulminante en el rincón rondeño volteó los tendidos. Dos orejas del tirón. Y si el presidente no frena, el rabo pedían. Un delirio. 
"Señor" se llamaba el toro de José María Manzanares. Más bien señorito de hechuras. Sus trémulos apoyos sostenían a duras penas su recortado porte. Tan lindo que parecía que el vendaval lo volatizaría en cualquier momento. Perdía las manos en las de Manzanares. Que peleó densamente por encontrar el temple. Entre el punteo de la embestida sonámbula y los mordiscos de los tornados. Lo mató de un metisaca en los sótanos. 
Empujó con bravura el quinto en el caballo. Cuando ya había subido un punto el volumen de la corrida. José María Manzanares brindó a Ponce y aprovechó la buena condición del juampedro por la mano derecha. Sin terminar de humillar pero con continuada nobleza. El bello empaque, algo encorsetado, de la pieza y un estoconazo caído desataron la pañolada hasta la oreja. A la espera de su más engranada versión. 
Otro brío parecía traer el tercero, un zapato de la talla 35. Más para venirse que para irse finalmente. Roca Rey dio un llamada de atención en el quite por chicuelinas. No le importó tampoco salirse a los medios con la muleta. Como si el viento se hubiera amansado. Y no. Las resoluciones de las series inconclusas por circulares invertidos levantaron clamores. Y fueron muchas. O muchos. Las resoluciones y los circulares, digo. Tanto efecto tuvieron que lo premiaron. Por el descaro y el deseo sostenido del peruano. 
A tumba abierta atacó Roca Rey en el sexto. Desde las largas cambiadas de rodillas a la apertura de péndulos de la faena. Como ninguno se movió el juampedro. De viaje y repetición generosos. Motor y duración. Con el matiz del soltar la cara a últimas. La emotividad de la obra, la largura del trazo por las dos manos, la ligazón y los golpes de arrebato -espaldinas y arrucinas- pusieron al gentío a mil por hora. Tal era el ritmo. Un cañonazo descerrajó la puerta grande. Y por ella se fue con el incombustible sabio.

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