martes, 7 de febrero de 2023

JUAN ORTEGA, PARA DIGMA DEL ESPACISMO por Fernando Fernández Román COLUMNA OBISPO Y ORO

 

Por San Blas y la Candelaria, Valdemorillo se viste de luces. Se diga lo que se quiera, este pueblo de la sierra de Madrid tiene la llave del candado de la temporada taurina. Es el que la abre, digamos, “oficialmente”, aunque no haya figura documental que lo certifique. El caso es que huele a toro por estas fechas en esta parte de la demarcación territorial madrileña que mira al oeste, y sus calles, plazas y barriadas, se llenan de gentes que vienen del Foro o de otras latitudes más o menos lejanas. A Valdemorillo hay que ir cuando febrerillo el loco se encuentra entre pañales porque en su plaza de toros, moderna y funcional, de un tiempo a esta parte se vienen celebrando corridas de alto standing, si me permiten la expresión. Es por ello que se puede plantear la eterna cuestión de si en los pueblos de mayor o menor empuje demográfico deben ir a torear las figuras del toreo o estas localidades de acendrado taurinismo han de ser obligatoriamente parada y fonda de toreros y ganaderías de segundo nivel, entendiendo por tales a los que precisan un escaparate de moderada –por no decir escasa—jerarquía donde exhibir sus cualidades y confirmar sus condiciones. Un banco de pruebas, vamos, antes de dar el salto a plazas de mayor enjundia, lo cual viene a significar que los gaches son lo que son y sus habitantes están condenados a la plebeyez taurina de por vida. Tema para el debate. Uno más.

En esas estábamos mi amigo y ganadero de bravo José Antonio San Román y servidor cuando se hace presente en el ruedo un torito de José Vázquez, herrado con el emblemático hierro del “9”, el más antiguo de nuestra cabaña brava, el viejo marbete de los Aleas de Colmenar. Lleva un pellizón de pelo ensortijado que le cubre morrillo, pescuezo y testuz. Lo que se dice un toro “bonito”, con hechuras de embestir; pero el toro bonito hace cosas feas, se para, remolonea y le hace la cobra a los caballos de picar. Por fin se le pica y a eso de las 17 horas y 17 minutos, como si le hubiera sonado un despertador, se lanza en pos de los toreros que pululan por el ruedo en el tercio banderillas. Lo que antes era sosería, falta de casta y de poder, tornóse de pronto en ardiente embestida, de toro encastado. La cosa duró un suspiro, el suficiente para que viéramos torear a la verónica reposadamente a Diego Urdiales y manejar la muleta con su soltura y apostura habituales. Y poco más. Esa fue la tónica del festejo por parte de los toros: un galimatías permanente, un voy a embestir, pero me pongo a recortar los viajes, un voy, pero me paro, un si es no es. Así fue el carácter exhibido por los toros del bueno de José Vázquez, una puñada de incertidumbres.

Claro que esa incertidumbre, ese tapar y destapar el cuentagotas de la bravura, posibilitó que, en los escasos momentos de ”lucidez” del ganado, pudieran los toreros lucir, a su vez, el indiscutible arte que atesoran. Urdiales, toreando reposadamente a la verónica y saliéndose para las afueras, aflamencado y solvente, en el comienzo de faena a ese primer toro de la corrida, incluso corriendo la mano con serenidad y solvencia, o templando después la destemplanza de los otros dos toros de su lote, dos toros complicados, faltos de de casta y sobrados de genio. No tuvo suerte Diego Urdiales ayer en Valdemorillo. Su segundo toro fue devuelto a los corrales por manifiesta invalidez y el sobrero –lidiado en quinto lugar, por correrse el turno– resultó ser un pájaro de cuentas que precisaba algo más que el avizor de los cinco sentidos, y más si hubiera. Algo parecido sucedió en el tercero –reseñado como quinto–, un toro de acometida engañosa, en permanente acecho para echarse el torero a los lomos. Resumiendo: Urdiales no dio ni un paso atrás, pero tampoco pudo alcanzar el triunfo que pretendía. Mató con relativa limpieza (al primero de un bajonazo) y se fue de la plaza entre silencios. No era lo previsto. No tuvo toros.

Si los tuvo, en cambio, Juan Ortega. El segundo fue el más bravo y encastado de la corrida de Vázquez. Otro toro guapo, que prometió de salida una embestida brava y encastada, incluso protagonizó, junto al picador Ignacio González, un soberbio tercio de varas. Empujó el toro metiendo los riñones y el piquero le respondió con dos puyazos en la cruz del morrillo. De lo mejor de la corrida. Después, el toro embistió de forma intermitente, mejor por el izquierdo, y aquí empezó la exhibición antes anunciada de unas acometidas desconcertantes, en medio de las cuales, Juan Ortega confirmó que es uno de los toreros que mejor torean del escalafón. Con capote y muleta. Dibujó lances de capa citando medio genuflexo, de inspirada factura, un quite entre verónica y delantal, metiendo la tripita y abriendo ligeramente el compás que fue una delicia, y tandas de naturales y derechazos de inspirado trazo e impecable línea. Este torero está para ir a verle. Quiero decir, que es de los que suma seguidores, adeptos por corrida. Y no hay tantos toreros así. Además practica la suerte de matar con absoluta entrega, aunque esta vez solo acertó a hundir el acero en el sexto, con un volapié a topacarnero que precisó refrendar con un golpe de verduguillo. Se llevó una ovación en el segundo, la oreja del cuarto y otra del sexto, que debieron ser dos.



La Plaza estaba prácticamente llena, pero se vació en un santiamén tras la salida en hombros de Ortega. Salimos de noche, con una molesta bajura de temperatura, pero mereció la pena el viaje, porque Juan Ortega volvió a deleitar al público con su forma de manejar las telas de torear. Es el paradigma de un concepto del toreo que me he permitido bautizar: el “despacismo”. Para torear así de bien y así de despacio hay que ser un fuera de serie. ¿Quién dice que Juan Ortega no torea este año en Madrid? Ayer toreó, sin ir más lejos, en su provincia. Qué más da. El arte no tiene lugar de residencia.

Publicado en República

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