“El mano a mano fue una página gloriosa de la historia de la Maestranza de Maracay. A 75 años de distancia, no puedo recordar detalles sino el conjunto: una gran corrida protagonizada por dos maestros. Mi memoria, tan minuciosa, no precisa los trajes de luces de esas corridas. Tal vez en la primera Manolete de rosa y oro; en su debut, Arruza, de tabaco y oro”
En 1946, primer año del gobierno de la Junta Revolucionaria de Gobierno, presidida por Rómulo Betancourt, lo mejor, para mí, fue la venida en mayo del gran torero cordobés Manuel Rodríguez “Manolete”. No toreó en Caracas, la Comisión Taurina no aprobó el tamaño de los toros. Las tres corridas fueron en la Maestranza de Maracay, bella obra arquitectónica de Villanueva. El abono para tendido de sombra costaba Bs135. En la primera toreaba Manolete con Gitanillo de Triana –lo imponía siempre en el cartel, era su compadre– y el venezolano Julio Mendoza. La segunda fue con el mexicano Carlos Arruza, gran rival de Manolete, otro venezolano y no recuerdo quién más. La tercera: el mano a mano entre ambos. (**)
Ir a Maracay, una odisea, no por la distancia, ni la carretera, aún magnífica –¡hecha por los estudiantes presos del 28!– sino porque una de las consecuencias de la recién ocurrida II Guerra Mundial: carencia de cauchos. Había dos maneras de ir, en tren o en automóvil, eso sí, en caravana, al menos aliados un par de carros. En el caso de desinflarse un caucho, uno lo llevaba a reparar y lo traía de vuelta. Yo fui en caravana. Tuve la suerte de que mi amiga Josefina Galavís Márquez (Fina), me invitó a ir con ella en el vehículo de su cuñado Gumersindo Torres Ellul, quien nos representaba, en aquella época dos jóvenes no podían ir solas. Nos acompañaban otros señores y sus vehículos, todos amigos de Torres y en el mismo caso que él: jóvenes casados, pero no llevaban a sus esposas porque estaban encinta. A las célibes Fina y yo, nos vino de perlas esta fertilidad, porque fuimos escoltadas por Gumersindo, Ramón Chalbaud, Carlucho Iturriza y Alberto Vaamonde. Hoy soy la única sobreviviente de aquella partida.
Tres domingos. Salíamos en la mañana después de oír misa. Cada quien llevaba un avío que intercambiábamos. Llegábamos al circo tan temprano que lo de estar en tendido de sombra era un oxímoron. ¡Cómo brilla el sol en Maracay! No sabíamos qué era lo mejor de la jornada: la corrida, si había sido buena o el refresco helado que nos tomábamos cuando llegábamos al Hotel Jardín completamente deshidratados. En la carretera nos deteníamos en el cruce con la vía del tren, pasaba lleno de taurinos y nos saludábamos con gran regocijo. Para las dos primeras corridas, no tuvimos ningún incidente de neumáticos, pero para la tercera sí y entramos a la plaza poco antes de empezar el espectáculo. En la primera, se lució Manolete. La cámara de Manuel Caraballo Gramcko inmortalizó el remate de una verónica. Días después compré la foto por Bs 5. Con mi compañera de colegio, Anita Attías, fui al cafetín exterior el Hotel Majestic. Manolete estaba sentado allí, le presenté la foto, gentilmente me la dedicó y firmó. Había escrito Alician, exclamó: ¡Ah, me he equivocao! Y tachó la ene.
