viernes, 29 de marzo de 2013

Miguel Ángel Perera: «Antes era del Barça, pero me he vuelto anticatalán»


ABC

ABC comparte una jornada de entrenamiento con el torero y su entorno. Así se llega a figura, así lo vive su familia...

Frontera de Portugal. La tierra extremeña se confunde con el río, mitad español, mitad luso. Las aguas llegan acaudaladas pero revueltas. La lluvia ha pintado un lienzo tan verde como los ojos del toro de Villalón. Miguel Ángel Perera pisa la tierra con esa firmeza característica con la que se planta en el ruedo. Los charcos trazan redondos cuando posa su huella del 42. Caen gotas diáfanas de las encinas que habitan en «Los Cansaos», la finca del torero. Y la lluvia que no cesa. Como tampoco el aleteo de las decenas de cigüeñas que rompen el silencio mientras el resto del mundo duerme. El escenario es un paraíso para las aves, la riqueza de fauna y flora es inconmensurable, tanto que algunas estampas parecen exportadas de Doñana. Son 650 hectáreas de paz; es el universo de Miguel Ángel, el hombre. Y también del torero, porque lo uno y lo otro se antojan inexorables. En «Los Cansaos» se refugia el guerrero, de 29 años. Y allí tratamos de descifrar durante una jornada completa sus pasos. No es sencillo seguir su ritmo, un apasionado peregrinaje que acentúa el secreto: muchos son los llamados y pocos los elegidos...
A las ocho suena cada mañana el despertador. Es la hora de enfundarse el chándal y comenzar la carrera. Catorce kilómetros que a veces transcurren pasados por agua. Ni una luz rasante se adivina entre la oscuridad de los nubarrones, presagio de la tormenta imperfecta. Huye Miguel Ángel de los relámpagos, el fenómeno que más teme, y aprieta el acelerador para precipitarse hasta el cortijo, una preciosa casa color teja. «Me dan miedo los truenos, sobre todo si voy a caballo; las herraduras son un imán peligroso».

«Caracolo», un regalo de El Juli

A lomos de «Caracolo», un regalo de El Juli, pasea y supervisa la finca. «Aquí hay mucho trabajo, y me gusta estar pendiente de todo», subraya el matador mientras recorremos el extenso territorio. Cercados con vacas mansas, limusinas coloradas que en un futuro desea que pueblen «los negros, los bravos», y tentar en la placita que tiene en proyecto erigir. De momento, practica faenas de acoso y derribo a campo abierto hasta echarse pie a tierra en la inmensidad de la dehesa. Pero solo en ocasiones. La frecuencia está marcada por el toreo de salón en una nave en la que ni la NASA alcanzaría cobertura. Allí se detienen el tiempo y el espacio. Y la muleta.
Los ojos se magnetizan cuando Perera toma el trapo rojo y alarga el gachetobrazo: tres kilos y medio prendidos con la yema de los dedos y circunferenciando la muñeca. Todo lentísimo sobre su 1,87 de estatura. Nos invita a coger los trastos y tan sólo en un cuarto de muletazo nos parece que han colocado una roca sobre la mano. David, su sin par mozo de espadas, espeta: «La gente no se imagina lo difícil que es manejar un capote y una muleta». A través de amplios ventalanes permea un viento que no ha sido invitado. «Imaginad cómo se pasa en Las Ventas, con esa cuesta y ese pedazo de toro», apunta un inagotable Perera a la vez que dibuja naturales con la mente puesta en su regreso a la Feria de Abril: «Es una cita importantísima, que me apetece mucho». La independencia y el G-10 tuvieron un precio en 2012: «Toreé menos, pero me sirvió. Aprendí a ser paciente y conocí a hombres que merecen la pena y a otros que me han dejado mucho que desear».

