Arranca una oreja
y cae herido ante la durísima
y seria corrida de José Escolar
Cuando Milagroso se frenó delante de Gómez del Pilar, clavado a porta gayola, se produjo el suceso que hacía honor al nombre de la bestia. Escapó el torero de aquella revuelta de tiburón blanco. Tan pronto definido el afilado toro en su avisada condición. GdP no se arredró y echó el resto, a sabiendas de la dureza de sílex. La faena transmitió una emoción eléctrica, la de un hombre expuesto a la lanzada. El toro pasaba una vez, silbando como una bala; otra, rasgando el aire como un cuchillo; y a partir de la tercera lo quería devorar. Por la cadera además. Hasta que la violenta voltereta crujió el cuerpo del torero. Que nunca dejó de ponerse. Del Pilar no cortó una oreja, sino que la arrancó. Una estocada de ley. Qué bárbaro. Pero del nuevo intento en la puerta de toriles ante el astifinísimo sexto ya no hubo milagro y no escapó. Libró la larga apuradísima y el toro giró con instinto depredador. El seco derrote se hundió en el glúteo; el capote de Otero se cruzó como un Ángel de la Guarda. Chacón se quedó con la lidia del último, el más peligroso de la durísima corrida. Ángel Otero puso un par antológico. La prenda sólo quería hacer carne (picada). Ni un pase. Imposible, infumable. Acababa así una tarde crudelísima con una historia de pedernal.
Entre el primer y el segundo toro de la muy seria corrida cinqueña de José Escolar había 76 kilos de diferencia, pero no sólo. Otro poder, distinto carácter, diferente estilo. A aquél, suavecito, de contado empuje, escasa vida y tan buena humillación (sería el único con ella) como sana intención (el único que quiso ir hacie delante), Octavio Chacón le dio tiempo y temple; a éste, más cargado, redondo, como pintado por Rubens, fuerte y complejo -espencialmente por el izquierdo- Alberto Lamelas le consintió todo con convencimiento. La cosa es que Lamelas mejoró al complicado escolar desde la búsqueda de la colocación. Lo mató con la misma firmeza; Chacón al suyo no.
Tampoco al hondo y complicado cuarto lo cazó de una sola vez con el acero. No le ofreció ningún resquicio al lucimiento, sin descolgar nunca, siempre detrás de la mata. Solventó con curtida profesionalidad, tapando defectos. Quedó en el haber de su actuación una media verónica achenelada. Despertó ovaciones la imponente presencia del quinto. Que se llamaba Palomito como si esa cabeza totémica no fuera con él. Bajaba por su pecho una badana de escalofríos. Su guapeza fiera, esa expresión, y sus profundas hechuras se movían cargadas de incertidumbres frenadas. Un sónar de sangres en su mirada encanallada. Lamelas nunca volvió la cara. Ni cuando perdía la acción. Los aceros lastraron su tenaz esfuerzo. De eso fue la corrida, de héroes y fieras.
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