Como ustedes comprenderán –y si no lo comprenden, se lo explico en seguida--, ayer domingo no fui a Jaén. Me quedé en casita, que ya era hora de disfrutar de los míos, de mi gente, de mis cosas y de mi real gana de elegir en qué invierto mi tiempo y mi ocio cuando la obligación nada me impone.
Porque ir a Jaén, a ver a José Tomás actuar ante cuatro toros de tres ganaderías diferentes, amenazado por un calor senegalés, me abocaban a elegir entre dos decisiones bien contradictorias: acreditarme para hacer la crónica de la corrida o acudir como simple espectador.
Las dos cosas no me supondrían gran conflicto, ni la menor contrariedad; pero no fui, dicho lo cual, añadiré que, con independencia del resultado final de la corrida, para nada me iba a arrepentir de mi decisión.
De lo que sí me arrepentiría es de no hacer una interpretación personal de lo “no visto”. ¿Se puede opinar de lo “no visto”?
Naturalmente. Se puede y, en mi caso, se debe, aunque no haré –obvio-- valoración alguna de lo ocurrido en el ruedo.
Por tanto, lo “no visto” he de transmutarlo en lo que tiene de tejido colateral, adiposo y subterráneo esta parafernalia trufada de pomposidad, este trajín de devotos que acuden en romería a presenciar lo que “tiene que ser”, forzosamente, un acontecimiento.
Mire usted, los acontecimientos, en general –y los taurinos en especial--, no admiten forzosidad, se da uno de bruces con ellos. Uno va a los toros con la esperanza de ver una gran corrida, a emocionarse con el trapío y bravura de los toros y con el arte y el valor de los toreros. Ya ven qué sencilla es la cosa.
Ese es el gran misterio, el verdadero encanto de la fiesta de los toros: la fascinación que provoca lo imprevisible; pero ir a ver a José Tomás con la vela de la pasión prematuramente encendida, aboca a obnubilaciones y pérdidas pasajeras de la razón nada recomendables. Porque he sido testigo presencial de esta clase de éxtasis colectivos, explosionados sin espoleta ni chispa incendiaria que, a mi juicio, los provocara, ya hace años que no me monto en la carreta rociera para ver, en solitario, a José Tomás.
Le quiero ver –lo deseo fervientemente- en competencia con sus compañeros, sobre todo con alguno en particular, y ustedes me entienden. A estas alturas, con un “bipartidismo” pasional y apasionado, ¡cuánto hubiera ganado esta Fiesta nuestra!; pero me temo que es una batalla perdida ya hace años, a la vez que ganada por una gestión personificada, firmada y sellada por el propio torero: no quiere que los empresarios organicen sus actuaciones, ni admite la televisión, ni la radio, ni concede entrevistas, ni permite grabaciones en video, ni que le fotografíen los medios de comunicación.
No se comunica –que yo sepa-- con ninguno de ellos… si son españoles. Fuera de España, ya es otra cosa.
Hablo, comunico, me presto… Así es como lleva años José Tomás protagonizando “acontecimientos”, la inmensa mayoría de ellos felices y triunfales para él, esa es la verdad. Lo de Nimes, fue histórico; pero en otras ocasiones –su reaparición en Barcelona, año 2007, por ejemplo—fue histérico. Y que me perdonen los “tomasistas”, que son legión. Precisamente no acudí a aquélla, cinco años después, por haber presenciado ésta.
¡Tú te lo perdiste!, me dirán. Lo reconozco, porque la he visto cien veces. Una maravilla. Ni soñado puede repetirse tanta perfección, tanta bravura en los toros, acierto con la espada e inspiración en el torero. Un verdadero milagro; pero, insisto, no me arrepiento
. A partir de aquella desmesura apocalíptica de Barcelona –Cayetano cortó cuatro orejas y los periódicos al día siguiente le cortaron en la foto de la salida en hombros con Tomás-- quieto parado cuando tocan a maitines y se convoca a los fieles. Ayer, en Jaén, parece que la cosa no se dio bien.
Los toros, a veces, se ponen tozudos y no embisten, por muy elegidos que estén. ¿Quién sabe de esto? Lamento que las cosas se le torcieran de esa manera y que muchos de sus fieles, demasiados, se encabritaran y le protestaran una de las dos orejas que le concedieron. Aún así, el de Galapagar me sigue pareciendo uno de los mejores toreros de los últimos cincuenta años. ¿Tomás y nada más? Tampoco es eso. Y si es en solitario, menos. Espero que haya quedado bien claro: mi libertad es sagrada, por consiguiente, las imposiciones y vetos que me impongan desde fuera, así como los días colendos de culto y horas canónicas que maneje el torero o sus adláteres, todo junto, lo llevo directamente al punto limpio.
Conmigo que no cuenten.
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