La palabra cultura legitima cualquier cosa que se haga en su nombre. Por eso los antitaurinos dicen que la tauromaquia no es cultura y los aficionados afirman que sí lo es.
Los primeros arguyen que nunca puede serlo un acto de tortura. Y los aficionados no responden frontalmente a esa acusación y se acogen a un aval precario, la tradición, olvidando que hay tradiciones buenas y malas.
Los sacrificios humanos de los aztecas prehispánicos eran tan tradicionales como reprobables. Y hoy, la ablación practicada en algunos países es tradicional y deleznable. Que los españoles, los portugueses, los franceses del sur hayamos jugado al toro desde tiempos inmemoriales y algunos países latinoamericanos desde hace cinco siglos no es justificación suficiente. Lo que garantiza la permanencia de la tauromaquia es que se trata de un hecho cultural vigente a lo largo de los siglos porque lo sostienen una ética y una estética lúdicas y arcanas, inherentes a la variada relación humana con la naturaleza desde la aparición del hombre en la tierra.
Que hoy la criminalice la minoritaria secta animalista, obedecida por el masivo mimetismo urbanita, es harina de otro costal. Pero hay que aclarar las cosas de una vez por todas y explicar por qué la tauromaquia es obra de la cultura.
Las claves culturales de la corrida de toros son tres: la etológica, la mítica y la escénica, tres disciplinas que la legitiman como hecho cultural.
Las tres se superponen durante la lidia. Y de las tres, tanto los toreros que las protagonizan como el público que las juzga hacen una lectura simultánea a lo largo de los tres tercios en que se divide este arte escénico interpretado por el hombre y el toro.
La clave etológica
La etología es la disciplina que estudia el comportamiento animal, y la lidia, un metodo que la aplica en tres fases sucesivas: la suerte de varas, la de banderillas y la de muleta y muerte. Tres tercios que muestran varios “estados” del toro durante su combate y que ya se hacen patentes al principio de la lidia, en el tercio de varas.
El primero, llamado “toro levantado”, designa su estado cuando sale al ruedo, y pleno de furia, preso de estrés, galopa con la embestida todavía no hecha al toreo. Inmediatamente, al ser embarcadas sus acometidas en el capote, da paso al segundo estado, el de “toro parado”, o sea cuando lo para el lidiador, al recibirlo de capa, lo inicia a la embestida y lo cuadra ante el caballo del picador. Es éste quien con la puya estimula y comprueba su grado de bravura al herirlo en la piel mientras pelea contra el peto haciendo un enorme esfuerzo que lo conduce a su tercer estado: el de “toro atemperado”.
Y atemperado llega al segundo tercio. En banderillas se recupera del gran gasto energético que ha hecho en varas al acudir galopando para reunirse con el rehiletero. Lo hace con la cara alta, lo que estimula su respiración, oxigena su sangre y repone su fuerza muscular mientras los arpones reavivan su combatividad. Y al llegar a la muleta el toro está listo para embestir y exponer sus definitivas prestaciones de bravura. Tras la faena accede al verdadero estado de “toro parado” cuando, como dicen los aficionados, “pide la muerte”, es decir en el momento justo en que ha entregado todas sus embestidas. Estos tres “estados” del toro durante la lidia conviene detallarlos un poco más.
En el tercio de varas, el toro revela, a través de su pelea con el caballo, los comportamientos más recónditos e individuales de su carácter de bravo. Si es pronto o tardo al cite (matices de bravura); si lo hace desinhibido y fijo (clase y casta) o arrebatado y violento (posibles genio y bravuconería); si empuja con sus tercios delantero y trasero al peto, hundiendo su cara bajo el estribo (bravura), o si duda y bascula del pecho del caballo a la grupa (falta de fijeza en la embestida, posible mansurronería); si se emplea a fondo con la cara humillada (bravura más poderío); si se encela con codicia (bravura extrema) o si vuelve grupas y huye (mansedumbre extrema). Además de estos comportamientos elementales, que indican cómo se prestará al toreo en los tercios siguientes, sus variables conductuales son otras muchas, tan distintas como distintos son los toros que salen al ruedo, y casi todas se revelan en la suerte de varas.
En este punto procede hacerse la pregunta madre de todas las preguntas. ¿Por qué el toro vuelve por segunda vez al caballo ante el que se le cuadra, después de haber recibido la primera herida de la puya? Para el aficionado la respuesta es evidente: “porque el toro bravo no se duele al castigo”, es más, se crece. Pero su certera respuesta, por intuitiva, carece de carácter probatorio. Hoy, la ciencia sí nos da pruebas inapelables: el toro de lidia posee un mecanismo neurohormonal en el que sus betaendorfinas, con inmensa eficacia anestésica –doscientas veces superior a la morfina- bloquean casi inmediatamente su dolor allí donde se produce; sus potentes cargas de cortisol y dopamina estimulan su agresividad; y su medida cota de serotonina lo centra en el combate. No voy a extenderme en estas revelaciones de la ciencia descubiertas por los investigadores Fernando Gil Cabrera y Julio Fernández Sanz.
Si la biología demuestra que hay una química orgánica de los comportamientos en la instintiva conducta animal, también matiza que el mecanismo neuronal del toro bravo es tan variable como individuos existen. Y por eso no hay un toro igual a otro. Al torero que lleva la lidia, o al aficionado que la presencia, les apasiona descubrir la bravura diferente de cada toro. El torero para torearla y el aficionado para ver torear. En la suerte de varas, el toro presenta sus credenciales de bravo y así empieza la lectura etológica que el espectador hace de su comportamiento.
