jueves, 20 de octubre de 2022

FESTEJOS POPULARES Y SOBERANÍA por Luis Pérez Oramas

 

No soy español, y escribo estas líneas –algunos sabrán porqué- en defensa de los festejos populares españoles en los que se juega al toro, convencido de dos evidencias: son una forma de expresión legítima del pueblo y deberían estar protegidos como tal; conllevan profundas razones políticas que se hunden en el orígen histórico y antropológico de la idea misma de soberanía. 

Soy americano, doblemente: nacido en Venezuela y por gracia de los derechos del migrante, también ciudadano de los Estados Unidos de América. No escribo desde la defensa de ningún nacionalismo, de ningún tradicionalismo. Quiero proponer un argumento racional, prudente, en defensa de los festejos populares contra la deriva cancelatoria, falsamente civilizatoria y en todo autoritaria que pretende, basándose en eventuales escenas de exceso y crueldad gregaria durante algunos festejos populares, difundidas con morbo por las redes sociales, proponer la criminalización y prohibición absoluta de estos últimos, sin matices ni ponderaciones.

Vaya por delante la libertad de opinión, que en el país donde vivo es sacrosanta hasta el extremo -Free Speech, la llaman- y yo su militante, en cuanto protege con el imperio de la ley, como debe ser, desde el mejor y más crítico periodismo de investigación hasta la peor de las pornografías. Y que debería, sin mayores vueltas bizantinas, también proteger en España las tauromaquias, populares y cultas, en cuanto estas son formas legales de expresión, es decir de discurso.

Pero no basta, por lo visto. Muchos niegan, basándose en argumentos puramente sentimentales, que haya en estas manifestaciones forma alguna de expresión, y lo hacen contra todo sentido común y sobre todo contra la más absoluta evidencia antropológica. Llegan entonces al extremo brutal de felicitarse en público por la muerte de quienes participan en ellas, celebran la muerte del torero a favor de la vida animal, como si fuese una justa penitencia, y para colmo de buenismo y falsa conciencia se llaman a sí mismos civilizados, adalides contra la ‘España Negra’ –esa enfermedad demalienación que padece, hace tres siglos, alguna parte de la élite cultural española en su empeño por hacerse sueca.


¿Considerarán también bueno que alguna vez se achicharre un corredor de fórmula 1? ¿Que se desbarranque hasta la muerte un alpinista? ¿Que se ahogue un submarinista? ¿Que entre cuaresma y cuaresma se desplome knocked-out muerto un boxeador? ¿Que los acróbatas se estrellen en letal fracaso contra el piso?

Más allá de la abyecta distancia con la cual alguien puede defender la causa de sus mascotas manifestando total indiferencia ante la pérdida de la vida humana, va latiendo por allí una falacia, engañosa y sofista: pudieran haberse preguntado qué busca aquel quien se arriesga a perder la vida, en lugar de poner el asunto en los rastreros términos del competitismo contemporáneo: porque un torero no está allí en competencia con un animal, ni torea para ganarse una pelea.

 La ceremonia, el ritual, la fiesta del

toro –culta y popular- tiene un sentido, y es aún fuente de emoción significante para cientos de miles de personas.

Ciertamente: "No hay valor, dignidad ni belleza en la matanza de un animalillo al que se acuchilla, se apalea, se arrastra, se despeña por un barranco ante el jolgorio...", como lo ha escrito Arturo Pérez Reverte recientemente. La pregunta es: ¿responden a esa descripción sesgada todos los festejos populares taurinos de España y el mundo hispánico? Y con ello, ¿se justifica proponer, inquisitorialmente, que la autoridad -léase, el detentor legal de la violencia en un estado de derecho- los cancele a riesgo de castigo y cárcel, los criminalice, los prohíba enteramente?

Tengo para mí que el ejercicio del poder sólo puede ser legítimo si es responsable. Ello incluye a las instituciones del Estado, al experto que habla hasta por los codos, y por supuesto al 'escritor público': no se puede legislar u opinar con rabia maximalista sólo basándose en 30 segundos de vídeo que hemos visto en Twitter, donde se muestra una escena deplorable de barbarie popular en algún festejo. Ni hay que dejarse emocionar por el abuso imaginario que los "medios sociales'' explotan con sensacionalismo, la cloaca del Twitter, o el morbo del móvil.

 Estas escenas -que los ‘comunicadores’ se precian en privilegiar- son minoritarias. Hay que preguntarse, en cambio ¿por qué existen estos festejos populares? Y sobre todo encontrar en la certeza antropológica que les dá razón de ser la necesidad pública de preservarlos y, especialmente, de regularlos civilmente.

