A Santi Ortiz, que cometió la osadía de escribir un libro sobre Juan Belmonte años después de que Chaves Nogales hubiera escrito el suyo, y le salió perfecto.
Por José Carlos Arévalo
El siglo XX taurino empieza el año 1912, cuando los intelectuales y artistas rinden homenaje a Juan Belmonte en los jardines del Retiro madrileño. Todavía no había tomado la alternativa, pero en unos pocos meses había puesto a cero el reloj de la tauromaquia. Era un tiempo nuevo, empezaba el siglo y se diría que empezaba el mundo. Las vanguardias hacían tabla rasa, ismos varios reinventaban el arte y las letras, y la gente se miró en un nuevo espejo: el cine. Por su parte, las ciencias descubrían el hombre interior, la forma curva del tiempo y, pronto, las heterodoxas leyes de la mecánica cuántica; la política diseñaba órdenes nuevos y totalitarios, el fascismo y el comunismo; y la guerra descubría el cielo como campo de batalla. Todo era nuevo en el nuevo siglo Y en tauromaquia, el belmontismo fue un “ismo” en toda regla, que abolió la lógica euclidiana de la vieja geometría del toreo e impuso la razón ilógica, casi cuántica, del nuevo toreo. Caso extraño el de Belmonte, vanguardísta por un día y clásico para siempre. Nadie volverá a torear sin cumplir las leyes belmontinas. Tenían razón aquellos artistas fascinados que se lo llevaron al Retiro. El terremoto de Triana había descubierto la sublime fusión de la violencia y la cadencia, resuelto la paradójica armonía de los contrarios, revelado el misterio de un arte compartido por el hombre y el animal. ¿Quién era aquel joven tímido y enigmático, de barbilla carolingia, nariz rabínica y apellido sefardita que llegaba a las plazas desde la taurinísima Triana?
El torero lunero descubre la luz
La noche furtiva de tablada, oscura como el carbón, tibiamene iluminada por la luna. Favorable al toro, que de noche ve más, incitadora para el hombre, que fuerza su vista y supone, siente la embestida casi sin verla.
Así, la tesitura del toreo es tremenda. Pero reveladora. Porque el hombre oye al toro, pero no sabe cuándo se encela en el engaño ni cuándo termina su embestida. Y como tiene que protegerse, avanza la tela en demasía para taparle el mundo y que solo se centre en ella, y por eso alarga el viaje presentido del toro no vaya a ser que se pare poco después del embroque (la reunión), pero remata hacia adentro el oscuro muletazo por si huye de la suerte y lo pierde.
Tal vez así descubrió Belmonte los tres tiempos del toreo: cite, reunión y salida, en los que se cumplen los tres cánones, parar, templar y mandar.
En efecto, hasta Belmonte la embestida no era completa. Se cernía (casi) siempre a los dos primeros tiempos: la arrancada provocada por el cite, que concluía en un brusco embroque con derrote o una huida del toro con la cara por los aires. Esta breve y violenta acometida, profusamente documentada por las fotos de finales y principios de siglo, imposibilitaba la ejecución templada del toreo y, por supuesto, impedía que se ligaran las suertes. Nunca, salvo rarísimas veces, se ligaban los pases. Y quienes han estudiado la evolución del toreo se han preguntado si era porque el toro de aquel tiempo no ofrecía la embestida completa o si los toreros no habían concebido una tauromaquia que se la extragera. Por supuesto, hay precedentes del toreo belmontino y del toreo ligado en redondo. Ya Cayetano Sanz ligó algunos pases en la tercera parte del siglo XIX. Hay testimonios muy descriptivos de cómo Fernando el Gallo ligó cuatro pases naturales en redondo en la Plaza Colón de la ciudad de México, pero no se sabe cómo ni a qué distancia, si fueron ligados o seguidos, que no es lo mismo. Y en cuanto a la quietud que provoca una embestida mas larga, parece ser que Manolo Espartero, Reverte y, sobre todo Antonio Montes, se paraban para obtener una mayor dimensión a los viajes del toro. Pero, indiscutiblemente, fue Belmonte quien descubrió que aquel toro apenas toreable guardaba dentro la larga embestida consustancial a la bravura y la necesaria para consumar en cada pase el toreo de cabo a rabo.
¿Cómo sacó a luz aquellas embestidas ocultas? La noche, el toreo nocturno, le hizo ver que la tauromaquia es el arte de la luz. Se torea a los ojos del toro, a su mirada. Y por eso él se cruzaba en el cite, se metía en la vía del tren, porque ahí, entre sus dos ojos, el toro no ve, y si era bravo intuía su presencia y atacaba. Pero no le cogía porque, dada la visión lateral del toro, lo llamaba con la muleta al ojo contrario, de modo que sin él irse de la vía del tren, la embestida del toro se salía pero no descarrilaba: lo circundaba y prolongaba su curvo viaje describiendo una circunferencia casi completa en torno suyo. Desde entonces solo hay toreo cuando la línea recta (los toros embisten en rectitud) se hace curva (los toros sí embisten en redondo cuando son toreados).
