José Tomás en Nimes, pero en 2009
Fernando Sánchez Dragó | Nimes
Nimes, 10 de la mañana de hoy, domingo. A las 11 y 30 salen los alguaciles a la plaza. Estoy en el claustro del hotel Jardines Secretos (lo traduzco), que es un palacete del siglo XVIII lleno de antigüedades, cornucopias, molduras, espejos, pianos, triclinios, divanes, enredaderas, palmeras, rosaledas, mermeladas, pajarillos, gatos y seres y cosas así. Música de fondo: ópera, cuyos arpegios se trenzan al piar de las aves y el ronroneo de los felinos. Me siento como debía de sentirse Maria Antonieta antes de que los indignados sin culotes profanaran la belleza de Versalles.
Anoche trasnoché, lo que no entra en mis costumbres, pero en Nimes, al hilo de la Feria, de la fiesta y de la Fiesta, es casi imposible no hacerlo. Ésa es la razón de que desayune tan tarde.
¿Con diamantes, como Audrey Hepburn en 1961? Ya ha llovido, como, por cierto, lo hace hoy...
Pues sí, pese a la lluvia, porque yo, ocho años antes, me había enamorado con amor eterno de la actriz nada más verla –fue un flechazo– en lo que quizá sea la mejor comedia de la historia del cine (Vacaciones en Roma) y también porque hoy, dentro de nada, vuelve José Tomás a uno de los escenarios de sus triunfos.
Vacaciones en Nimes. No es que esté enamorado de ese torero, pero poco me falta...
Estuvo aquí en el 2007, después de su reaparición en Barcelona, regresó dos años más tarde y hoy toreará en el anfiteatro que elevase Roma por tercera vez en cuatro años.
La expectación es formidable. Todo el papel está vendido. La ciudad hierve. Las botellas de buen champán reposan en la heladera.
Ayer –días de poco, vísperas, ojalá, de mucho– dos toreros franceses, Castella y Juan Bautista, aburrieron a los lares, a los manes y a los penates. No fue culpa suya, sino de las seis morcillas de arroz con cuernos y patas que envío Victoriano del Río. Tenían menos gas que Rubalcaba.
Llueve, decía. Lo ha hecho, a ratos, toda la noche. La lluvia repicaba en los cristales, en los tejados y en las columnas y mármoles del palacete. El cielo está ahora tan gris oscuro como el pelaje de los dos gatos que dormitan junto a mí.
¡Qué mala pata!, me digo. ¡Tenía que terminar el verano precisamente hoy, día de tiros y toros largos en que un emperador vestido de luces y de sombras (las de su rostro impenetrable) va a pisar la arena del coso en el que otros emperadores, los de Roma, tantos juegos de gladiadores, panem et circenses vieron!
Se hace raro ir a los toros por la mañana, pero así es Nimes, donde una corrida diaria no basta para saciar el apetito de la afición, y aún más raro se hace ver a todo un José Tomás en horario tan intempestivo para quienes, como yo, han trasnochado. ¿Habrá alguien en la plaza que no lo haya hecho?
Sólo, seguramente, los tres matadores y sus cuadrillas, pues no es aconsejable plantar la taleguilla al testuz de un cuatreño con la lengua pastosa, los ojos vidriados, los ijares de algodón y los riñones de blandiblú.
Las diez y media. Parece que escampa. Quien no se consuela...
Rebusco entre las migajas del desayuno. No hay diamantes. ¿Los habrá en la plaza?
Manzanares, una temporada que es todo un collar de diamantes
Allá que me voy... Si Tomás los arranca a su traje de luces y nos los entrega, los contaré y, aquí mismo, bebiendo champán, lo contaré.
Y si no, a palo seco, también.
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