En banderillas –repito lo que apunté al principio-, el arpón del rehilete reactiva el mismo estímulo neurohormonal que la puya. Y por dicho estímulo, y por la carrera revitalizadora que impone esta suerte, los toreros llaman a las banderillas las “avivadoras”. Aunque desde un punto de vista más personal las denominan las “frías” porque dan servicio a un tercio de comprobación que mide la franquía y calidad de su recta carrera o sus mañas defensivas (esperar, desparramar la vista, recortar por uno u otro pitón, tapar la salida, etc.) y, sobre todo, porque el torero siente frio cuando cambia el engaño por dos rehiletes. Desnudo de avíos protectores, un bípedo humano se enfrenta a un animal cuadrúpedo. Pero la simetría es perfecta, dos banderillas frente a dos pitones. La prueba, intensa, contrasta la habilidad del bípedo inteligente frente la embestida desencadenada del cuadrúpedo poderoso. Y la función lidiadora del capote comprueba y mejora el estado atemperado del toro.
Comprobada la embestida en la reunión de los pares y en la brega del segundo tercio, cuando llega el último acto de la corrida, el de la total soledad del torero y el toro, éste ha bloqueado definitivamente su dolor, el inferido en la piel por la puya y también el más pasajero picor de los arpones. Concentra entonces sus embestidas en un solo objetivo, el torero que tiene delante. En la faena de muleta, el toro revela definitivamente quién es, cómo es, y, cuando termina de embestir, ha dejado al descubierto toda su identidad de bravo, ha dicho cuanto tenía que decir de sí mismo y ataca para matar en su última embestida. Muere convertido en el héroe animal por el héroe humano que lo vence.
Esta es, en síntesis, la lectura etológica que los lidiadores hacen del comportamiento del toro. Y también los espectadores, con mayor o menor acierto, según su afición. Sin ella, por muy lucidas que sean las suertes, adolecerán de una cierta gratuidad. Y al contrario, cuando se ha comprendido al toro, emergen repletas de sentido y añaden un significado más hondo a la belleza formal del toreo. Como dicen los aficionados, torear no es dar (amontonar) pases sin saber por qué, sino extraer del toro los que exactamente demanda.
La clave mítica
En efecto, la corrida de toros tiene dos héroes. Uno es el torero, el hombre que se juega la vida, el otro es el toro, al que descubre mientras lo torea. De su combate trata la segunda y dramática lectura de la lidia, que se superpone a la etológica y subyace a la tercera y definitiva clave, la escénica o artística. A los toros se va por una sola razón: para ver torear. Pero abordemos antes la clave mítica de la corrida de toros.
La lidia restaura, sin que lo sepa el público ni sus actores, el primer combate del hombre con la bestia indomeñable. Lo primero que hicieron los seres humanos, omnívoros por naturaleza y cultura, fue cazar para subsistir. Y su líder fue el mejor cazador. Pero el combate con el toro era algo más que un acto de caza. Siempre fue un pleito entre dos seres con capacidad de discurso, uno el animal agresivo y otro el matador creativo; dos depredarores sin finalidad depredadora, ni el toro se come a su presa, ni al hombre le basta con cazarlo. La lidia, más que un acto de caza cuenta la historia de una prueba suprema para el lidiador, así como las mitologías de los orígenes consignan un combate primordial del fundador de un pueblo, o de un reino, mediante su lucha frente a una bestia de rango superior, bien el legendario dragón o bien el toro real, éste con una identidad más compleja. Es un feroz animal y también un donador generoso e indispensable para la comunidad humana: piel para el vestido, carne y leche para la nutrición, fuerza para el trabajo agrario.
Pero el bovino ancestral se dividió en dos, el domesticado y el que conservó su agresividad y, a veces, su independencia territorial. Por eso, vencer al toro indómito y benefactor fue un acto preceptivo para gobernar el mundo. El toro, desde el principio, era algo más que un animal, su transgresora libertad sexual, los misteriosos móviles de su agresividad, su colosal productividad, la complejidad social del su horda, lo convirtieron en un paradigma que lo sacralizó desde Oriente hasta la península Ibérica. Moisés bajó del monte Sinaí con las tablas de la ley ornado con cuernos de fuego. Mitra sube al cielo después de sacrificar al toro. Gilgamés, el mítico rey-toro de Sumeria, venció al toro celestial que le envió la vengativa diosa Isthar. Los celtíberos celebraban la corrida nupcial, preceptiva para crear una familia. Cadmo fundó la milenaria ciudad de Tebas donde le indicó una vaca madre, experta como todos los bovinos en territorios feraces, y después mató al dragón, símbolo de la violencia. Y Teseo liberó a los griegos del yugo minoico cuando venció al minotauro. Más compleja, extensa y laboriosa que el simple acto predatorio, la lidia permite al hombre expresar el poder de su arte misterioso y al toro el misterio de su bravura. De ahí que su precedente, el combate fundacional del hombre con el toro, fuera el origen ritual de muchas civilizaciones.
Pues bien, sabiéndolo o no, la lidia restaura aquel combate primordial. No lo representa ni lo rememora. Es el mismo acto, con todos sus grados de realidad. Y cuenta la misma trama, la lucha y victoria del joven héroe sobre la bestia magnífica que lo mide y jerarquiza. Es la parábola que expresa la victoria de la razón sobre el instinto, del arte sobre la violencia. Pero si la trama de la lidia, que siempre tiene el mismo argumento, es inamovible, siempre los tres tercios, siempre las mismas suertes, su historia siempre es distinta, la que propone un toro distinto a un torero que debe responder con distintas artes a todas sus preguntas. La corrida de toros demuestra la infinita variedad de lo idéntico. Todas las corridas son iguales y todas son diferentes.