Ya sé que esta afirmación belmontista la refutan quienes afirman que el toreo con el compás abierto, preciso para alargar lances y pases, precede a la revolución belmontina. Pero callán que tanto los pases de muleta como los lances de capa dados de esa guisa se remataban siempre por alto, soslayan que eran pases incompletos a embestidas incompletas. Belmonte, por el contrario, los consumaba. Y eran tan profundos en su temple -lógico, en redondo también el toro corre menos- y tan largos en su recorrido que Belmonte nunca los pudo ligar. Salvo un día de diciembre del año 1913, en la plaza El Toreo de la Condesa de la ciudad de México, donde dio cuatro naturales ligados en redondo a un toro de Piedras Negras (quizá lo logró porque el saltillo mexicano se abre un poco al final del pase). Esta insólita excepción fue vista por los españoles en un noticiero cinematográfico y yo la comprobé mucho tiempo después al leer la crónica de un célebre crítico mexicano, Roque Solares Tacubac.
Debió de ser la única vez. Porque sus pases siempre fueron tan completos, tan rematados por detrás que resultaba imposible ligarlos. Pedían perder pies y/o cambiar la muleta de mano. Pero el peligro asumido por el compromiso del cite desgarraba el hondo muletazo y lo profundizaba un temple que dilataba el tiempo de la curva embestida, Era un toreo sucedido dentro del abismo, hombre y fiera que sin dejar de ser opuestos se conjuntaban. Era la victoria de la increible sinrazón sobre lógica geométrica del toreo, la paradoja enigmáticamente resuelta, la agresión que acaricia, el terror apacible, un misterio sin descifrar y sin embargo revelado. Y nunca, nadie, se acostumbró al arte abismal de Belmonte. Dos décadas después, cuando ya todos los toreros paraban, templaban, mandaban y ligaban, exactamente en el año 1935, el Pasmo de Triana, así lo llamaban, hizo su última faena en Madrid. Ni siquiera constó de una decena de pases y le cortó el rabo al toro. Claro que cada muletazo abría un crater y la plaza sucumbía, se despeñaba a una sima de belleza y emoción hasta que la estocada, catárquica, salvadora, restablecía la paz y todo volvía a su sitio. Pero los corazones seguían latiendo. Habían vivido la armonía de lo imposible.
El arte de Juan Belmonte
Se puede hablar de la técnica de una obra de arte, del contexto sociológico que la motiva, de las influencias artísticas de que goza o sufre. Se la puede psicoanalizar y desmembrar analíticamente. Pero no hay palabras para explicar el arte. El arte es una sustancia inaprensible, indefinible, inefable que no está en ninguna parte y sin embargo reta a la razón y se enciende en el sentimiento. Y nadie sabe por qué. La gente de los toros asume así el misterio del arte y por eso responde, clama. acompaña al toreo con un fonema, el “ole”, mitad grito, mitad palabra, una exclamación suprarracional, la única que interioriza la llama invisible que va de lo visto a lo sentido: el proceso artístico indescifrable de un acto de creación surgido de una situación abismal que emerge transformado en armonía.
Para aproximarse a la estética de lo sublime hay que acercarse a Belmonte. Frágil de cuerpo y misterioso de mente, su negación del terreno del toro cubre de pánico el cite a la embestida. Y cuando ese ataque letal entra en la jurisdicción del torero, el previo pánico colectivo se ve invadido por la cadencia del temple, un imán invisible que, sin rebajar el vértigo, une la armonía del mando torero y la obediencia deslizante de la bravura. Y las dos, juntas, erigen a su frágil y poderoso autor en mástil invencible del toreo, dueño de su destino, vencedor de la muerte viva encarnada por el toro, que lo circunda obediente sin dejar de ser su enemigo, transformado en su letal colaborador. Y los pases, uno a uno, son como campanas catedralícias, rotundas, de bellísimo sonido, que estremecen y liberan a los espectadores, y suenan, catárquicas, a grito y canto.