Heridas de guerra y no medallas

«¿Cómo se puede dominar así la tela y hacer ese giro de muñeca?», pregunta absorto el fotógrafo Ignacio Gil, sobrecogido por las quince cicatrices herradas en la piel del pacense: «Son heridas de guerra y no medallas, como dicen muchos, las medallas me las cuelgo en el pecho y no duelen», señala el niño que estudió en los jesuitas, «como el Papa», y devoto de la Virgen de Botos, que lleva en su capillita.
Detrás de la gloria y del poder a los toros (más de 1.200 de variopintos encastes ha despachado la figura de Puebla del Prior) se esconden cientos de horas de entrenamiento, sacrificios forasteros para el público general. Le aguarda una próxima cita con la bicicleta de montaña, el gimnasio y los tentaderos. La seguridad física le ayuda a controlar la mente y el alma de los miedos, compañeros en la soledad.

El orgullo de una madre

La llamada del estómago recuerda al joven maestro que son las tres del mediodía. Nos insta a pasar a la cocina, donde se cuece la tertulia familiar. Aparece la madre, Damiana, y el artista se la come literalmente a besos mientras picotea triángulos de queso. Dami, como la llaman cariñosamente, se sonroja ante la prensa: «Mi hijo es el protagonista, que hable él». Y su niño (el mayor de tres hermanos) anima a charlar a quien tantas veces ha escuchado en los tendidos eso de «¡viva la madre que te parió!». No oculta su orgullo por el héroe: «Aún recuerdo cuando de crío cogía un palo de billar y la camisa de su padre y se ponía torear», cuenta. Conocedora del sufrimiento de ver la sangre de un hijo sobre los pitones, respeta sobremanera su profesión y es su fan número uno.

Verónica, el amor de su vida

Confiesa la figura que su madre es la persona más importante, junto a Verónica, la mujer que habita en su corazón. Hija, hermana y novia de torero, la heredera del Niño de la Capea también acude a verlo a las plazas. Prefiere ocupar un segundo plano aunque reconoce que, pese a nacer en la cuna taurómaca, los temores nunca abandonan. Y más con un primer espada que cada tarde se coloca al filo de lo imposible. Desde el minuto cero se adivina la complicidad entre Miguel Ángel y Verónica, quienes tras los manjares dan un paseo en el edén donde comparten sueños y aficiones, como los caballos y la caza. «La felicidad que me da Vero se refleja en la plaza. Me ha aportado estabilidad personal, y eso es fundamental para la concentración de un torero. Ha sido un regalo de la vida», comenta pletórico. En el cortijo abundan las fotografías, además de imponentes cabezas de lidia: no faltan de la ganadería del maestro de Salamanca, su segunda casa. «Algunas, como la de «Presumido», son de toros de mi suegro con los que triunfé al empezar nuestra relación», relata.

La Fiesta, sin subvenciones

Perera se adelanta a las preguntas para pedir que aparezca esta opinión: «Antes era del Barça, pero con la prohibición de los toros en Cataluña, los nacionalismos y las mentiras de algunos políticos en el Congreso me he vuelto anticatalán, con todos mis respetos a los que sí se sienten españoles. Mezclaron el tema de los desahucios, diciendo que los toreros íbamos a pedir dinero para quitárselo a las familias. Que se enteren de una vez: ¡la Fiesta no recibe subvenciones!». Inmerso en las verdades del toreo, añade: «Ahora soy de Casillas y Ramos, dos tíos sencillos que llevan la bandera de España por todas partes. Yo me siento muy orgulloso de ser español, porque no tengo ningún motivo para no estarlo. Español y extremeño».
Miguel Ángel gana en las distancias cortas, esas en las que él se maneja con pasmosa soltura en la arena. Habla como torea, sin artificios, claro y auténtico, sin medias tintas. El toro le ha enseñado los cánones que gobiernan su existencia: «Constancia, lealtad y honestidad». No pasa por alto otro tipo de valores: «No olvidemos la economía que se mueve en torno al toro, las miles de familias que comen de él». Se ha implicado en la inversión de futuro para atraer juventud a los cosos y no permanece ajeno a los problemas de la sociedad. Le preocupan «la crisis y la cantidad de golfos de los que nos hablan en los telediarios» y le duelen «la desnaturalización del campo, la lejanía del medio rural de niños que no saben ni de dónde viene el huevo y que se tergiverse la realidad de la Fiesta».
El tictac no da tregua a Perera: es hora de profundizar en sus raíces y en su pureza, de volver al salón del toreo. Es hora de vivir el arte bravo.

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