Por qué el pueblo español, entre los siglos XVIII y XIX, inventa la lidia, un arte escénico cuya estructura dramática se emparenta con la tragedia clásica, es un misterio antropológico no desentrañado. En efecto, hay un cierto paralelismo entre el público de la corrida y el coro de la antigua tragedia. Ambas ceremonias se enfrentan a una misma y archisabida tarea, la brega del hombre con el destino. En la tragedia, el hado inexorable; en la lidia, el toro que lo encarna. El coro griego sabía de antemano el argumento de la trama que iba a presenciar, un viejo mito por todos los atenienses conocido. Su interés se cifraba en la versión diferente con que cada autor lo interpretaba. Del mismo modo, el público de las corridas conoce la tauromaquia de antemano, sus tercios, sus suertes. Y sabe que la corrida se basa en la diferente interpretación que cada torero hace de la misma historia. Dicho conocimiento, tanto el de los antiguos griegos como el de los aficionados al toreo, los convierte en participantes y árbitros de la acción y, en el caso de la lidia, en sus jueces inapelables. Por eso no son un público pasivo sino un coro activo, partícipe de la trama. No resulta casual que al público del teatro y al de los toros se les otorgue el título de “respetable”.
Pero el coro taurino tiene una seña diferencial. Participa de algo no representado, sino que realmente pasa. Y lo que pasa es definitivo, una situación límite sin resquicio para la huída, sucedida en un círculo cerrado del que el torero no puede salir hasta vencer al toro, o herido, o con deshonor, al igual que el héroe trágico no puede evadirse de su destino. En la corrida, el pathos dramático de dicha situación transforma las identidades del toro, del torero y del público. El toro pierde su identidad natural sustituida por otra imaginaria, la que su bravura nos comunica. De ahí que el aficionado lo adjetive con calificativos humanos, noble, resabiado, malo, bueno, barrabás, incluso como una hermanita de la caridad, todos ellos ajenos a su identidad natural, pues los animales no son buenos ni malos, sino instintivos. Sí, en la plaza el toro ya no es lo que era en el campo, sino el ser imaginario creado por las sensaciones que nos transmite, por la nueva identidad que su bravura le otorga en el ruedo.
El antropomorfismo a que lo sometemos lo jerarquiza hasta tal grado que, como el humano, tiene nombre propio, en su caso heredado por línea matrilineal; tiene familia, la reata; y tiene tribu, la ganadería a la que pertenece. Y hasta los toros más importantes, por su bravura o por su letalidad, pasan a la historia del toreo como los grandes hombres pasan a la historia de la humanidad. No es caprichoso el rango otorgado al toro bravo, una excepción en el mundo animal, compuesto por “desindividuos” sin nombre, salvo el caballo que da al hombre el grado de caballero, o el perro, por ser su amigo. El derecho del toro a nombre propio facilita su control genético, pero se lo confiere su coprotagonismo en la lidia, su cualidad de medidor de hombres. Y su transfiguración se debe a la determinante y abismal relación que mantiene con el torero. Durante los tres actos de la lidia es el destino en forma de toro, el calibre que evalúa su valor, su destreza, su inspiración, mientras le promete la muerte. La transformación imaginaria del toro es un prodigio escénico, pero como la de cualquier actor teatral: un ser abducido por el personaje imaginario que representa. El suyo interpreta, repito, el destino enfurecido al que el torero debe entender para crear un insólito poema, el único que se atreve a demostrar cómo el hombre puede vencer a la muerte.
La mutación del animal en un ser superior, real e imaginario, no es una versión más o menos acertada de lo que el toro es en el ruedo, sino la transcripción fiel de una metamorfósis tan poderosa que invade el espacio entero de la plaza, lo transforma en el universo alucinado del toreo, transfigura al diestro en héroe y al público en un coro circular y omnipotente. Al torero y al coro los atemoriza su peligro, los aplana su sosería, los enardece su bravura, condiciona sus estados de ánimo. El toro es una fascinante muerte viva, de bella estampa, despojado de su identidad animal y convertido en el reto supremo del hombre que torea y de cuantos con él se identifican: la plaza entera. Pero la magia humana del toreo lo asciende aún más, a partenaire y rival del torero, en un cómplice ambíguo de su arte, pues le embiste porque lo quiere matar. Bajo la aparente armonía del toreo, cuando torero y toro se acoplan, subyace una lucha a muerte que nos permite descubrir quién es el hombre y cómo es el toro, la maestría de uno y la bravura del otro, el arte y la furia. El toro en el ruedo es, más que un animal, el juez inapelable del torero. Y el arte de torear. un logro estético en teoría inaccesible, el acople armónico y paradójico de dos contrarios que luchan sin cuartel. Por eso, matarlo, el acople supremo, celebra el triunfo de la vida sobre la muerte, del arte sobre la violencia, de la voluntad humana por sobrevivir a su destino, que es morir. Eso sí, la lidia no miente, nos hace vivir un triunfo humano provisional pero suficiente, el preciso para que la narrativa trágica de la corrida mute en fiesta cada vez que el arte del toreo reina sobre la muerte prometida por le toro. Aunque, repito, las heroicas victorias del toreo son breves, momentáneas catarsis, incluso tras la liberadora suerte de matar, porque después de un toro sale otro. La fiesta de toros no engaña, no es un arte evasivo.
