domingo, 16 de septiembre de 2012

La obra maestra de José Tomás


El diestro corta once orejas y un rabo y logra la cumbre inalcanzable con un indulto. Mañana de soñar el toreo y reternerlo para siempre

Nimes. Cuarta de la Feria de la Vendimia. Se lidiaron toros, por este orden, de Victoriano del Río, noble y de buena clase; Jandilla, repetidor, punteaba el engaño, de buen juego; El Pilar, bueno por el pitón derecho, repetidor, bravo, y más descompuesto por el izquierdo; Parladé, extraordinario, indultado; Garcigrande, bueno y a menos; Toros de Cortés, deslucido. Bien presentados y de buen juego en general. Lleno de "No hay billetes".
José Tomás, de pizarra y oro, buena estocada (dos orejas); estocada delantera (dos orejas); buena estocada (dos orejas); indultado (dos orejas y rabo simbólicos); buena estocada (dos orejas); estocada tendida (oreja).

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José Tomás supera su propia cumbre
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Diccionario Inteligente
16 Septiembre 12 - Nimes (Francia) - Patricia NAVARRO/La Razón MADRID
La locura nos había visitado antes. Los nervios previos. El miedo. El vértigo al presentir que algo bueno nos espera a la vuelta de la esquina. Pero en el toreo pasa, ocurre, que a veces más allá de la arena se desploma el espectáculo. Nadie manda sobre la magia. Nimes bullía minutos antes, mentira, horas antes, mentira de nuevo, días atrás en el tiempo. Incluso preparando ese viaje que en algunos casos era una aventura extraordinaria para llegar a ese sitio y a esa hora. Coliseo de Nimes. Once y media de la mañana. Sol de principio a fin, para todos, que contrastaba hasta herir con las tinieblas de ese patio de caballos. El solo de José Tomás, como se anunciaba en francés en los carteles.  Y José Tomás no estaba solo. Pero lo parecía. Legión de fotógrafos y cerco inaccesible. No porque nadie lo impidiera sino porque José Tomás desprende algo que está por encima de este mundo, al menos de los mortales. Un buen puñado de banderilleros para la ocasión. Para la encerrona del año. Y ya de la historia. Y qué historia. Hasta la suya propia la ha elevado a una cumbre inaudita. Pero a las once y veinte de la mañana estaba todo por hacer. José Tomás, vestido de pizarra y oro, aguardaba con la cabeza baja, meditativo, si la levantaba era para mirar a la plaza. Imponente coso. Escenario inigualable para soñar el toreo. Y cuando el toreo repica en 14.000 espectadores al unísono, podemos hablar de locura. Un manicomio de emoción que se desprendió ya a borbotones cuando José Tomás pisó la arena. El solo de José Tomás daba paso. Silencio sepulcral cuando el torero puso pie en el escenario y palmas después para acompañarle hasta presidencia y hasta el fin del mundo, si hiciera falta. Bellísimo paseíllo, preámbulo del ritual. Ovación de gala para el torero antes de comenzar una apoteosis de toreo bueno. No suicida. Se desploman argumentos ficticios. Sin sentir en las entrañas el riesgo, acabamos por abandonarnos al son de su batuta. La del toreo bueno. Sutil, suave, templado, hondo, largo, de plomo y seda.  Una y otra vez. Más difícil todavía.
El toreo de capa fue un canto a la variedad. Del primero al sexto. Sin descanso. Ni un paréntesis para desacostumbrarnos de lo intenso. Nada. En todos hubo toreo. Variado siempre. Sorprendente en muchas ocasiones. El primer toro de Victoriano del Río, cómplice el encierro entero de la grandeza del espectáculo, puso la primera piedra antes de acabar camino al cielo. Que debe ser donde aguarda la gloria. El de Victoriano fue toro bueno. Bien presentado. Rematada y bastante pareja la corrida para ser de distintos hierros. Brindó Tomás al público. Y sin mirar al toro, sin levantar la vista de la arena, enjaretó un rosario de muletazos por alto, sin moverse él, latía la afición. La suavidad, el temple, lo fue vistiendo todo en una faena de terciopelo, bonita, natural, sin apostura, sin retorcerse para decir cómo es el toreo que nace de dentro sin forzarse más allá de la verticalidad de la figura. La estocada la puso en lo alto, enérgico el envite, bello, escultural, y como si fuera un pacto con el diablo lo repitió toda la tarde. Cayó fulminante el toro y los dos trofeos, que se nos habían resistido otras tardes.

