martes, 6 de julio de 2010

Que siga la Fiesta en Cataluña

El reencuentro de la Monumental con Ponce podría ser la última corrida antes de que CiU gire la llave y prohíba los toros


Enrique Ponce, ayer, en la Monumental de Barcelona.

ROSARIO PÉREZ / BARCELONA


Sobredosis estatutaria y resaca del triunfo español en Barcelona. Si el sábado Villa volvió a ser la séptima maravilla, el toreo se convirtió ayer en la joya de la corona en Cataluña. Si todo sigue su curso y la votación no se retrasa, podría ser la última corrida antes de que CiU gire la llave y prohíba los toros. Mientras los nacionalistas buscan pretextos para plantear un desafío a la españolidad de Cataluña, tres gatos animalistas maullaban contra las corridas. Frente a esos berridos, los ciudadanos ejercían su libertad de ir a la plaza.
La pasión se desbordó desde el paseíllo. Era el reencuentro con la Monumental de Enrique Ponce, que se llevó una lujosa ovación con eco hasta en Perpignan. Como otrora, hasta tierras francesas buscan algunos políticos de medio pelo que suba la afición. Claro que a veces no se discierne si el enemigo está dentro o fuera...
Puerta grande cerrada
El arranque de la tarde trajo aires de grandeza. Ponce, autor de triunfales faenas con material de todos los géneros, deleitó a los tendidos con una obra magnífica, gracias a las estupendas condiciones del toro de Capea, el mejor de un conjunto flojo y justo de todo. Condujo la embestida con parsimonia y hubo conjunción entre toro y torero. Por el nobilísimo pitón derecho movió la tela cadencioso y sin apreturas. Subió enteros en los cambios de mano al ralentí. A izquierdas llegó el toreo de frente y a pies juntos. Molinetes jaleados. Y de colofón, esas poncinas que tanto entusiasman al personal. Todo estaba a punto para el premio gordo, la puerta grande, pero el acero se la cerró. Muy diferente resultó el cuarto, con el que la gente se preguntaba si la empresa habría comprado el ganado en los chinos. A Ponce ni le importó, porque lo intentó de todas las formas posibles en una faena que alargó en exceso. Se anotó otro aviso y tampoco anduvo fino con la espada. Salió a saludar a un público que se volcó con el maestro de principio a fin en su veinte temporada de alternativa.
Serafín Marín había entrado por la vía de la sustitución, ocupando el puesto de Perera. No quiso abusar del uso de la barretina y se caló la montera. Muy dispuesto anduvo el matador de Montcada i Reixac. No se amedrentó ante las miradas del enemigo y, como un soldado que batalla por su bandera —que no es otra que la catalanidad y la universalidad de la Fiesta—, se entregó en su labor. Lo mismo hizo con el quinto, en una faena que mi compañero de localidad, otro valiente catalán que «debutaba» en los ruedos, comparó con un combate de boxeo y definió a la perfección: «Ha sido un toma y daca; si el rival no atacaba, atacaba él. Se ha implicado en la lucha». Media en buen sitio y recompensa de una oreja, que era el triunfo de la Fiesta en Cataluña.
La casta de Paquirri
El tercero fue devuelto. Salió un sobrero de Yerbabuena, más inválido todavía, pero el usía lo mantuvo en el ruedo. Misión imposible plasmar faena. «¡Mata ese toro!», le gritaron. Y lo pulverizó de un espadazo. Un cañón fue de nuevo con el sexto, lo que le valió una oreja, que paseó con la bandera de España. Antes destacó con el capote y se llevó un susto con la muleta al recibir un arreón y perder pie. El nieto de Ordóñez no se achicó, sacó la casta de Paquirri y trató de agradar al tendido, que disfrutó con su actuación. Que siga la Fiesta...

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