Indaguemos ahora un poco más cómo actúa el poder psíquico del toro en el público de la corrida, pues su influjo sobre los espectadores legitima y avala el desarrollo ético de la lidia. La corrida es un juego sabio que acomete una audaz permuta escénica: intercambia los roles del torero y el toro. El torero, en principio el victimario, asume el papel del la víctima, y el toro, en principio la víctima, adopta el papel del victimario. El toro, desde que sale al ruedo, es un constante y activo agresor del torero. Y éste se convierte en el exclusivo receptor de su violencia. Para torear es preceptivo que el torero asuma la embestida del toro, deje que su violencia letal se aproxime a su cuerpo hasta el límite exacto, obligatorio para que actúe el tauromaquia salvadora. Sin aceptar la invasión de la embestida, sin admitir el torero que el toro penetre en su terreno, no hay toreo, el cual se basa en el cumplimiento de una omnipresente ecuación, “toro agresivo = hombre en peligro”, una situación límite que se manifiesta durante toda la lidia de manera muy equilibrada. A medida que el toro se atempera, el toreo se hace más ceñido, más comprometido, más peligroso, siendo la última suerte, la suprema, la de matar al toro, la que más carga letal entraña para el torero. Y de esta equilibrada ecuación, de esta ininterrumpida situación, la del “toro agresivo = hombre en peligro”, emerge una ley natural que opera en la psique humana de manera inquebrantable. La podríamos llamar “ley de solidaridad de la especie”, por la infalible identificación colectiva de los hombres con su semejante en peligro. Siempre se cumple cuando un ser humano se enfrenta, por ejemplo, a un tigre, a un león –por cierto, dos animales siempre vencidos por el toro- y, por supuesto, cuando se enfrenta a un toro. Sería muy anómalo que en dicho trance los humanos se identificaran con el tigre, el león o el toro, y no con el hombre. Por eso, la lidia exige que nunca, en niguna de sus fases, el torero se parapete contra el peligro, norma que éste cumple siempre, con donaitre o sin gracia, con valor o con prevención, pero siempre, de modo que cuanta suerte se hace con el toro le da todas sus opciones de vencer. Hay una parcial excepción en la suerte de varas, para proteger con el peto al caballo, que en la lidia es la naturaleza domada, colaboradora, frente a la naturaleza indómita, agresora, del toro. Pero esta quiebra dramática de la lidia se compensa por su interés etológico, pues la pelea del bravo frente al peto suministra muchos datos al torero que debe torearlo, y al ganadero para el control genético de su vacada. La bravura y el toreo evolucionaron de manera exponencial a partir de la imposición del peto.
La tesitura ética de la lidia es incuestionable y la exime de toda acusación de tortura. Más aún, la lidia plantea un esquema inverso al de la tortura, que exige la total indefensión de la víctima y autoriza al victimario el ejercicio impune de su violencia. Por el contrario la tauromaquia demuestra que su escenificación no segrega turbios sentimientos de crueldad y sadismo, por cuanto el toro es el actor central de la violencia, el emisor de peligro, y el torero, su receptor. La fuerza de la agresividad del toro impide al público una duplicidad simultanea de conmociones contradictorias: la psique humana no puede sentir miedo y crueldad al mismo tiempo. Asume al toro como lo que es, nuestro admirado y peligroso contrario; y al torero como el hombre que debe encararlo y torearlo según la ley taurina, “con la verdad puesta en el engaño”, paradójica y certísima sentencia de Ángel Peralta. De modo que el espectador de la corrida, y, por supuesto, el torero, sí pueden simultanear un doble sentir, respetuoso y temeroso, hacia el toro, aunque nunca por piedad, siempre por admiración. Pero esta duplicidad deriva de un proceso racional. Sucede cuando la bravura del toro descubre los valores o carencias del torero, así como la maestría de éste permite evaluar al toro para bien y para mal. En el ruedo son dos héroes respetados o criticados, dos miedos valientes enfrentados que, cuando se acoplan y se entienden, subliman la percepción del arte.
El cuadro psíquico y ético de la corrida, desconocido pero cuestionado por quienes jamás pisaron una plaza, y vivido con naturalidad por los aficionados, explica y garantiza la perenne escenificación de aquel primer combate del hombre con su primer reto, vencer a la naturaleza agresiva en forma de toro. Su vigencia demuestra, mal que pese a los profanos, la plural relación del hombre con la muy variable condición animal. No es la misma con el animal domestico para el insumo, o con el perro amigo o con el enigmático gato o con el caballo que se funde con su jinete, que la imposible de mantener con la fiera o con el insecto. La de los pueblos que, por no haber roto su conexión con la naturaleza, han conservado el toro bravo, heredero del uro ancestral, es muy singular: de reto y respeto. Así, la lidia impone el toreo, una poética visual de origen mítico y un método etológico de carácter científico que combinados preservan la innata agresividad del toro ibérico transformada en bravura y convierten los antiguos juegos taurinos en un nuevo arte escénico: la lidia.
Por supuesto, la narración mítica que subyace a la corrida no es el reclamo que nos hace ir a la plaza. Del mismo modo que el hombre religioso no necesita ser teologo para practicar su fe, el aficionado no va a los toros a cumplir con el ritual conmemorativo de un combate ancestral, aunque es posible que las fiestas de toros inicialmente lo fueran. Ni siquiera admite que la lidia sea un combate, pues entre dos seres desiguales carece de sentido. Va lisa y llanamente a ver torear, un arte escénico apasionante, el único que exige preceptivamente al artista comprometer su vida con su obra.