La tauromaquia es un asunto complejo, importante, consecuente. Y su existencia se enraiza en convicciones y usos ancestrales, evidentes sobre todo en la inmensa, vasta tauromaquia popular que se practica en España, en Francia, en Portugal y en toda América, incluída la América de mis dos naciones, Estados Unidos y Venezuela. La corrida es la voz lírica de la tauromaquia que encuentra en las prácticas populares y rurales taurinas su prosa inagotable, cruda, a veces grosera, rústica o baja. 

El combate, el dominio o el juego del toro es la manifestación americana e ibérica, mediterránea, de una posesión colectiva de soberanía. Lo es así desde los poemas épicos fundacionales de muchas naciones americanas –del Tucapel como un toro feroz de la Araucana y del Inca Garcilaso o los toros novohispanos al Martín Fierro, sin olvidar las gestas de los lanceros del llano, la épica del Centauro Páez, el Florentino Fausto de Arvelo Larriva cantado en innumerables corridos populares venezolanos- hasta los relatos de dominio o reivindicación territorial en inmensos lugares como la pampa gaúcha y las vaquejadas del nordeste brasileros, la dehesa lusitana, la marisma camarguesa y hasta la épica del Far West norteamericano.

No hablo de soberanías políticas nacionales. Por soberanía entiendo, en la estela de Georges Bataille, el milagro de alcanzar la autarcia, la autonomía ontológica que nos permite ser dueños de la decisión comunitaria; y también cultivadores, responsables, de la tierra: dueños de nuestra vida y de su proyección en el tiempo –la historia- y en los otros –la comunidad, la civis. La soberanía que se esconde tras la sombra del toro es, pues, a la vez de orden histórico y de orden antropológico. Históricamente, hacerse el pueblo con el privilegio de combatir al animal primal que en la mitología Hércules inaugura en Hispania: hacerse hércules colectivo, hércules demos, cuya máxima forma simbólica es la corrida española, primera escena moderna de sanción popular y democrática más allá de armadas, iglesias o noblezas.

Aún más consecuente, en el orden antropológico y ecológico, domesticar las bestias para laborar los alimentos de la tierra, hacer de la naturaleza paisaje, fundar las ciudades, entonar sus cantos épicos y líricos. De allí la inmensa importancia simbólica de encierros y festejos populares: significa traer lo que queda de lo que estaba antes de que existiese el animal domesticado, el fondo primal del animal bravo, al seno de lo que sólo pudo estar después de esa gesta interminable de domesticación y agricultura, es decir al corazón de la ciudad, del poblado, de la multitud, de la civis, de la civilización que celebramos entonces como una fiesta, nada menos.

El pueblo español -americano, hispánico, ibérico, mediterráneo- alcanzó la forma simbólica de su ser soberano, entre otras cosas, a través de estos juegos y ceremonias taurinas, de allí su continuidad y su celebración. Y aún cuando la corrida es la manifestación más sofisticada de este fenómeno, todos los festejos colectivos que incluyen aquel animal primal, el urus o aurochs bravo –que nada tiene que ver con las mascotas- son la expresión colectiva, la realización ritual de esa posesión soberana. Demos -que es el acto y la forma del pueblo como decisión comunitaria- nace, siempre, en el mundo ibérico, ante un toro. Por ello es tan importante que los poderes públicos se hagan conscientes de esta arqueología que les proyecta sombra y luz, los insufla desde el otrora; con lo cual es un exabrupto proponer la prohibición de los festejos populares taurinos -un acto suicida de las razones profundas de la decisión civil, en la que nos mantenemos en ser quienes somos como sujeto colectivo.

Bueno sería, por una vez, abandonar los resabios decimonónicos que se agotan en aquella cárcel binaria, mezquina, suprematista, entre civilización y barbarie. Yo veía la pompa exuberante con la que los británicos han despedido a su monarca. Y cada vez que asisto a una corrida de toros me pregunto por qué no somos más conscientes, en el mundo hispánico, sobre el enorme valor simbólico de ese acto ceremonial. No es la España Negra la que yace detrás de la tauromaquia -académica o popular-: es la excepcionalidad prodigiosa de la cultura hispánica que ha sabido mantener -en impulsión colectiva- la resurgencia incesante de lo anterior, el desafío del animal primal para hacernos a su alrededor, con su muerte o con su juego, pueblo: es decir, soberanos del mundo.

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