La música del toreo belmontino es un canto de raíz telúrica y expresión luminosa, apolíneo y dionisíaco al mismo tiempo. Así fue en el ruedo y así sonó en el tendido la faena del Montepío del año 1917, cuando toreó con Gaona y Joselito. Era la tarde en que Rodolfo y José, actores de una maestría elegantísima, autores de inspirados quites, soberbios dominadores de encastadas embestidas, banderilleros geniales que compitieron con los rehiletes, apabullantes maestros que introdujeron la tauromaquia del siglo XIX en el XX. Fue la tarde en que dos genios del toreo imperante hundían, doblegaban a Juan, el profeta del toreo futuro que no había entendido a su primer toro y dado un verdadero mítin. Por eso, cuando los dos maestros protagonizaban en el quinto toro un estelar tercio de banderillas, los tendidos, cargados de razón, prorrumpieron al unísono, ¡los dos, solos! ¡los dos, solos!, como si hubieran sentenciado definitivamente la revolución belmontina. Pero la condena solo duró unos amargos minutos. Porque salió el sexto, un “conchaysierra”, bravo, terciado, con muchos pies y un galope que Belmonte paró al instante, de salida, abrazando, acompasando las embestidas al temple de unas verónicas que rompieron la plaza en dos. ¿Cómo fueron aquellos lances en los que torero y toro dilataron el tiempo, lo pararon sin pararlo, la capa se impregnó de bravura, la embestida se iluminó de un rojo fucsia y los oles lloraron y rugieron? ¿Cómo fueron aquellos naturales más caudalosos y calmos que el Guadalquivir por Doñana? ¿Hubo caricia o desgarro en aquel molinete convertido en toreo fundamental? ¿Por qué los dos maestros, Gaona y Joselito, salieron a pie de la plaza y a Belmonte lo llevaron en volandas hasta el hotel Palace? Aquella faena, la del Montepío de Toreros, fue un manifiesto: el toreo es un compromiso con el arte a vida o muerte, el toreo no es burlar la embestida de un animal sino reunirse con él, salvarle de la animalidad, convertir durante unos instantes sublimes su violencia en cadencia, saber que la armonía de los contrarios es un espejismo real y que debajo de esa armonía el toro te quiere matar y por eso hay que matarlo. El toreo es la victoria de la vida humana en estado de iluminación sobre la muerte prometida por la naturaleza en su fase más agresiva, un arte trágico que debe terminar bien. Reune los dos extremos de la vida, el drama y la fiesta. Belmonte los argumentó mejor que nadie con sus cánones de llamar a la “muerte” en el cite, reconocerla y acariciarla en la reunión, y despedirla con hondura en el remate.
El vanguardismo de Juan Belmonte introdujo la tauromaquia en el ámbito de la cultura. Las muertes de Joselito, de Varelito, de Granero, de Litri crearon una atmósfera de respeto en torno a la corrida de toros, desde Belmonte considerada como un arte escénico atávico, de origen popular y con una potencia narrativa sin parangón. Ya se lo había advertido, un siglo atrás, Curro Guillén a Isidoro Maiquez, célebre por lo bien que moría en escena, al brindarle la muerte de un toro: “lo malo del toreo es que aquí solo se muere una vez”. Pero en tiempos de Belmonte la muerte todavía no estaba proscrita, ni los toreros tampoco, y si las artes se vuelcan en el mundo de los toros por primera vez los toreros participan de otras artes. Granero es violinista, Ballesteros era pintor, Rafael el Gallo se casa con la bailaora Pastora Imperio, Chicuelo con Dora la Cordobesita (habrá que reivindicar el alto nivel artístico de la canción española del primer tercio del siglo XX), Joselito mantuvo amistad con el académico José María de Cossio, El Cuco, su banderillero, era guitarrista y autor de zarzuelas, Ignacio Sánchez-Mejías, escritor, autor de dos dramas freudianos, y animador cultural, promotor del primer ballet español, el de La Argentinita, gestor deportivo (presidente del Betis) y anfitrión de los poetas del 27 en el homenaje a Góngora celebrado en Sevilla. El Ortega torero se trataba con el Ortega filósofo. Y Victoriano de la Serna se doctoraba en medicina mientras toreaba. La tauromaquia estaba dentro de la sociedad y la sociedad dentro de la tauromaquia. Medirse con el toro es un juego milenario de origen rural, pero la lidia es un juego bicentenario de origen urbano, de las urbes agrarias españolas que no habían, ni han perdido sus raíces agrarias. Al margen de la literatura taurina, el toreo se convierte en tema literario: la novela El torero Caracho, de Gómez de la Serna, los ensayos de José Bergamín, de Ortega y Gasset, la poesía de Lorca, Alberti, Gerardo Diego, etc., y las bellas artes también se sienten atraídas por el hecho taurino: la música sinfónica, La Oración del Torero, de Joaquín Turina, la pintura de Zuloaga, Sorolla, Vázquez Díaz, Picasso, Ricardo Marín, Roberto Domingo… Los hombres de la cultura, unos aficionados y otros no, pero todos lejos de los antitaurinos regeneracionistas del siglo XIX, miran con respeto a la tauromaquia.