Los sinceros practicantes de un mito suelen desconocer, corrijo, desconocen la explicación antropológica del mito que practican. Lo que no les impide un conocimiento más profundo: sentirlo y comprenderlo como posiblemente no lo entienda su investigador. De ahí la fuerza de la fiesta brava, indestructible a pesar del ataque que sobre ella se cierne y de la precariedad argumental de sus partidarios.
La clave escénica
La tauromaquia, un arte cuyo universo es el abismo, la vida en estado de alerta creativa bajo la constante amenaza del toro, una genial invención escénica, cuya singularidad estriba en que plantea una tragedia festiva, o si se prefiere, una tragedia a la inversa. Porque el torero, al revés que el héroe trágico, preso del hado omnipotente que lo conducirá a la destrucción, está en el ruedo para vencer al destino: el toro que lo amenaza de muerte y lo somete a prueba. Por eso, el público mantiene con el lidiador una adhesión condicional, se solidariza siempre con su situación de hombre ante el peligro, con su toreo solo cuando es bello y a la par se convierte en su juez, pues evalúa su manera de llevarlo a cabo. Lo hace con rigurosa equidad, sin apriorismos que bastardeen su juicio: su único baremo es el toro. Porque cuando más de mil humanos están de acuerdo, la objetividad es perfecta. En consecuencia, el torero no accede al rango de héroe por lo que hace con el toro, sino por cómo lo hace. De ahí que la actuación del público en la corrida se ajuste a la trama abierta que caracteriza a la lidia: participa y arbitra, premia o censura los comportamientos del torero, héroe humano, y menos los del toro, supuesto héroe animal, pues con él no caben exigencias, sólo ovacionarle o pitarle tras su muerte, aunque no se sabe muy bien si se aplaude su bravura, que es su alma taurina , o se pita su mansedumbre, que es una traición al papel que le otorga la lidia. Por el contrario, en la antigua tragedia, el coro aceptaba y sufría el mandato fatal del destino, que siempre triunfa. Pero así como la sabiduría de la tragedia se basa en las enseñanzas del fracaso, la lidia enseña que la vida puede vencer a la muerte. Y no solo exige al lidiador que venza al toro que la encarna, sino que lo venza bien, lo que debe juzgar el público llano, no un tribunal supremo, ni un dios de la tauromaquia, sino los simples espectadores, el coro. No hay otro arte escénico que otorgue al público una función con tan poderosas y democráticas prerrogativas, incluso la reglamentación de la corrida avala su papel de juez soberano, solo sometido al refrendo del presidente del festejo, garante de los derechos del toro, del torero y del público. Eso sí, cuando el Palco se equivoca también lo censura.
Que el significado profundo del arte del toreo sea desconocido por sus adeptos carece de importancia si saben sentirlo, tampoco don Juan era un sexólogo. Pero es necesario explicarlo ahora que la sociedad urbanita, abducida por el ataque animalista a la Fiesta y ajena a las raíces agrarias de la cultura, estigmatiza sin fundamento la corrida y a todos sus actores. Singularmente, a su protagonista, el torero, cuya figura también se ha desplomado en el imaginario socialprofano de los ocho países taurinos. De héroe popular ha pasado a ser considerado miméticamente, sin el menor análisis ético de la lidia, como un asesino de animales. La misma designación de matador, título que designa al lidiador con derecho de muerte, el líder de la cuadrilla, es hoy una denominación oprobiosa para el gentil. Y de poco sirve que los toreros, en estos tiempos del cinqueño pasado, hayan demostrado una maestría y una entrega admirables. Hoy, los medios de comuicación ocultan y minusvaloran sus proezas. Pero en las plazas, en el inmenso gueto taurino, recuperan su perfil heroico. Porque ante el toro, el torero manifiesta su compleja identidad. Como a todo artista se le exige personalidad, un mensaje propio. Como héroe lúdico, una entrega ilimitada, similar a la del toro, que entrega su vida en cada embestida. Orson Welles dijo que el torero es un actor al que suceden cosas reales, por lo que obtiene del público una solidaridad superior, derivada de un hecho diferencial: es el único artista que compromete, siempre, su vida con su obra. Es, en la plaza, el representante humano en la lid con el mítico animal, lo que le confiere una identidad colectiva. Cuando el torero falla, la indignación que provoca en el público está en proporción a la solidaridad que merece su oficio de héroe: ser uno y representar a todos. Cuando el torero fracasa, fracasamos todos. Cuando lo hiere el toro, su caída es una derrota de todos. Y si lo mata, su muerte se sufre como un drama colectivo. La metamorfósis del torero en la plaza es tan real que la asume como una auténtica mutación identitaria. Un día me lo confesó así Antonio Bienvenida: “A medida que me pongo el traje voy dejando de ser Antonio Mejías (su nombre civil) y empiezo a convertirme en Antonio Bienvenida (su nombre taurino)”. El torero es un héroe porque, repito, siempre asume su rasgo esencial, comprometer su vida con su obra. Y a la vez es el actor de un drama escénico narrado en tres actos, a través de un lenguaje visual, cinético, compuesto de suertes que son las palabras del toreo.
Solo el arte habla. Y el arte de torear habla con palabras visuales, con versos que son las suertes, con suertes que narran un combate mítico, el poema del toro y el torero. Este dicta lances, varas, banderillas, muletazos y estocadas que, repito, son sus palabras. Con ellas hablan los toreros la gran epopeya de la tauromaquia. Es un arte abrazado al peligro. Su primer riesgo, presentar al público su obra en trance de realizarse, audacia que distingue al torero de otros artistas. Porque no la ofrece ensayada, corregida, terminada, sino antes, durante y después de crearla. Más aún, el público asiste a su búsqueda, lo que no sucede a otras artes temporales, como la música, la danza, la interpretación dramática, amparadas en el pentágrama, la coreografía o el libreto previos. La gestación del toreo es deslumbrante si se consuma, y también lo son los recursos, pruebas, apuestas, errores, riesgos en los que incurre el torero para hacer su obra. A veces, muchas veces, resulta más intenso el proceso creativo que su conclusión final. De ahí que el aficionado inmerso en la trama de la lidia siempre descubra algo, un atisbo de suerte, el dominio de una embestida imposible, la maestría de un puyazo perfecto a un manso locuno, ocasionales hallazgos que dan por buena hasta la tarde más aciaga. Por no hablar de cuando el torero resuelve lo que nadie creía posible y extrae de un mostrenco desatado, a la defensiva, prestaciones insospechadas. O si hace un uso magistral de ese misterio al que los aficionados no accedemos, los ojos del toro, la mirada que solo ve el torero y le anuncia a qué distancia, en qué terreno, cuándo y cómo será su embestida.
El torero es un artista atípico, intérprete de sí mismo porque su cuerpo es su instrumento y sus herramientas –capote, muleta, vara, banderillas y espada-, las prótesis de su maestría y de su sentimiento. Las suertes son siempre las mismas, que usadas de distinta manera crean significados distintos. Y no son pocas, más que las veinticuatro letras con que el escritor ha llenado de historias las bibliotecas del mundo. Con las suertes, el torero escribe la historia siempre distinta de su lid con el toro.
El segundo riesgo del torero lo impone el animal, la insolita materia de su arte, una materia viva cuya actitud consiste en destruir la obra que se le propone, incluso destruir a su autor. Para superarla, el torero debe convencer a su indomable colaborador, sincero porque responde a su instinto, agresivo por naturaleza, privado de conciencia, inocente hasta cuando mata y siempre involuntario coprotagonista del toreo. En la tauromaquia, el diestro engendra la suerte, ilumina la embestida del toro, que la completa sin saberlo. Tras la aparente y real armonía de los dos oponentes acoplados se oculta un mando férreo, la superioridad de la inteligencia sobre la violencia, conquista que da acceso, al torero y al público, a una excitante plenitud. Porque la fiera indomeñable obedece y el torero dibuja su embestida con viva belleza. Es la sublime armonía de los contrarios, el acuerdo de la razón y la fuerza, un inusitado logro estético que abre la puerta al tiempo sin tiempo del éxtasis y que la plaza entera entre en el campo gravitatorio del temple. Entonces se paran los relojes, la suerte dilata sus tres tiempos, cite, reunión y despedida, medidos por un péndulo sonoro sobrecogido y festivo, de origen semítico, el ole, la acompasada música del toreo, una voz individual y colectiva nacida en lo más íntimo de cada espectador y exclamada al unísono por mil voces distintas convertidas en una sola voz, un acuerdo espontáneo y grupal que nunca se equivoca porque responde a la verdad oculta en el más allá del arte.
El arte de torear es de nacimiento reciente.
Aparece poco a poco entre los siglos XVII y XVIII, practicado por los auxiliadores de a pie al servicio de los caballeros en plaza.
Aquellos ayudantes se adueñaron de la lidia gracias a un hallazgo afortunado, que sucedió el día -no se sabe cual- en que a uno de ellos se le ocurrió quitar el arpón de una banderilla o de un rejoncillo, e inventó la muleta al envolverlo con su capote para entrar a matar, suerte que se ejecutaba cuando el montado marraba y desistía.
La forma de hacerla, frontal a los pitones, repleta de toreo y riesgo, otorgó al auxiliador el rango de matador, desde entonces el torero con derecho de muerte, por lo que se erigió en el actor central de la lidia. Convertido en ídolo, conquista a las masas, su tirón popular levanta en toda España muchas plazas de fábrica. El torero de a pie, ya no bregador subalterno, adquiere máximo protagonismo y cambia su estatus de criado de las maestranzas o de cuadrillero asilvestrado por el de artista autónomo. Su independencia corre pareja a la del músico, que por aquel tiempo se libera del Palacio y del Obispado. A uno lo salva la plaza y al otro el teatro musical, donde la clientela paga a los nuevos profesionales autónomos. Corren tiempos favorables. Es el siglo de las luces y la burguesía ha consolidado el mercado. La música inventa la orquesta y la tauromaquia, la lidia. Y sus padres fundadores, Costillares, Pedro Romero y Pepe-Hillo, inician el método ilustrado de la nueva tauromaquia e imprimen a su estar y hacer en el ruedo un poso artístico, el primer paso taurómaco de la artesanía al arte. Comienza así la historia interminable del toreo, cuya evolución técnica y artística continúa abierta y avanzando.
Al principio, debido a la poca eficacia de la suerte de varas practicada a caballo no protegido y en movimiento, a una puya inoperante y a la bravura intermitente del toro, que todavía no termina de entregar su embestida, el primer tercio ofrece una dimensión desmesurada, deficit que sin embargo propició la creación del largo repertorio de suertes capoteras. Aquellos días el toreo se basaba en la capa, se adornaba con las banderillas y la muleta solo era el complemento de la espada en la suerte suprema. Pronto se empieza a hablar de dos escuelas, la rondeña y la sevillana, a las que más tarde unirá la escuela chiclanera, pues a partir de Paquiro la técnica del toreo será igual para todos sus intérpretes, hayan nacido o no fuera del territorio fundacional de la lidia. Incluso el estilo de torear, al principio de marcado origen étnico, se subordinará a la impronta personal de cada diestro. Se impone definitivamente la universalización del toreo, aunque subsisten soterradamente distintos decires estilísticos, una leve denominación de origen, el sello que delata el lugar de donde procede cada diestro.
