Trepó otra vez la obra, que parecía haber encontrado una coda al alza. Pero no. Quiso seguir el torero, no tanto el toro y, a la postre, la oreja que debió ser se evaporó después de un pinchazo. Saludó simplemente una ovación y al arrastre tocaron las palmas. Esa oportunidad de triunfo no se reprodujo con un cuarto muy desgarbado, un tanto destartalado, uno de los cuatro cinqueños de la corrida. Pobre nota aportó, sin descolgar, ni fluir la bravura, ni por supuesto la clase. Miguel Ángel Perera encalló en un sopor muy espeso.
Otro con los cinco años cumplidos, ampliamente también, fue el castaño segundo, tocado arriba de pitones, sienes estrechas, no poca alzada, generoso cuello. En lo dispar de la seria corrida de Garcigrande, aportaba finura. Se movió con un chispazo rebrincado, un tornillazo incómodo, en el final de viaje, a veces antes. Ginés Marín lo pasó muchas veces con el don de la facilidad, costando estar delante. Esa frialdad que camufla el esfuerzo, que hace esperar el paso adelante, el ataque pese a las aristas. No fue menor el tiempo de la faena, que a veces despejaba la ligereza. Tras un espadazo perpendicular, un descabello, una pañolada no atendida y una merecida vuelta. Quejoso quedó el público con el palco.
Pero el Ginés verdaderamente importante, el exigido, el esperado, apareció con el imponente quinto. Que portaba una badana como quilla de buque, una hondura abismal y oscura en su negritud que, sin embargo, se sostenía sobre unas manos cortas, unas líneas armónicas en su gigantismo de 638 kilos. Marín dio el paso, se comprometió, tiró del toro y profundizó en él. GM pisando terrenos de lava dibujaba muletazos de trazo impensable, cuajaba series de quilates, con asiento y lentitud. Tremendo el tipo, su modo de apostar, su manera de torear, esculpiendo curvaturas con ese volumen colosal. Extrajo el fondo noble del toro como si lo educara: "por este camino ha de ser, a esta velocidad". La estocada de quien ahora mismo puede ser el más clásico y seguro estoqueador del escalafón entregó en sus manos el trofeo de lo auténtico. Así sí, Lucas Pérez.
Ángel Téllez debutaba en Bilbao y estrenaba apoderado (Simón Casas). Ni una cosa ni la otra le trajo suerte. Ni luz. Un toro muy manso, huido y rajado, que volvió grupas y se volvía al revés, le negó la mayor. El melocotón último, hasta que se aburrió, sí le dio opciones. Pero Téllez, tanto en uno como en otro, perfiló estrategias de faena erráticas, sin rumbo, erróneas en definitiva. De abrir mucho y constantemente las puertas del campo a los toros. Hubo algunos reflejos de Madrid en su izquierda. Como un cambio de mano extraordinario. Nada más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario