El peruano se impone como un coloso a un manso en una vibrante faena sin espada; fracaso de Fuente Ymbro con una corrida atacada de kilos y pasada de edad, desfondada
Ginés volvía sobre el rastro de su sangre, derramada hace apenas 10 días. Y la plaza prendió una ovación de reconocimiento ante la entereza de ayer, por la hombría de hoy. Deshecho el paseíllo, los tendidos en pie. Montera en mano, la ovación agradecida. Una fresca brisa del norte agitaba las banderas y refrescaba el ambiente, cargado hasta las mismas. Pero abajo, en el ruedo, el vientecillo trasteaba con los capotes.
Al rebufo de Roca Rey se había colgado el quinto «no hay billetes» de San Isidro, y esa estela, tras él, la encabezaba Diego Urdiales, abriendo cartel. Histérico hacía de ariete de una corrida muy bien hecha en su seriedad, pero pasada de edad -cinco años largos todos, alguno en la frontera de los seis- y muy pesadora en la báscula. Un promedio de 591 kilos; un total de 3.549. Una apuesta de Ricardo Gallardo. Pero no sólo, claro, con la máxima figura presente, capaz de salvarse a sí misma. La corrida se fue a pique, sin motor para tirar hacia delante, lastrada por el plomo de su sangre, desfondada.
Histérico acusó su poder contado, su bravura escasa, su bondad sin chispa, sus 587 kilos... El aliento ya medido en el capote de Urdiales, que le cambió los terrenos. Preciso el castigo en el caballo, no cobró mayor vida después. Una apertura de faena al paso, la trinchera, y tres series de cuatro derechazos con los mismos parámetros: buen dibujo con una embestida disminuida de empuje, menor en cada pase. Diego insistió por demás y afeó su fe con un metisaca en los blandos.
Roca Rey, el esperado, puso de su parte la emoción de la que carecía un toro papudo, honda papada, corto de manos, caja baja. 596 kilos en esa caja. Caray. Lo sangró lo mínimo, viendo que alguna opción había, calculando el fondo presentido. y se apretó en un quite por chicuelinas que trepó por su ajuste, por el infarto ceñido. Apuntaba cosas el fuenteymbro -humillación, tranco aparente...- en la brega de Antonio Chacón, a favor de obra de las inercias. Javier Ambel cuajó dos pares sensacionales. Que levantaron ovaciones. Como en los estatuarios de apertura de faena de RR, cuando aún había cierta esperanza. Pero fuera de las rayas, tan abierto, al toro le empezaron a pesar tanto los terrenos como el tonelaje. Firme y embraguetado el peruano, corriendo la mano derecha, con la que está toreando esta temporada extraordinariamente. Las ya costosas repeticiones de embestida empezaron a flaquear, sin remontada ni más cerrado en paralelo a la segunda raya. Faltaba por todos lados toro, que inició su prospecciones en la arena. Ya llevaba un tiempo. Roca le puso la izquierda por cumplir.
No podía el castaño quinto de hermosas líneas con su alma. Las protestas no cuajaron en pañuelo verde quizá porque faltaba el derrumbe definitivo. Miré de reojo a los sobreros en el programa: ¡de Fuente Ymbro también! En fin. Ginés Marín abrevió. Como breve fue también el capítulo de Diego Urdiales con el toro que rompía la armonía de la corrida por arriba, un caballo coronado por dos espabiladeras terroríficas. Una mole -615 kilos- hecha cuesta arriba. Un cabrón, además, que soltaba testarazos a diestro y siniestro. Lo del bajío del arnedano es para hacérselo mirar. Resolvió haciendo de tripas el convencimiento a ratos.
Manseó también todo y más el quinto en una lidia caótica, sin sangrar, as usual, en el peto. Roca Rey apostó por el movimiento que, al menos, había. Y RR necesita movimiento. Abanto y suelto el fuenteymbro, surfeando querencias, se encontró con el inca clavado en la tierra. Y arreó de tal modo que lo desarmó de la muleta, no de la raza. Esa corría de su cuenta para enjaretarle una serie de derechazos con los pitones sacando chispas de los machos, esa manera de puntear como una radial. No se esperaba la bestia el gobierno que lo asustó, y quiso irse a la querencia de las querencias, a la puerta de toriles. Allí Roca creció hundiendo los talones, con la soberbia, el descaro y la ambición, ganándole el paso a las fugas -que lo dejaban descolocado-, la batalla al manso. Que con su fondo atávico respondía con ataques brutos y cobardes, pero siempre por abajo. Trepó por los tendidos de preferente, el sol y la sombra el calambre de la guerra; el «7» se levantaba en armas de incomprensión. Se imponían los tambores, los bemoles, el zafarrancho de Roca arrebatado. Y se pasaba las dagas por la espalda y también por la izquierda que las huidas cortocircuitaban. Puso todo. Y la plaza en pie. Las bernadinas últimas incendiando el coliseo, el coloso desatado. A la hora de matar eligió la suerte que hubiera procedido -la contraria- de no tener el toro los chiqueros en la culata. Pinchó dos veces, otra vez, una triunfo cantado. Cuando atacó en la suerte natural, el toro se llevó puesta la espada. Una ovación final con Madrid entregado, pero no conquistado, cerró su paso por San Isidro.
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