Pero son los sevillanos quienes mayormente continúan la evolución técnica de la tauromaquia, y en la mayoría de los casos, sin abandonar el deje étnico de su estilo. Curro Cúchares, a partir de aquel oportuno palo luego llamado estaquillador, amplía el uso artístico de la muleta, demostrando que no solo es un auxiliar de la espada sino un útil fundamental del toreo. A los preceptos belmontinos de parar, templar y mandar se suma la sintaxis gallista –Fernando, Rafael, José- del toreo de muleta ligado en redondo, impuesto definitivamente por Chicuelo, más tarde ordenado en series por un cordobés, Manolete, y años después, consumado por un gaditano, Paco Ojeda, que descubrió el toreo ligado en redondo por los dos pitones.
Esta muy sintética, y por tanto parcialísima línea evolutiva del toreo de muleta, se sincroniza con el desarrollo no menos dinámico del toreo de capa –de Costillares y Pepe Ortiz a Morante-, la destreza banderillera –de Gordito y Fuentes a Fandi-, así como el ajuste técnico de la suerte de varas –del señor Zahonero y Agujetas a Iturralde- y su desajuste emocional –el peto-, procesos taurómacos a los que acompañó una ingente muestra de grandes intérpretes del arte de torear de abrumadora dimensión.
La suma de los dinámicos procesos artísticos de la tauromaquia dio pie a que esta escribiera su propia historia del arte, compuesta por escuelas fundacionales, movimientos estilísticos y geniales creadores.
El primer ensayo de la evolución técnica y estética del toreo lo escribió el gran cronista taurino del siglo XX, Pepe Alameda, aristócrata republicano, progresista de derechas, crítico exiliado en México, y gran poeta. Pero lo sucedido después, el ensamble del toreo cambiado –cruzado en el cite a toro parado-, con el toreo natural y fajado –a la embestida repetida-, así como la ligazón imperativa de muletazos completos a muletazos completos –de Rafael Ortega a José Tomás-, elevan el nivel de la tauromaquia en la segunda parte del siglo pasado y las primeras décadas del actual, algo todavía no valorado, como tampoco la recuperación del toreo de capa en desuso –de José Miguel Arroyo “Joselito” y El Juli a Morante de la Puebla-, que incorporan la restauración de antiguos lances y el vasto repertorio mexicano. Ciertamente, la tauromaquia presente, de alto fuste y con intérpretes innovadores de mucha calidad, no ha sido valorada. Algunos aficionados y buena parte de la crítica no se atreven a reconocer lo evidente, quizá apabullados por la indiferencia hacia el toreo de una opinión pública manipulada por el minoritario aunque poderoso movimiento animalista, cuyo logro más determinante es el secuestro informativo de los medios que invisibiliza la potente vigencia artística del toreo.
El toro de hoy, el más bravo
y el más desprestigiado
Mayor incomprensión sufre el toro de nuestro tiempo, menospreciado por los aficionados y compadecido por la antiecológica y buenista moralina urbanita. Sin embargo, es el más bravo, mejor seleccionado, manejado y presentado de la historia taurina, aunque desprestigiado por la infalible derrota que sufre en un tercio de varas desequilibrado en su contra, enfrentado al valladar inexpugnable de un caballo enorme y superprotegido. Hay estudios incompletos de la singular historia del bravura, pero las recientes investigaciones científicas sobre el toro de lidia que revelan su deslumbrante singularidad –riqueza genética, superioridad biológica y anatómica sobre todos los bovinos-. Tampoco el grado de perfección que ha logrado su crianza se ha dado a conocer a la sociedad –el primer estudio publicado es “Descubriendo al toro de lidia”, del investigador Julio Fernández, editado en septiembre de 2021-. Dicha obra descubre, entre otras muchas cosas, que el toro ibérico de lidia es el bovino genómicamente más conectado con el uro primordial, un patrimonio de la fauna universal conservado en la península Ibérica gracias a los antiguos juegos taurinos y a la moderna lidia. Además, la milenaria amistad hispánica con el toro, a la que se refirió Ortega y Gasset, se ha visto fortelecida en los primeros años de este siglo por la investigación científica, que ha desvelado su singularidad biológica y fisiológica al demostrar que lo predispone para el combate y su muerte en el ruedo, ambos acordes a su naturaleza. Por desgracia, el desconocimiento de la entidad biológica del toro y del profundo entramado de la tauromaquia como un arte escénico de potente originalidad, el único protagonizado por el hombre y el animal, explican la inculta indiferencia oficial ante la amenazante extinción del toro provocada por la paralización de las corridas debida a la pandemia del coronavirus.