Después de Belmonte, belmontismo
En este contexto, la corrida de toros entra en su Edad de Plata, contemporánea del segundo siglo de oro de la cultura española. Ha dejado de ser un juego de destreza para convertirse en un arte escénico asentado en los cánones belmontinos. Ya todos los toreros paran, templan y mandan en la embestida. Y por su imperativo cumplimiento, la tauromaquia avanzará con un dinamismo creativo sin precedentes, pues a Belmonte le sucede Chicuelo, hoy consierado un torero gallista, a quien la afición de su tiempo le nombró príncipe heredero del toreo… de Juan Belmonte. Y, en efecto, Manuel Jiménez “Chicuelo” paraba, templaba y mandaba, pero también fue el torero que impuso de manera definitiva el toreo ligado en redondo que con el tiempo servirá de base a la faena manoletista. En el maestro de la Alameda se funden Joselito y Belmonte: la suerte definitivamente ejecutada bajo la ley de Belmonte y el toreo ligado en redondo como quería Joselito.
Ambos, José y Juan, fueron los dos líderes de la Edad de Oro. Juan vivió también la Edad de Plata, pero ya como rey emérito del toreo. La Edad de Plata será quizá el período evolutivo más rico de la historia de la lidia, gobernado por un pluripartidismo formado por muchos y grandes toreros. La verónica belmontina, en cuya capa retrata el toro el rostro de su embestida, se convierte en la suerte fundamental del toreo con el percal. Sin la verónica belmontina no habría sido posible la estilización y profundizacion de la verónica gitana, a manos de dos trianeros, Cagancho y Curro Puya, ni la verónica dormida, extendida “como una playa de desgana”, de Victoriano de la Serna, ni la gitano/castellana, pellizco y temple, de Fernando Domínguez, ni la templada a fuego lento por Domingo Ortega, por no hablar de los capoteros mexicanos, de la verónica angelical de Pepe Ortiz, la señorial de Solórzano, la épica de Garza, la venenosa de El Soldado, la mexicanísima de Silverio.
Más tardó en imponerse la ejecución del muletazo completo inaugurado por Belmonte, que exige la inmovilidad absoluta del torero. No lo consiguió el “parón”, con el que todavía el torero daba el pase de puntillas, presto a la huída. No se conocía aún la norma de Manuel Capetillo, “cada pase un paso”, que hilvana el toreo ligado en redondo con pases interminables. Por eso el derechazo de “parón”–pase natural con la muleta armada en la mano derecha- impuesto por Nicanor Villalta conseguía hilvanar, no sé si ligar, dos derechazos, no más. El muletazo completo tuvo que esperar más años para que se consumara desde un cite con la muleta muy adelantada a un remate muy retrasado, por detrás de la cadera, y que se ligara a otro muletazo completo.
La fusión de muletazos completos a muletazos completos, la que uniría el concepto belmontino en la ejecución del pase y el concepto manoletista de su ligazón en redondo la habían presagiado Félix Rodríguez, Armillita, Manolo Bienvenida ya en tiempos de la República, pero obviamente se consuma tras la muerte de Manolete, mediado el siglo XX, con Rafael Ortega, Antonio Ordóñez y Antoñete: ligazón en redondo, con el compás abierto a un toro de bravura larga. Pero sería injusto atribuírselo únicamente a ellos, pues aunque lejos de la estética belmontina, hay otros diestros que ligan en redondo pases de larga dimensión, como Luis Miguel, Manuel Capetillo, César Girón, que a veces se convierten en circulares.
Del belmontismo arranca la revolución ojedista, que conquista para siempre los terrenos del toro, y la también versión fidedigna de un Belmonte profundo pero más estilizado, de figura erguida, toreo embraguetado y hundido, largo como un rio, rematado por detrás de la cadera y ligado en redondo con sublime cadencia, puro cante trianero, que cristalizó en el toreo purísimo de Emilio Muñoz. Preciso, en la segunda etapa de Emilio Muñoz, la de su último regreso, un tiempo de transición para la tauromaquia caracterizado por el sincretismo, pues los jóvenes toreros recuperan suertes en desuso, decimonónicas o procedentes del repertorio mexicano, a la par que realizan el toreo cumpliendo los cánones belmontinos con más pureza que nunca. Es un período, en el que todavía estamos inmersos, de fidelidad a los cánones y de inventiva técnica y creativa desbordante. Tras de Paco Ojeda, en España, y de Manolo Martínez, en México, los José Tomás, Morante, Juli, Talavante, Roca Rey evolucionan la técnica y la estética servidos por una similar evolución de la bravura. Pero ese imparable proceso técnico y estético del toreo, que convierte a la tauromaquia en una trama interminable, tiene un fundador cuya presencia en los ruedos perdura cada vez que un torero se abre de capa o despliega su muleta. Se llama Juan Belmonte. Fue un artista revolucionario y ahora es algo más que un clásico. Sin cumplir sus cánones ya no se puede torear.
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