La vida fluía. Transitábamos la mañana atónitos aunque todavía no éramos conscientes de que la historia nacía ante nuestro ojos y en un marco incomparable, romano, de dos mil años de vida. Quitó al segundo, que era de Jandilla, buen toro también, por navarras, tafalleras y una serpentina de remate. Se había agarrado al piso en los primeros tercios hasta que José Tomás le mostró por dónde estaba el camino. Y sólo había uno. El suyo. El impuesto. No invasivo. Suave, toques justos, inapreciables... Descolgó el toro y cosió el torero los viajes. Cuando encontró la eternidad en el pase de pecho de broche, estalló la plaza. Precioso. Temple para paliar el defecto del toro de puntear el engaño. Manoletinas de cerca, de entrega, de Tomás. Y una estocada milagrosa sin buscar salida. Entre pitón y pitón se quedó enclaustrado. Desenlace feliz para pasear otros dos trofeos. A pares los fue sumando. Otro dos del tercero de El Pilar, bueno por el derecho más descompuesto a izquierdas. El toreo siguió fluyendo como intuición: naturalidad, no cabía otra. «¡Gracias, José!», clamaban desde el empinado tendido. Faroles con el capote y un récord de muletazos por tanda nada más empezar. Cinco, seis, siete, seguimos sumando, el toro los tomaba por abajo, el torero los consentía con limpieza, belleza y mando. Improvisación, recursos y esos olés cerrados de Francia cuando cerró genuflexo y a dos manos. Qué torero. Fulminante la estocada. Pero el clímax, el éxtasis, vino después. Con el toro de Parladé que se indultó. Bien premiar lo bueno, cumbre salvar la vida a un toro que fue tan cómplice, tan inagotable como el ejemplar de Parladé. El toreo se alimenta ahí. Sorprendió, y nos abrió los ojos de un golpe sobre la calidad del toro, cuando tomó el capote por la esclavina, sólo por la esclavina y se puso a torearlo como si fueran derechazos. Brutal imagen. Hasta las entrañas ya de por vida. Después, en los medios, muleta plegada y sorpresón: no llevaba nada más en las manos. Adiós a la espada. Natural más natural con la derecha y con la izquierda. La intensidad, la consciencia de ver una obra de arte fuera del tiempo surgió ahí. No se podía torear mejor. Imposible. Ni en sueños ni en épocas pasadas de las que tanto nos nutrimos. Cumbre de José Tomás. Obra maestra de un maestro de maestros y orgullo nacional a golpe de emociones. Se le perdonó la vida al toro, lo que habíamos visto nos la dio al resto.

Sobrado con el Garcigrande quinto, que tuvo buenas cosas pero duró poco y desigual en el ritmo. El disfrute fue total. Cuando brindó el sexto al público, se caía literalmente la plaza. En pie. La admiración era un balón de oxígeno para la Fiesta. Ayer en Nimes estaba la representación universal del toreo y de las emociones que nos hacen peregrinar en tiempos difíciles: Francia, España, México, América del Sur, rusos... Y un solo punto de encuentro capaz de enloquecer y borrar fronteras.

El sexto de Victoriano se paró. Los pitones se dejó llegar Tomás a la taleguilla. Tan normal, tan armónico, tan torero. Otra estocada. Ni un aviso. Ni un pinchazo. Un solo de José Tomás apoteósico. Vuelta al ruedo. Saludos y más saludos. Encuentro con Vicente del Bosque y emoción contenida, y en ocasiones derramada, en los rostros populares y anónimos. Había dejado huella. La pequeña Puerta de los Cónsules se abrió para él mientras la propia cuadrilla le ovacionaba. También. Terrible la salida a hombros, en esa cuesta arriba que nos permite robar un pedacito de historia. Demoledor triunfo. La cima. La cumbre. Daban ganas de salir y cortarse la coleta. ¿Qué hace uno cuando vuelve a la realidad?

Larga vida, maestro, que como dijo Casas, «José Tomás ya ha muerto en una plaza».
Y ayer morimos muchos por dentro. José Tomás duele. Hasta en las tardes de gloria.

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