Procede hablar del toro cuando se comenta el toreo, y no solo por el acoso que se cierne sobre su existencia, sino porque su bravura está íntimamente ligada a la evolución del arte de torear. En la tauromaquia tampoco se sabe qué fue primero, si la gallina o el huevo. Es decir, si el toro guardaba ocultas prestaciones de embestida no descubiertas por el torero, o si éste las provocó y luego el ganadero las consolidó. Como quiera que sea, la evolución de la bravura ha corrido pareja a la evolución del toreo. La más reciente es la consolidación de la fijeza, la que los aficionados traducen por nobleza. En los últimos tiempos se muestra tan constante que ha consolidado a los toreros antes llamados de arte. Ahora, el perfecto acople del torero y el toro no es un valor suficiente para jerarquizar a un diestro. Su temple ha de estar embargado por una cadencia casi irreal. De ahí la primacía del invisible José Tomás, la consolidación de Morante de la Puebla, la emergencia de artistas privilegiados, Diego Urdiales, Pablo Aguado, Juan Ortega, Daniel Luque, Emilio de Justo y Ginés Marín, diestros de la nueva primera fila.
¿Qué es torear?
En este punto conviene plantear la gran pregunta: ¿Qué es torear? La sabiduría popular tiene una magnífica respuesta: torear es hacer la suerte. Atrevida definición, pues sabido es que la suerte no se hace, se tiene. Nadie puede dominar el azar, salvo los inaccesibles dioses y los toreros, que no dejan el azar del toro a su albedrío. Cada lance, cada muletazo, cada suerte están compuestos de hacer y de azar. Y el hacer debe arrinconar al azar, someterlo a su voluntad, torearlo. Sobre este abismo emerge el sublime arte del toreo.
La primera herramienta del toreo es el valor natural, gratuito e insuficiente, porque el toro se encarga de que dure poco. Y si dura es porque se le ha sumado la segunda herramienta, la destreza, el arma que destruye el agresivo azar y abre el camino a la inspiración. Pero el valor, la maestría, incluso la inspiración, tienen miedo. Todas sus pulsiones, activas al mismo tiempo, subyacen al bravío arte de torear en un equilibrio inestable al servicio de la belleza, la creación sostenida por la voluntad y amenazada de destrucción. Torear es poner luz a la embestida del toro, rociar el peligro de vida iluminada, acariciar a la muerte con buen arte. Y así, extraer del toro el azar que lleva dentro, convencerlo para que dé sus embestidas más nobles, vaciarlo de bravura, conseguir que pida la muerte y matarlo. Para librarnos de su peligro, del abismo letal que promete, para imponer la belleza al caos. Por eso, la estocada es la suerte suprema, plena de hacer y de azar, catártica, liberadora, la suerte definitiva que da sentido a la trama humanística del toreo: vencer al toro del destino.
Sin embargo, para el público de los toros este obvio argumento del toreo no es suficiente. Y tiene razón. No le interesa lo evidente, que el torero venza al toro, pues desde el principio de los tiempos la experiencia ha demostrado la superioridad de la inteligencia sobre la fuerza. Si el torero no nos contara la trama distinta de cada toro, si no la cubriera de luz, si no demostrara que la armonía, aspiración exclusivamente humana, puede mutar el peligro en belleza, y si la lidia no ofreciera en cada tarde, en cada toro, la infinita variedad de este arte abismal, la tauromaquia solo sería un deporte, o un juego religioso, como lo fue en sus orígenes, nunca una indagación etológica, un irrepetible acto dramático, una obra de creación siempre renovada.
Vamos a los toros con la aspiración improbable de volver a presenciar el maridaje cadencioso del caos y la armonía, estimulados por la incertidumbre de vivirlo. Si el toreo se consumara todas las tardes, las corridas de toros carecerían de interés. El arte catártico del toreo ya no lo sería. Vamos a los toros por si acaso el valor de enfrentarse al toro alcanza el éxtasis, vence a la lógica real y canta la unión inefable de la humanidad con la animalidad, el musical acuerdo de la razón humana y la furia mineral del toro.
La fiesta de toros es un espectáculo osado y desmesurado, un derroche absoluto, los toreros vestidos de oro y plata, los toros seleccionados tras varias generaciones trabajadas genéticamente y criados cuatro o cinco años para exponer su bravura en veinte minutos, y la vida humana puesta en riesgo a cambio de que la realidad se transforme en ardiente milagro dentro de un marco exclusivo, de arquitectura mítica, construido para un uso infrecuente. Demasiada desmesura, demasiada fiesta, demasiado amor al arte para la correcta misantropía, para la melindrosa civilización urbanita, para los políticos incultos, para los animalistas disneyanos, para esos domesticados pusilánimes a los que Nietzsche despreciaba cuando contemplaban escandalizados a sus rebeldes conciudadanos camino de la fiesta. Situación que hoy suele repetirse algunas tardes de toros al paso de la gente no contaminada camino de la plaza.
Más de tres mil años contemplan la amistad y el reto del hombre con el toro. Y el tiempo ha terminado por forjar un hecho cultural pujante e imparable. Desde que Costillares, verdadero inventor de la lidia, la dividió en tres tercios, la tauromaquia es el arte escénico que más ha evolucionado. Pero de su fabulosa creación y de su vertiginosa evolución casi nada se sabe. España es un país de algunos creadores y de pocos investigadores. Su historia y la de su cultura siguen siendo un enigma, por lo que se prestan a las más caprichosas especulaciones. No debe extrañarnos, por tanto, que la tauromaquia padezca el mismo trato. La colosal invención de la Lidia es hoy un hecho tan desconocido por la cultura oficial que el toreo se ha quedado solo ante el ataque impune, aunque anémico de fundamentos, del animalismo subnormal y el antitaurinismo misantrópico. Estoy seguro de que las sensatas palabras que acabo de pronunciar producirían más extrañeza que rechazo entre muchos de nuestros conciudadanos. No importa. Personalmente, soy optimista. La razón siempre termina por imponerse si sabe expresarla. Ya vendrán tiempos mejores.
José Carlos Arévalo
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