“El mano a mano fue una página gloriosa de la historia de la Maestranza de Maracay. A 75 años de distancia, no puedo recordar detalles sino el conjunto: una gran corrida protagonizada por dos maestros. Mi memoria, tan minuciosa, no precisa los trajes de luces de esas corridas. Tal vez en la primera Manolete de rosa y blanco; en su debut, Arruza, de tabaco y oro” y el primer año del gobierno revolucionario La segunda corrida, debut de Carlos Arruza, pasaba sin pena ni gloria, toros y toreros no respondían. Antes de salir el último toro, comenzó un aguacero torrencial. La gente salió huyendo, los verdaderos aficionados no. Los fanáticos del beisbol no abandonan el estadio hasta que cae el último out, los de los toros igual, no se van hasta que cae el último toro. El mexicano, como si fuera de Jalisco, no quiso marcharse en blanco. Bajo el diluvio, se plantó de rodillas ante la puerta de los toriles. Recibió a la fiera con un vistoso farol de tela, arena y agua. De allí en adelante, nada qué decir, fue la locura. En al Hotel Jardín, los que estaban secos tenían la cara hosca, mientras los empapados exultábamos.
A la primera o última corrida, la Junta Revolucionaria de Gobierno asistió con su presidente Rómulo Betancourt. Al aparecer en el palco presidencial, enorme pita. El pueblo gritaba: “¡Y en el puesto del Gral. Gómez…!”.
El mano a mano fue una página gloriosa de la historia de la Maestranza de Maracay. A 75 años de distancia, no puedo recordar detalles sino el conjunto: una gran corrida protagonizada por dos maestros. Mi memoria, tan minuciosa, no precisa los trajes de luces de esas corridas. Tal vez en la primera Manolete de rosa y blanco; en su debut, Arruza, de tabaco y oro.
Una noche en Caracas Manolete toreó unos becerros en un festival benéfico. Para estos, se usa el llamado traje corto, el del campo, las tientas y de los rejoneadores, aunque el pantalón es largo y tiene partes de cuero; en cambio la taleguilla del traje de luces da hasta las rodillas. A mamá no le gustaban las corridas de toros, fue a este festival porque todo el mundo le comentaba el parecido de su hijo Antonio con Manolete. Tuvo curiosidad. Cierto, parecían hermanos. Tanto se impresionó que hizo cálculos: una tía abuela paterna suya, de Quintanar de la Sierra, con el curioso nombre de Librada, se había ido a vivir al sur de España… No llegó a más. Menos mal, porque el pobre Manolete ya tenía suficiente con su madre llamada Angustias. El gran diestro cordobés murió el 29 de agosto de 1947 en la enfermería de la plaza de toros de Linares. La víspera, en rivalidad con Luis Miguel Dominguín, su último toro le rompió la femoral. Gran duelo para mí, hasta recibí telegramas de pésame. 7 años después visité la tumba en su ciudad natal, la misma de Julio Romero de Torres, “pintor de la mujer morena / con los ojos de misterio / y el alma llena de pena”.
Entre tanta euforia manoletista, en ese mismo mes de mayo, vino otro golpe bajo de la Junta Revolucionaria de Gobierno: el decreto 321 –vaya efusión de decretos, en 7 meses iban por más de 300– que establecía una odiosa discriminación entre la educación pública y la privada. Los estudiantes de la pública, por promedio de notas, entre 18 y 20, pasaban el año en la materia correspondiente, eximidos de los temibles exámenes finales de julio; los de la educación privada no tenían este derecho. En este decreto se vio la mano invisible de Luis Beltrán Prieto Figueroa. Le echó la gran broma al Ministro de Educación, Humberto García Arocha.
La reacción no se hizo esperar. No solo era una medida injusta sino inoportuna: ya se acababa el año escolar. Bajaba hacia el sur, desde el Ministerio de Educación, me acababa de inscribir para el examen de reparación de Matemáticas, donde había fracasado el año anterior, cuando me encontré con la primera manifestación de los estudiantes de los colegios privados contra el 321, a la cual me sumé, por supuesto, como a todas las siguientes. Me veo con otras personas sentada en el suelo en el cruce de calles de la esquina de Las Gradillas, interrumpiendo el tráfico de vehículos que entonces pasaba por allí. 45 años después coincidí en la directiva de la Fundación Kuai Mare, presidida por Luna Benítez, con el destacado intelectual adeco Guido Acuña. Me recordó la escena: “Yo la vi, yo la vi…”
Republicanos españoles inmigrantes en Venezuela, simpatizantes de Acción Democrática, sin dudas, eran profesores en los colegios privados y se mostraron sorprendidos ante la medida oficial. Al filósofo Domingo Casanova, por ejemplo, mi profesor en el Colegio San José de Tarbes, le oí decir más o menos: “Yo no sé, pero para mí este colegio tiene un funcionamiento impecable. Si uno pide un objeto, algo, para el curso, a la clase siguiente lo tiene sobre el escritorio”. Fue tal el escándalo armado por los manifestantes, que Prieto Figueroa presionaba para que la fuerza pública nos barriera con la manguera de la Ballena. Rómulo Betancourt se opuso. El incidente le sirvió para sopesar el peligroso carácter de Prieto Figueroa. Nada extraño que lo rechazara como candidato presidencial de AD para 1968. Provocó la división cuando dijo: “Prefiero perder con Gonzalo Barrios que ganar con Luis Beltrán”. Cayó –o renunció, no lo sé– el ministro García Arocha y apareció el decreto conciliador 344, el de la Promoción Golilla: todo el mundo pasó con el promedio de notas sin exámenes finales. Medida desesperada de un gobierno ahogándose. Triunfo de la oposición. Para mí, un milagro, no tuve que presentar examen de reparación, pasé con mi promedio del año anterior. Milagro, porque estaba segura y lo estoy aún hoy, de que no hubiera pasado, estaba muy confundida, nerviosa, sin confianza en mí. Las matemáticas me volvieron cuando comencé el primer año de Arquitectura en ese octubre. Vi Geometría Analítica con el Dr. Pérez Luciani – profesor muy temido– y la aprobé con promedio de 20 puntos. Había resucitado.
Entretanto, el nuevo gobierno dio un paso hacia adelante, ya era hora, como respuesta a la lucha por los derechos civiles femeninos que por 10 años había mantenido un puñado de mujeres con Ada Pérez Guevara a la cabeza: concesión al pueblo del voto universal y secreto en la próxima elección de la Asamblea Constituyente. Para la presidencial, todavía no, pero eso ya no lo podía detener nadie. Como perteneciente a la Acción Católica en su rama juvenil de mujeres, la Juventud Católica Femenina Venezolana (JCFV), participé en la gran campaña cívica que organizó esta para instruir a la mujer venezolana en el derecho que acababa de adquirir y animarla a ejercerlo. Salimos por todo el país. Tres de las hermanas Álamo Bartolomé estuvimos presentes: Berenice, Alicia y Cecilia, de 23, 20 y 18 años respectivamente. A Berenice y Cecilia les tocó ir por el Oriente, a mí por Lara y Yaracuy. Íbamos con otras compañeras de tres en tres, cada una desarrollaba un tema en las concentraciones de las ciudades visitadas. No fue sin incidentes, los oficialistas se empeñaban en vernos como propagandistas de Copei y criticaban o saboteaban los actos, con notas en los diarios locales y cortes de electricidad para acallar los altoparlantes. Lo cómico es que nosotras le huíamos a Copei como al demonio, porque no queríamos en absoluto que se confundiera nuestra independiente y objetiva instrucción cívica con una maniobra política. A tanto llegó esta precaución que, ya en funcionamiento la Asamblea Constituyente, para una manifestación de estudiantes en desagravio al papa Pío XII, que había sido ofendido en la asamblea, fuimos a hablar con Caldera. Nos recibió en la parte alta del hemiciclo. Íbamos a pedirle que los jóvenes copeyanos no desfilaran con banderas verdes desplegadas como estaban empeñados. Amargamente nos respondió: “¡Caramba, tanto como me he partido el pecho defendiendo a la Iglesia en esta asamblea y ahora no quieren ni que participemos en un desagravio por ella!”. Nos dejó mudas y avergonzadas. Aunque tenía razón, comprendió la nuestra. Sin banderas, la manifestación partió de la UCV, frente al Capitolio, hacia la catedral. Estudiaba yo allí primer año de mi carrera, apenas se comenzaba a construir la Ciudad Universitaria. Salió un grupo de estudiantes católicos, la cabeza muy en alto, el paso firme e indiferentes ante las burlas e improperios de adecos y comunistas que nos escoltaban a lado y lado. Para ambos bandos convino bien que el trayecto fuera corto. Aunque los adecos de entonces eran casi exactos a los chavistas de ahora –después cambiaron–, ese casi marcó la diferencia: respetaron el recinto sagrado de nuestra iglesia matriz, no entraron a alborotar, como lo hubieran hecho los exaltados rojos rojitos de hoy.
Betancourt cambió después de su último exilio involuntario. A su regreso en 1958, era otra persona. Cuando él aparecía en sitios públicos, estadios y circos de toros, recibía una gran rechifla. El público que pagaba las entradas a estos espectáculos, no era precisamente el pueblo. AD era, es, un partido eminentemente popular. El país es adeco por idiosincrasia y antonomasia. En sus días de presidente, Betancourt iba a lanzar la primera bola en un importante juego de beisbol en el estadio de la Ciudad Universitaria. Caminaba hacia la lomita acompañado por el conocido chef umpire Roberto Olivo Márquez. Se desató una tremenda pita. Rómulo le dijo a Olivo: “Mira, Roberto, cómo nos pitan”. El aludido aclaró: “No, presidente, esa pita es con usted, a mí me pitan después del juego”.
Memorable la Asamblea Constituyente 1946-47. Podíamos oír los debates fuera del Capitolio, por radio o altoparlantes. Lo más notable, para mí, fue: el verbo brillante, elegante y ponderado de Rafael Caldera, para enfrentarse a la lluvia de insultos de los contrarios y el humor oportuno del presidente de la Asamblea, Andrés Eloy Blanco. ¡Cómo se lució el poeta con la gracia de sus coplas para interrumpir alguna intervención fuera de control! La risa calmaba los ánimos. Entonces, el único adeco simpático.
Los tiempos cambian. Hoy siento profundo cariño y respeto por familiares y amigos adecos, unos ya difuntos. A vuelo de pájaro los nombro: Gustavo Álamo Gorrochotegui, Evelyn Trujillo Gouverner, Armando Yepes, Nydia Asuaje Sequera, Paulina Gamus, Julio César Arreaza Bustamante, Julieta Fernández Catalá… Ya en estos tiempos nefastos, la primera vez que me encontré con Paulina en un brindis anual del aniversario de El Nacional, corrí a abrazarla diciendo: “¡Paulina, gracias a Dios por primera vez estamos en el mismo bando!”.
(*) Alicia Alamo Bartolomé es una caraqueña hermosa por imponente. Dama, elegante, bonita y cultivada, con la femenidad criolla de alto perfil de una Ifigenia de Teresa de la Parra, o una Trepadora de Rómulo Gallegos. Arquitecto, periodista, actriz, dramaturga, columnista y ahora profesora. Ha sido taurina y venezolana porque defiende a los toros como ha defendido a su Venezuela.
Fue la segunda mujer arquitecto graduada en Venezuela, pero la primera en ejercer; es decana fundadora de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila; sus obras han sido montadas por múltiples directores e interpretadas por actores consagrados, y hoy imparte una cátedra de Teatro.
(**) Las corridas de Maracay se realizaron en mayo de 1946, organizadas por Andrés Gago. Los carteles fueron, el primero de mayo: Manolete, Julio Mendoza y el peruano Alejandro Montani. La segunda corrida el 5 de mayo, Jesús Solórzano, mexicano, Gitanillo de Triana y Carlos Arruza; y la tercera corrida Manolete y Arruza, mano a mano. Los toros para los tres festejos fueron de la ganadería de Guayabita
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