Jamás se habría pensado el Conde de Vistahermosa o el ganadero don Juan José Vázquez que lejos, en la distancia de los siglos, en una barra de Sabana Grande en Caracas una discusión sobre sus ideas ganaderas provocaría afecto, amistad y admiración, entre dos aficionados en Venezuela.
Así fue, gracias a un viejo artículo publicado en La Pica, aquel magazine taurino que dirigió el célebre fotógrafo Ramón
Medina Villasmil “Villa” que conocí al doctor Alberto Ramírez Avendaño.
Ramírez Avendaño rechazaba la afirmación sobre el origen del encaste de Guayabita y para aclarar el tema me citó en el Mesón del Toro, en Las Acacias de Sabana Grande.
Alberto, ganadero de Los Aránguez, profesor en la
Facultad de Veterinaria en el Campus de El
Limón en la Universidad Central en su entrañable estado Aragua.
Entendido y apasionado aficionado a los toros Alberto, como ocurrió con la mayoría de los jóvenes y emprendedores en Maracay, hizo suyo el afecto de sus compañeros de escuela con los que toreaban de salón en la plaza del Calicanto o jugaban pelota en las sabanas vecinas del hipódromo, muchachos tocados por la varita del triunfo y que soñaban ilusionados con llegar a vestir el uniforme del equipo venezolano convertido en expresión cívica, la primera y más importante de la historia de
Venezuela, cuando nuestro beisbol conquistó en La Habana
el Campeonato Mundial derrotando El Chino Canónico a Sandalio Consuegra en el Estadio del Cerro de La Habana al
equipo cubano.
De aquella gesta heroica, la primera en la historia de Venezuela de la que fueron los ciudadanos civiles los triunfadores, aquellos peloteros que bautizara el historiador Javier González como “los generales sin charreteras”, en Maracay el triunfo de los Campeones del 41 transformaron los sueños de los niños de Aragua, que dejaron de pensar que para salir de aquella ciudad convertida en ergástula, no tenía que ser por los caminos militares o políticos y, como lo dice Luis Pérez Oramas cuando hunde su pluma en sus acertados escritos, los jóvenes podían salir de la oscuridad de aquella ciudad de los cuarteles y de las barracas, por senderos de arenas taurinas y diamantes del beisbol.
Aquellos muchachitos como Alberto Ramírez Avendaño y César Girón, alcanzarían logros importantes para la Universidad, el primero, y la tauromaquia Girón.
Por gente como ellos Venezuela ocupó, por razones de
triunfos, lugares destacados en el concierto de la competencia entre las naciones.
Lo ha logrado el doctor Ramírez Avendaño, y lo ha hecho
con acierto, ha dado la cara ante el reto del desarrollo
ganadero jugando un papel protagónico como los ejemplos
de la instalación del primer matadero y frigorífico industrial
de Venezuela sito en Maracay, y el haber sentado las bases y
estímulos en las aulas universitarias de El Limón para establecer el Lactucario de Maracay. Antes, y como estudiante, Alberto Ramírez en los años superiores de la carrera, había encontrado en Carora una amorosa empatía por todo aquello que más tarde en su vida significaría el establecer principios, aficiones y la vocación vestidos con el muy importante sentido de la amistad con los hermanos Riera Zubillaga, Alejandro, Abelardo, Raúl, Ramón e Idelfonso y hoy Jesus Riera Herrera ha empuñado con vigor, y absoluta entrega vocacional el rumbo de la ganadería como recientemente lo ha demostrado en La feria del Sol de Mérida, colocándose en incuestionable puesto de vanguardia en la ganadería de lidia sudamericana: sin rivales que le hagan sombra, ejemplo de la Ganadería de Lidia moderna en Venezuela.
Es cierto que don Florencio y su hermano Juan Vicente le dieron a Venezuela una ganadería de lidia de lujo al fundar Guayabita, con sangre de Pallarés impulsados por una afición inaudita. La deuda con los hermanos Gómez Núñez no ha sido cancelada, tampoco comprendido su ejemplo.
Alberto Ramírez Avendaño inyectó al infatigable espíritu de
lucha de la familia Riera, el ángel y los duendes que significa
la cría del toro de lidia en competencia con el trópico, el
microclima de Carora y la ignorancia de soluciones ante
problemas inéditos en Venezuela y en la América del Sur.
Como si el aporte al “inventar” una ganadería de lidia fuera
poco, si ha sido insuficiente el haberse erigido defensor del
encaste, Santa Coloma izando una bandera que encontró
arriada. Se atrevió cuando todos los demás emprendían un
camino señalado por la facilidad que representa el de la
aceptación de engañosas virtudes que conducen al éxito
como ejemplo y lección permanente a una nación flaca en
propósitos.
Son eslabones de una cadena, que unidos por una gran afición al toro de lidia, con anillos de amor y de vocación por
Venezuela a través de nuestra fiesta de los toros, y que
parafraseando a don Manuel Machado, podemos atribuirnos
que la de los toros es nuestra fiesta más nacional. Tanto o más que el beisbol, exaltado por los generales sin charreteras en el 41 como es el toro de lidia hoy exaltado por nuestros generales sin charretera, los hermanos Girón, su dinastía, los ganaderos venezolanos como los Gómez Núñez, Riera Zubillaga, Ramírez Avendaño, Branger y González Regalado, Molina Colmenares, Rodríguez Jáuregui, Euclides y Grisolía y, entre otros, los herederos de Juan Campolargo.
Insisto, por el esfuerzo de todos ellos, podemos atribuirnos el que la de los toros es nuestra fiesta más nacional.
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